La Umita

domingo 15 de noviembre de 2020 | 5:00hs.

Sucia mal vestida llegaba la Umita a la escuela.

Nadie la quería. Ramona Pereyra su verdadero nombre.

Nadie jugaba con ella…   Los docentes al verla se alejaban. Olía a ropa húmeda, a humo y grasa.

Su pelo recogido con unas trenzas a medio hacer, no se sabía si era castaño o quemado por el sol. Su mirada huidiza apenas dejaba ver el azul de aquellos bonitos ojos.

Cuando llovía no venía, el arroyo crecía y cerraba el camino.

Este año se anotó en 5ªB turno mañana, no porque supiera su edad, sino por su tamaño.

Sus maestros y compañeros no la aceptan en otro grado.

A su apodo Umita, le quitaron la “h” porque la consideraban poco menos que nada.

Desposeída de todo, hambrienta de afecto.

La señora Laura maestra de 5º B, conversó con ella a solas durante el recreo.

Le trajo un hermoso vestido de su hija, medias, zapatos, y un moño del mismo color azul que el vestido.

Le enseñó la importancia de la higiene.

Al día siguiente Umita apareció radiante, hermosa, tardaron en reconocerla. Traía una flor silvestre para la señora Laura.

Lo que sólo la maestra sabía era que Umita no tenía madre, era huérfana, antes de ir a la escuela preparaba el desayuno, mate cocido y reviro, para su padre y su hermana menor.

Mientras estaba en la escuela fuerte llovía, llenó los campos y caminos de agua.

Paró de llover, todos se retiraron a sus hogares.

El arroyo estaba desbordado, el trillo se desvaneció en el agua.

Umita no llegó nunca a su casa.

La correntada de agua y lodo todo lo llevó, nunca encontraron su cuerpito, pero se dice que al pasar por el lugar cuando está por llover un olor a grasa y humo llena el campo.  ¿Es acaso el perfume de Umita que quedó impregnado en el paisaje??

Kristóbal

Una mañana cualquiera marcó en mí, aquella huella indescifrable.

Saboreaba un café cargado, amargo como lo hacía a diario.

Miraba tras el cristal traslúcido, casi opaco buscando el más allá de las cosas.

De pronto lo vi. Sus ojos se encontraron con los míos. Vestía ropas viejas, gastadas por el tiempo, una camisa a cuadros, un pantalón de mezclilla gris, una campera marrón de cuero, una bufanda desflecada.  Pensé que esa ropa sin tiempo y sin estación algún día habría sido su traje de domingo.

Esa ropa que usó todo el año, como si su cuerpo gastado no sintiera, ni frío ni calor.

Su pelo largo canoso, desprolijo y esa barba gris, raída indicaba que todo en él era resignación a tanta desdicha y miseria. Seguramente estaría viviendo los últimos días de su mísera vida.

Pensé cuántas lágrimas habrán llorado esos ojos tan claros, de color indescifrable entre azul y gris. Pudo llamarse Juan, José o Pedro, pero según me confió el dueño del bar se llamaba Kristóbal.

Volvió a mirarme y el cristal que separa el (mundo) de adentro del mundo exterior nos unió más que nunca. Soltó una lágrima. De pronto partió. Entre la gente que iba y venía. Se perdió como el viento que corre.

Quizás se fue a subir los últimos peldaños que concluirán con su vida o simplemente ni siquiera estuvo ahí.

Rossano di Rossi

De muy pequeño vino con sus padres de Italia, buscando una vida más digna. Allá dejó todo.

Pensaba que el barco que los trajo volvería a buscarlos para regresar a su tierra, es por ello que pasaba sus días en la zona del puerto, mirando los barcos de pescadores, que después de acomodar redes y espineles esos alegres y aguerridos hombres zarpaban cada día a las zonas más profundas a su tarea de recoger peces.

Sentía que en cada partida una parte de él se iba. Soñaba subir a un barco, tirar las redes, recoger peces, limpiarlo, ayudar a sus padres en la economía del hogar.

Cuando cumplió 14 años, su tío Giuseppe, que trabajaba en el mantenimiento de los barcos, conocedor de sus sueños lo llevó a pescar.

Regresaron al atardecer cuando el sol se alejaba ligero en el horizonte. Fue desde ese día que el tano Rossano Di Rosso hizo de la pesca su vida anhelando volver quizás algún día a sus lejanas tierras italianas.

La autora reside en Posadas. Es profesora de Biología

Norma Alicia Toledo

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