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Parecidos

domingo 22 de noviembre de 2020 | 5:00hs.
Parecidos

Los que vivimos en una inmensa ciudad tenemos más probabilidades de morir. Se ríe y precisa: hay más chances de que nos maten en una metrópoli que en un pequeño pueblo. A él lo divierte ese pensamiento. No le importa el peligro estadístico porque es un delincuente. A mi me da pavor. Porque no quiero tener nada que ver. Sin embargo no solo sospecho sino que estoy seguro que pertenezco a la población de riesgo. La ciudad es el lugar del crimen. 

Soy periodista de una publicación semanal casi desconocida y de un diario que siempre está a punto de cerrarse. Mi paga es poca. Hago colaboraciones para estos medios y, de vez en cuando, me retribuyen con dos billetes y un sándwich con café con leche.

Él es policía y corrupto. Piratea, coimea y controla, trafica sustancias, con la bandera canta el himno el Día de la Patria. Presta servicios en un Destacamento, y utiliza información para hacer las tropelías más descabelladas, solo o acompañado de otros forajidos. Le va bien económicamente. Mucho mejor que a mi que escribo estampas urbanas que nadie valora. Por lo que tuve que robar alimentos en los supermercados, y hurtar periódicos en los quioscos para bibliografía.

Residimos en un pensionado. Yo no tengo dinero para otro sitio. A él le sobra, pero el muy pícaro guarda lo recaudado en otro lugar y alquila un cuarto al final del pasillo para disimular su doble vida. A veces cruza por mi puerta y entra de buen humor a tomar unos mates y hacer chistes negros. Urde imaginerías y filosofa diciendo que todo está podrido, como si lo hediondo residiera en la estrechez obscena del conjunto, en la convivencia del millón de personas de esta city, y él deseara por un lado corregirla y por otro lado aprovecharse; siempre a los tiros.

El problema que tengo es que somos físicamente parecidos. Realmente tengo miedo de que en algún momento me aguarden sus rivales o sus compinches y, confundidos, me maten. Cuando él se afeita, yo me dejo la barba. Si él usa pelo corto, aprovecho para ahorrar y ando con melena. Trato de vestirme distinto y de no quedarme cuando él está de guardia o en un atraco del lado de los maleantes o de la ley. Quiero irme, pero no consigo siquiera un lejano conventillo barato. Suelo sentarme en las plazas o en un bar donde me fían, y escribo en papelitos de la servilletera, para no estar en mi pieza y que desde la ventana me acribillen. Quiero ser otro, opuesto, claro, disímil, limpio, pero no logro mucha diferencia. Y lo que es peor, ignoro hasta cuándo aguantaré esta suerte.

Sé que un tiro con silenciador espera en el futuro. No sé si será en mi nuca, y en qué andurrial. Quizás en el zaguán de esta casona, en la sombra de la vereda cuando un hampón de su pandilla venga a cobrarse un vuelto, o desde un auto. A veces pienso que él mismo puede liquidarme.

No somos mellizos, ni siquiera hermanos o parientes, ni amigos, pero el sinvergüenza me confiesa intimidades de sus periplos, como si me apreciara; y poseo la desgracia de la semejanza y de andar corriendo la liebre, sin un miserable peso para huir. Además, suele afirmar sentencias turbias en el medio de cuentos cínicos de fría y negra crueldad. Aunque tienen un dejo de melancolía. En el fondo parece un tipo bueno que nombra con dolor historias tristes. Estimo que en un rincón de su desalmada alma pretende conmoverme. Hay días en que creo, incluso, que quiere sumarme a sus andanzas, hacerme partícipe de sus triunfos, contagiarme su extraña alegría.

Inédito. Médico de profesión Szretter vive en Puerto Rico. Tiene publicados libros de cuentos y novelas.

Alberto Szretter

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