Yaguareté-avá

domingo 22 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Yaguareté-avá
Yaguareté-avá

Había una vez una nación con millones de árboles distintos, con todos los colores, que fue exterminada con millones de árboles, todos iguales, pero sin ningún nido ni una flor.

En aquella patria, ahora difunta, convivían todos los pájaros con todos los animales, y con los insectos. El agua del arroyo era cristalina y los peces desovaban en paz, a plena luz del día y cara al cielo.

Pero donde alumbraban vuelos, ahora solo quedan alas incineradas.

Donde crecían cantos, reina el silencio. Donde hubo vida, gobierna la muerte y la tierra encastra con su sangre al condenado moribundo río Paraná.

El viento desparrama dolor y una llovizna gris se ahoga en la tierra seca.

Para colmo, al borde de la alta barranca colorada, sobre un árbol degollado, un Yaguareté-avá decidió no volver a ser humano nunca más. Y Tupá (Dios) no pudo alterar esa determinación.

Juan Pedrozo estaba solo en lo profundo del monte desde tiempos inmemoriales. Temblaba. Era viernes y la luna llena se instaló en el cenit.

Comenzaba a desenfrenarse un tiempo de desahogo y convulsión. La sangre del hombre atropellaba por las venas, como miles de arroyos dementes a punto de saltar fuera de su cauce.

Se acercaba la tormentosa hora en punto en que debían reunirse y amalgamarse fuerzas cósmicas para dar cumplimiento al mandato de Tupá: que el humano se transfigurara en yaguareté-avá, el ser más temible y poderoso, puesto sobre la tierra para defender la integridad de la patria guaraní.

Entre los duendes que moraban en aquel territorio, este fabuloso espíritu no solo era el único que contenía hasta la última fibra y al mismo tiempo la condición humana y felina, configurándole así una naturaleza inmortal.

También, sólo él, tenía el privilegio de estar en contacto directo con el Creador del Universo.

La inmensidad de su poder y autoridad absoluta llevó incluso, a que muchos se aventuraran en la creencia de que Juan era un hijo predilecto del Hacedor y que había sido parido por la Tierra, en el principio de los siglos.

Desde que el hombre desarrolló más habilidades que los otros animales y no pudo controlar sus bestiales ambiciones, Yaguareté-avá fue puesto sobre el planeta con la sagrada misión de preservar hasta las últimas consecuencias, el ritmo del ciclo vital montaraz.

Y ocurrió la implosión. Sobrevino el estremecimiento. Juan comenzó a cambiar. Se le inflamaron los ojos. Uno a uno los dientes fueron rajándose. Las manos parieron garras. Se retorcieron los huesos. Hirvieron la saliva y la piel. La sangre fue transpirada a chorros. El corazón de aquel ser humano fue vomitado. Se precipitó el llanto y de inmediato, ocurrió la reverberación del grito, hasta que explotó el rugido.

Los árboles, los cerros y las piedras hicieron rebotar el desesperado bramido más allá de los confines de la nación guaraní. La luna se puso enteramente colorada. Todos los moradores de la selva supieron que fueron convocados por Yaguareté-avá a reunirse de manera urgente en la naciente del arroyo Piray.

Los venados fueron los primeros en llegar. Luego aparecieron conejos brasileros y más tarde, calandrias correntinas. Los carpinchos paraguayos cruzaron a nado el río Paraná y cuando la madrugada agonizaba, se acercaron al punto del encuentro.

Los últimos en aparecer por el lugar fueron los que estaban en dramática extinción: un zorzal con un ojo reventado, un puma manco, una mojarra destartalada, una mariposa con las alas desteñidas, un tatú lisiado, una cotorra muda, un oso hormiguero castrado, una lluvia agria y un ejército de hormigas ciegas, entre otros seres atormentados.

El felino pide un minuto de silencio por aquellos animales que ya no están, por los vegetales vencidos, por los insectos envenenados y por la luz turbia de la luciérnaga.

Pero desmedidamente triste fue ver a la hembra del pecarí sacada de la órbita de la esperanza, arrastrando entre sus patas despellejadas a una cría muerta, con la certeza de que nunca más podía quedar preñada porque en una vertiente inmaculada, habían terminado de exterminar a su definitivo y amado macho.

Y doloroso en extremo fue contemplar el desguace de la última araucaria que, para colmo, se derrumbó con sus toneladas de siglos encima de un mono aullador que pasaba por ahí y traía los huevos de un siete colores agonizante, al que desmembraron los latidos.

Al amanecer, el felino pidió un instante inmenso por aquellos animales que ya no están, por los vegetales decapitados, por los ovarios vencidos, por los insectos envenenados y por la luz turbia de la luciérnaga. De pie, sobre el tronco sangrante de un cedro, Yaguareté-avá clamó con voz ronca su determinación. El rocío lloró desesperadamente. Un escarabajo se suicidó. El viento se detuvo. El fuego se murió de frío y el Fundador de todas las cosas cayó de rodillas y se persignó detrás del sol. 

Juan había decidido, contra la voluntad del Hacedor, abandonar para siempre sus raíces humanas y ser nada más que un tigre efímero. Esta abdicación estuvo determinada por la espantosa derrota que padeció a manos de los hombres, que impiadosamente devastaron la selva hasta descuajar las entrañas de la primavera.

Yaguareté-avá comunicó que había perdido la batalla en defensa de todas las formas de vida. Después, vomitó su corazón humano y se descrucificó la piel de Juan Pedrozo.

Desde aquella noche excéntrica la luna llena tiene los ojos de tigre y dos lágrimas de sangre en las mejillas.

Del libro “Rastro Colorado”. Thay Morgenstern, autor de  “Punto de bruma”, “Los Habitantes”, y otros. Ejerció el periodismo en diarios y revistas de la región. Falleció en el año 2003.

 

Thay Morgenstern

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