Chistosidad

domingo 22 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Chistosidad
Chistosidad

Las fotos las tomamos en un museo de Barcelona, que antes supo ser un Hospital, el de la Santa Creu i Sant Pau. Una especie de ciudadela del modernismo catalán que comenzó a construirse a principios del siglo XX, con preciosos pabellones rodeados de jardines. Algunos barceloneses se acostumbraron por esos años a engalanarse con enfermedades apócrifas, con tal de vagonetear por esos pasillos y senderos umbríos. Quizá también por eso décadas después expresaron su postergada admiración y lo convirtieron en museo. El día que lo visitamos una guardiana, mujer además de hermosa aparentemente amable pero visiblemente adusta, me retó porque en un descanso me senté a comer unas galletitas en un banco, a la sombra de los árboles. Sentí que ella era de pronto un poco menos hermosa que un segundo antes, y que sobre todo no respetaba el bucólico espíritu de ese jardín que invitaba como pocos a una merienda campestre, así que le sonreí y le dije con ironía que estaba famélico y que comer esas galletitas era para mí cuestión de vida o muerte, necesidad vital que en un hospital que se preciara debería tenerse en cuenta. No hubo en ella ni un atisbo de complicidad o al menos de comprensión, ni siquiera asomó en su cara media sonrisa; sólo me reiteró la prohibición ostentando frente a mi amable chistosidad una caraculidad digna de mejores objetivos. Traté de tomarme su actitud también como un mal chiste y me pareció cada vez menos hermosa, pero guardé las galletitas, uno nunca sabe cuándo un doberman investido de poder puede convertirse en asesino.

Digo mal chiste y chistosidad y eso me conduce derecho a la cabeza, que es donde quiero llegar. No a la mía, sino a una cabeza de cerámica expuesta en una de las vitrinas de ese museo barcelonés, a la que le sacamos unas fotos que quedaron olvidadas hasta ahora en un archivo, ya pasó casi un año desde nuestra visita. Les aseguro que en cuanto vi la cabeza en la vitrina recordé esa famosísima cabeza de Geniol que en mi infancia proliferó en todas las farmacias del país: era calva y en ella había unos quince o veinte clavos y tornillos ensartados, y la cara, pese a todo eso, y a tener además un alfiler de gancho atravesado en la nariz, ostentaba una sonrisa de oreja a oreja. “Venga del aire o del sol/ del vino o de la cerveza/ cualquier dolor de cabeza / se quita con un Geniol”, decía la ingeniosa publicidad de esos populares analgésicos llamados Geniol.

Pero no me quiero entretener con digresiones analgésicas; vuelvo a las fotos de la cabeza de cerámica, que son tres y fueron sacadas desde distintos ángulos. La cabeza, blanca y brillosa y demasiado parecida a la de Geniol, tiene líneas marcadas en la parte superior del cráneo, que la dividen en una cuadrícula irregular de sectores pequeños, cada uno con un nombre. Uno de ellos se llama “Chistosidad” y está ubicado en la parte superior de la sien izquierda, lindando con la frente. Y ahí me detengo, porque viene estrictamente al caso, recuerdo que con Carolina nos hicimos varios chistes en ese momento, el de la Chistosidad fue por supuesto el sector que más nos atrajo. Cada sector cuadrangular de esa cabeza blanca y brillosa de cerámica tenía, además de un nombre, un número; a la Chistosidad le correspondía el veinticuatro. Pensé en Pitágoras, que hace ya unos dos mil quinientos años a cada ente u objeto o incluso sentimiento le asignaba un número, que supuestamente respondía a una especie de longitud de onda asociada a ese objeto o sentimiento. Porque para Pitágoras todo vibraba en el universo y entonces tenía frecuencia y longitud de onda y, por lo tanto, un número; algo así afirmó al menos Pitágoras, claro que en griego y con palabras de esa época. ¿Vibrará en serio la Chistosidad según el número veinticuatro?, nos preguntamos ese día con Carolina entre risas, y sí que vibramos un ratito.

Pero no sé si en esa cabeza rapada y metida dentro de la vitrina los números respondían a esa clase de arriesgadas teorías pitagóricas acerca del universo y sus vibraciones, creo que no, más bien todo parecía remitir a una simple numeración de ciertas partes del cerebro. O quizá no, porque enseguida descubrimos que otras de las divisiones de ese cráneo tenían, en vez de un número, una letra. Por ejemplo “Penetrabilidad” era A, “Suavidad” era B. Y Suavidad estaba justo arriba de Chistosidad. Como si por encima de lo inevitable que es el chiste (la “Chistosidad”) para nuestra irrespetuosa especie humana -ya vamos a ver a qué se debe esa inevitabilidad de la Chistosidad- pendiera siempre en nuestro cerebro, como una civilizada espada de Damocles, la necesidad o el peso de ser suaves, suaves o al menos amables con el congénere del que el chiste eventualmente se riera: hacer chistes, sí, pero con ciertas contemplaciones, incluso cierta piedad. Chistosidad nunca exenta de Suavidad, digámoslo así. Lo cierto es que con Carolina leíamos esa especie de mensajes escritos en cada cuadrángulo dibujado en la superficie de la cabeza, y nos faltaba el código: ¿qué eran esos números y letras que, obviamente, clasificaban esas divisiones, cada una con su nombre?

Aunque no quiero teorizar ni escaparme de la Chistosidad: después de Pitágoras y de los números, por supuesto pensé en Freud, era inevitable, el Freud de la época de “El chiste y su relación con lo inconsciente”. Lo busco ahora en su obra, el famoso ensayo sobre el chiste aparece en el año 1905: está en el Tomo VIII de sus Obras Completas en la edición de Amorrortu, viene después de “La interpretación de los sueños”, la “Psicopatología de la vida cotidiana” y el caso Dora. En Freud, como en cualquier tipo que haya desarrollado a lo largo de su vida importantes teorías, es significativa la época en la que pergeñó cada escrito, porque evolucionan los conceptos, el pensador genera nuevas reflexiones, sus teorías se enriquecen y complejizan y a veces cambian radicalmente. En eso Freud era como Picasso, que pasó por un período azul, uno rosa, uno africano, uno cubista, uno neoclásico, uno surrealista, etc; Freud no pasó por tantas etapas ni tampoco se le ocurrió, como en la cabeza del museo barcelonés, cuadricular en pedacitos la superficie del cráneo, pero fue capaz de imaginar no uno sino dos cerebros sucesivos partidos en tres. O, mejor dicho, dos aparatos psíquicos sucesivos…digamos: dos tópicas. Las tópicas son esquemas muy abstractos que muestran los “lugares” de nuestra subjetividad en los que suceden nuestras peripecias o aventuras psicológicas. La primera tópica es muy popular y claro, estaba constituida como ya dije por tres lugares: lo Consciente, lo Preconsciente y lo Inconsciente; la segunda tópica, por el Ello, el Yo y el Súperyo. A Freud obviamente lo seducía como a muchos el número tres; no sólo pensaba en aparatos psíquicos triádicos, sino en inevitables triángulos amorosos, en inexorables triángulos edípicos, en terceros fantaseados, etc. Y se ve que por esos años de la primera tópica, después de acomodar en su infatigable red conceptual los sueños y los lapsus, Freud decidió que no podía pasar por alto los chistes. Es que sueños, lapsus y chistes pueden considerarse un trío de retoños del inconsciente; en el caso de los chistes, Freud los concibió como verdaderos productores de placer, porque nos permitían en un instante de espontaneidad expresar algo reprimido y disminuir la tensión, gracias al uso lúdico de las palabras.

Así, con el chiste, Freud completaba eso que él llamaba formaciones del inconsciente, relacionadas con la represión de los deseos provenientes de ése nuestro turbio bajo fondo al que él precisamente en sus años mozos bautizó como el Inconsciente. Lo escribo con mayúscula porque se lo merece y, además, diría el gran Diego, porque lo tenemos adentro. Y perdonen esta larga digresión freudiana, aquí quería llegar: no se olviden de la palabra represión, ya voy a volver a ella. En esa misma época, la de la primera tópica freudiana, se construía el Hospital en Barcelona, y en algún momento un médico del staff habrá recuperado esa cabeza rapada muy parecida a la de Geniol que vimos en la vitrina y diseñada más o menos un siglo más atrás por algún ignoto neurólogo o similar en sus ratos libres, con esas divisiones en las que se delimitaban áreas en el cerebro para cada función. Después me enteré de que todo ese asunto de la cabeza cuadriculada lo inventó un tal Franz Joseph Gall a principios del siglo XIX, y así comenzó la “frenología” o estudio de la mente, hoy caída en desgracia por ser un poco demasiado berreta en sus fundamentos. Pero para Gall, que fue el primero en describir veintisiete zonas cerebrales localizadas como centros encargados de funciones concretas, el número veinticuatro no correspondía a la “Chistosidad” (en el esquema de Gall ni siquiera existía esa cualidad), como en la cabeza que vimos en el museo, sino “la amabilidad, la benevolencia, la gentileza, la compasión, la sensibilidad, el sentido moral”. ¿Será cosa de Pitágoras, y para Gall y su ignoto epígono Barcelonés la vibración número 24 reflejaría diferentes cualidades o aptitudes de un cerebro? ¿Qué querrá decir que algo vibra según el número 24? No vale la pena preocuparse, hay respuestas que Pitágoras y el diseñador de la cabeza de cerámica se llevaron a sus respectivas tumbas.

Había sido entonces que esa cabeza que vimos en Barcelona era lo que se conoce como un “busto frenológico”; pero no era original, con las divisiones planteadas por Gall, sino modificada. Es que por esas décadas habrá habido infinitos émulos de Gall imaginando infinitas versiones que dividían el cráneo en diferentes retículas nombradas y numeradas, como la que nosotros vimos en la vitrina.

¿Cómo ubicó Gall esos sectores cerebrales y les adjudicó una función, se preguntarán ustedes? No fue un método muy riguroso. Por ejemplo, la “Destructividad” la ubicó arriba de una oreja porque Gall había observado una prominencia en esta zona en el cráneo de un estudiante al que, dijo Gall, “le gustaba tanto torturar animales que se convirtió en cirujano”, y luego ratificó que ese sector del cráneo era también muy prominente en un malvado boticario que posteriormente se convirtió en verdugo. Listo, ubicada la Destructividad. Otro ejemplo: la “idealización” la colocó en una zona del cráneo que, decía Gall, “los poetas se tocan o frotan mientras escriben”, y además le parecía que ese sector era prominente en las estatuas de poetas. Y ya está, así fue armando sus veintisiete sectores del cerebro, a puro ojo de buen cubero.

Al mismo tiempo Gall se dedicó a estudiar individuos que mostrasen comportamientos extremos: genios, locos o criminales, y valoraba las prominencias y depresiones (bultos y zonas hundidas) de sus cráneos para identificar aquellas partes del cerebro subyacente que parecían salientes o hundidas en relación con lo observado en la mayoría de las personas. Así como una zona anormalmente pronunciada de un cráneo podía indicar alguna maldad o perversidad específica, también podía dar pistas de un talento particular, de unos dones determinados, como en el caso de la “idealización en los poetas”. Así un frenólogo podría determinar características particulares de la personalidad de un individuo, debilidades y fortalezas, maldades y bondades, mediante la observación y / o palpación de su cráneo. De todo eso se alimentó el famoso Cesare Lombroso, un criminólogo que se cansó de mandar a la cárcel a pobres tipos porque tenían las cejas más abultadas que usted o yo, o incluso que la suegra de Lombroso, o que el mismo juez que los juzgaba. Cesare decía algo así como que “es necesario o bien secuestrar a los delincuentes para siempre, en el caso de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos”. “Todos los criminales son inimputables”, sostenía también en momentos de euforia, así que con Lombroso no había pelada para hacerse el sufrido ni pedir cualquier clase de contemplaciones.

Pero volviendo a la Chistosidad, esa que según el anónimo epígono de Gall tendríamos ubicada en la sien izquierda, y a la represión, con la que me enfrenté bajo un árbol del patio del hospital, rememorando los detalles del episodio es obvio que la hermosa pero adusta guardiana que me reprimió los deseos imperiosos de comerme una galletita bajo el árbol nos había estado observando previamente, mientras mirábamos con Carolina la cabeza de cerámica y le sacábamos fotos y hacíamos chistes al respecto. Y nos siguió, de eso me di cuenta ya en ese momento, cuando enfilamos hacia el parque para merendar bajo los árboles, donde continuamos haciendo chistes, y por eso me encaró para retarme. Y yo que creí, hinchado de orgullo, que a la tipa la había atraído mi magnetismo animal, falsa alarma. Ahora supongo que más bien se moría de ganas de palparme el extremo superior de la sien izquierda, solo para ver si detectaba el inevitable bultito que revelaría el carácter excesivo de mi Chistosidad (que ella vivía como una inaceptable falta de respeto). Lo que de acuerdo con sus rígidas normas la habilitaría quizá para sentenciarme a la cámara de gas, que probablemente quedaba al fondo a la derecha. No pudo, claro, muerto Lombroso el mundo en el que vivimos por suerte no da para eso.

Cuando terminamos nuestra visita al último pabellón del museo ya no vimos a la guardiana; o se había ocultado para pensar en la forma de palparme la sien sin que yo me resistiera, o estaba poniendo en orden la cámara de gas para masacrarme, o se había escondido en su guarida a comerse sus galletitas; algo que era legal, no como lo mío que lo había hecho sin escrúpulos debajo de un árbol, llenando el piso de peligrosísimas migas. Aproveché para sacar las galletitas de mi mochila, con Carolina nos sentamos bajo el mismo árbol de la primera vez y empezamos a masticar llenos de placer y haciendo muchas migas. Esa guardiana fue tan molesta como suele serlo mi Inconsciente, le dije a Carolina con una sonrisa, enseguida me corregí y dije no no, en realidad y saltando a la segunda tópica freudiana, ella, la guardiana, fue nada más que un suplemento de mi Superyo, ese ente tan incorpóreo como temible que vaya a saber en qué cuadrícula de nuestra castigada cabeza o corazón podría residir, y que según mister Freud nos reprime cada vez que estamos por ser felices a fondo, o sea, cuando estamos por satisfacer hasta el final cualquier deseo potente y reprimido, de esos que a la sociedad no le hace la menor gracia que demos rienda suelta. ¡Qué hábil este Freud!, mascullé admirado mientras no dejaba de masticar. Bueno, dijo Carolina, si nos ponemos a comparar, el Superyo es como la autocensura, ¿no?, ese logro mayor del nazismo, el fascismo, el estalinismo, el maoísmo, el franquismo y otras dictaduras, que consiguen a través de la represión que los propios sometidos se vigilen y repriman a sí mismos, controlando sus deseos y opiniones en aras del “bien común”. He dicho, terminó Carolina con cierta solemnidad y mordió su galletita.

De pronto me animé a reflexionar triádicamente, a lo Freud: qué bien nos vendría un tercero, me dije, que nos completara en este momento a Carolina y a mí: la guardiana, obviamente, faltaba la guardiana, rehacer con ella el triángulo que duró pocos segundos y que se había desarmado un par de horas antes, durante el episodio de la prohibición bajo los árboles. ¿Para qué? Para reírnos a carcajadas esta vez de ella, aplicarle nuevamente pero ahora en su plenitud y sin frenos (porque podíamos salir rajando sin ningún problema), frente a esa persistencia indolente que la deformaba y convertía su gesto adusto en una mueca que parecía interminable, aplicarle, decía, el mecanismo insurgente de la risa; una risa que ella un rato antes había reprimido apenas en brote, cuando nos permitimos expresar como en un jueguito primero nuestra necesidad y después nuestro placer de comernos las galletitas bajo el árbol prohibido.

Reconozco que también rearmar ese triángulo me hubiera permitido en un descuido palparle la sien izquierda a la guardiana, me hubiera encantado comprobar que su cuadradito de la Chistosidad, el número 24 según la nomenclatura de la cabeza encerrada en la vitrina, estaba notablemente hundido y era incapaz de vibrar. Pero la mujer no estaba a la vista, empecé a paladear entonces otra galletita con fruición, era de chocolate y con un relleno de praliné o algo así. Se acercó una paloma, le tiré media galletita, ya que carecía de risa por no pertenecer a nuestra afortunada especie, tenía derecho al menos a un poco de placer. Enseguida pensé que a pesar de la hermosura del rostro de la guardiana que no me había dejado comer mis galletitas, y quizá porque esa belleza se opacaba por su amargura y caraculidad y la volvía inimputable pero no por ello menos abominable, diría Lombroso, yo prefería la cabeza de Geniol. Que era fea y arrugada, pero pese a los clavos y tornillos que se le incrustaban para siempre en la pelada, y al alfiler de gancho que le atravesaba la nariz para toda la eternidad, como esas cruces que todos los humanos debemos llevar hasta el final del camino, sonreía de oreja a oreja. Ella sí sería capaz al menos de festejar un chiste, y eso la volvía tan hermosa.

El presente texto forma parte de una serie inédita llamada “Simetrías”. Mazal es profesor de Teoría Literaria de la Unam. Publicaciones: Mundos-Diálogos-Silencios (poesía), Darwin poeta (novela) y Andrés vuelve (novela)

Osvaldo Mazal

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