La herencia de Alcides

domingo 22 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
La herencia de Alcides
La herencia de Alcides

En el pueblo, por lo bajo, no andaban con vueltas y aseguraban que Alcides era el lobizón. Pero en el día a día siempre se destacó por ser buen vecino, trabajador y cumplidor con sus cuentas. No se le conocían vicios. Nunca se casó ni tuvo hijos, un costo que pagó por el estigma que llevaba encima.

Su abuelo se quitó la vida, devastado por un desastre que cometió convertido, aseguraban. A su papá le fue un poco mejor, conoció el amor y su esposa lo salvó. Contaban que en las noches de luna llena, en realidad durante las tardes previas, ella lo encadenaba en el sótano y tomaba los recaudos necesarios para que no repita errores de sus antepasados. Y así convivieron por más de 50 años.

Pero Alcides arrastraba toda la amargura de un destino solitario. Por ser el primogénito heredó la cruz de la familia, mientras que sus hermanos nacieron normales, decían.

La leyenda de su antigua estirpe trascendió fronteras y un día un forastero llegó al pueblo con la intención de cazar al lobizón. Buscó aliados, recorrió bares y suburbios alejados. La fuerza de los billetes atrajo a un par de conocidos de Alcides, quienes decían saber algunos pormenores del caso.

Fue así que pergeñaron un plan siniestro. Sabían que en las noches de luna llena él se refugiaba en el sótano, para lo que contaba con la asistencia de su mejor amigo y único confidente, un ahijado de su papá que lo quería como un hermano.

Pero tenía un punto débil, la bebida. El cazador y sus secuaces le convidaron a un almuerzo donde abundó el alcohol, la sobremesa se extendió por horas y nunca llegó a la casa de su amigo. Faltó a la cita por primera vez en 20 años, y era noche de luna llena.

Alcides, desesperado, trató de encerrarse solo, pero su esfuerzo resultó estéril y ganó la bestia. Con un último resto de humanidad corrió al monte, donde lo aguardaban los cazadores. Lo que ellos no sabían era que una vez convertido, sus sentidos se potenciaban y presagió el ataque.

El forastero fue sepultado tres días después a cajón cerrado, al igual que sus cómplices. Oficialmente nunca se supo quién o qué los atacó y los destrozó de esa manera. Para la Policía fue un animal del monte, lo más probable “un yaguareté cebado”, especuló el comisario del pueblo y cerró el caso ahí.

Al poco tiempo, Alcides vendió sus bienes y se mudó. Nunca más supieron de él.

Planificación y logística

El rencor surgió por plata, por un negocio mal parido y sospechoso de antemano. Una noche golpearon su puerta, el Polaco abrió confiado y un fogonazo iluminó la noche. El tiro le dio en la pierna derecha. Un médico conocido -que no preguntó demasiado- le curó la herida y la Policía nunca se enteró del hecho. Pero el Polaco sabía quién fue el que apretó el gatillo. Pasaron unos meses. Una tarde llegó a su casa, dejó el auto afuera y entró a buscar unas herramientas. Su esposa vio que un tipo esperaba en el coche y le preguntó quién era. Le respondió sin mirarla: “Es el nuevo chacrero, Paraguay, le dicen”, y se fue. El resto fue tiempo y paciencia. Una noche el Polaco dejó a Paraguay en el bar donde paraba aquel que le pegó el tiro. Se hicieron compinches de tragos y solían ser los últimos en irse del bar. Así pasaron los días y las semanas, hasta que llegó la madrugada que tantas veces imaginó el Polaco: Paraguay y su compinche salieron bastante pasados de copas, hicieron unas pocas cuadras y, de repente, dos puntazos concretaron la venganza. El Polaco esperaba en la esquina, cargaron el cadáver en el baúl de su coche y viajaron casi cien kilómetros para desechar el cuerpo en el río. Paraguay no volvió por el bar y el Polaco murió hace unos cuantos años, sin rendir cuentas a nadie. Tampoco lo abrazó el remordimiento. Para él todo fue cosa de planificación y logística.

El autor es periodista. Los cuentos son parte del futuro libro Las guerras de Ceferino y otros relatos.

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