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Anécdotas de Don Cacho

Recuerdos de la infancia temprana

domingo 01 de noviembre de 2020 | 6:00hs.
Recuerdos de la infancia temprana

Posadas era un auténtico pueblo; nada le faltaba para la categoría. Calles de tierra mucho más que asfaltado e infinitos baldíos que ganaban por goleada a las casas. Pero algunas cosas la distinguían de otros pueblos, más pueblos todavía. Tenía luz eléctrica… la Usina Blosset, con una orgullosa chimenea, mandaba sus fluidos desde el puerto. No sé si porque los cables iban cuesta arriba hasta el centro, o porque había aumentado la población a pesar de ser “continua”, en la punta del cable la luz caía de a gotitas y los focos alumbraban de color amarillo triste.

Había dos plazas, la 9 de Julio, dominguera fierro, y la San Martín, familiar, triciclo, monopatín, embopa escondida. La Nueve era de eventos sociales o escolares patrios, donde desfilaba todo lo que se movía en el pueblo. Lo social tenía que ver con la recordada “vuelta el perro”; a la tardecita los jóvenes marchaban por la derecha y las niñas por la izquierda, y en el segundo del cruce/encuentro había que clavar la mirada y atravesar corazones. Imposible distraerse, o perdías. Recuerdo un día de plaza que sería un domingo, estábamos sentados en un banco frente a la confitería La Palma con mi amigo Fuma, y pasaban las pupilas del Santa María con una hermana atrás llevando el rebaño. “Adiós linda”, al bulto… “Almas perdidas” al toque, sin mirarnos siquiera, la monja nos mandó directo al Infierno y sin escala en el purgatorio…

Había dos escuelas principales, la Normal Mixta y la Superior 1. La Normal tenía secundario y la Superior, a pesar del nombre, sólo primario. Yo empecé en “infantil” en la Normal, medias negras tres cuarto y un moño azul sobre el guardapolvo blanco almidonado como un cartón. Los grados eran mixtos y no de balde; para ponerse de novio bastaba “te manda saludos fulana” o viceversa, y quedaba registrado con conocimiento y respeto de todo el grado. Tuve una novia de trencitas con un moño blanco en cada punta; los dos estábamos enterados creo y alguna vez habríamos hablado en el recreo; el resto eran sonrisas cruzadas que decían lo que no sabíamos decir.

Al mediodía comíamos en familia; arrancábamos con la sopa a la que odiaba con furia incluida la inocente cuchara. A modo de protesta, ponía el codo en la mesa y en mano apoyaba la cabeza y con el mayor desgano del mundo alzaba la cuchara en cámara lenta. "Apurate que se enfría la sopa”, decía mi madre… hasta que un día mi viejo perdió la paciencia y me enderezó de un solo tiempo y para siempre. En una oportunidad mi abuelo Alfonso viene a comer a casa y la sopa era de fideos muy finos; mi abuelo tenía una figura impresionante y unos bigotazos que se desplegaban amenazantes. Cuchara va, cuchara viene se le instala un fideíto en un ala del bigote bailando al compás de la charla del abuelo. No le podía sacar los ojos de encima y lo veía cabalgar como un sube y baja colgado de la punta del ultimo pelo. No quiero pasar por mentiroso, pero creo haber visto que como un trapecista de circo se soltó, hizo una pirueta y volvió al bigote. Tenaz, orgulloso, fuerte en el agarre, se mantuvo vivo hasta que encontró su fin cuando el abuelo decidió pasar prolijamente la servilleta para un lado y para otro de su muy blanco y alado mostacho.

Después de la sopa seguía el diario puchero de donde nacía el caldo. Terminando el almuerzo, había que dormir la siesta y terminada la siesta hacer los deberes para pasarlos al cuaderno “único” tapa dura, que era el rey dentro de la mochila de cuero, diseño horizontal. El cuaderno único y la mesa eran indivisibles, porque ahí se hacían los deberes. Escritorio tenían la Casa Molas, Domingo Barthe o Pedro Núñez. Se calificaba con tinta azul, excelente, muy bien, y con rojo furioso un insuficiente que hacía temblar el cuaderno y la vuelta a casa. Después de los deberes, a la canchita, la hora gloriosa y más esperada del día, meta pelota de cuero con una boca para el globo adentro y cierre con tiento. Al tiempo de la merienda aparecía Gregoria, la secretaria de mi vieja: “Cachito, vení a tomar la leche…”, me gritaba, “la leche de Cachito se enfría” con vos maricona, rebotaba alguno. El fútbol era lo principal y el que mejor jugaba era el capo. Nada lo alcanzaba, ni la bolita, ni la mejor puntería con la honda, ni el trompo o el se subía más alto al ombú o quien que conseguía la figurita más difícil. Esfuerzo inútil, el podio era para el fútbol.

A la nochecita, al cordón de la vereda de Colón y Rioja, Cachito Olivera (después Fernández de Oliveira, hijo de Pancho, maderero), Fuma Sánchez (hijo de Sánchez Ratti, periodista), Falcowsky el hijo del zapatero (después psiquiatra), Caraballo, el hijo del funebrero, los Toledo, nietos del ganadero don Vedoya, los Atencio -arreglo de radios- los Curi, hijos del almacenero del barrio, eran los infaltables. Hablando de almacén, no puedo dejar de mencionar el de Castiglioni en Colón y Córdoba, modelo siglo XIX. Por fuera caballos atados al palenque y carros distintos modelos; parroquianos con pañuelo al cuello, sombrero, faja en la cintura y alpargatas haciendo tertulia en la calle después de la compra o de entonarse con una caña (o dos). Por dentro, varios paisanos arrimados al estaño donde un cuello de ganso expendía vino al copeo. En el mostrador, frasco de caramelos para la yapa, rapadura envuelta en chala, masa negra en frasco, latas de corned beef y la infaltable balanza de pesas. Contra la pared, estantes y cajones con tapas en bajada llenos de arroz, fideos, harina, maíz (o choclos), galletas, todo para la venta a granel. En el suelo, damajuanas, y en los estantes la caña como figura estelar; el porrón de ginebra, el vino “común de mesa”, las latas acostadas con ventana de vidrio donde asomaban galletitas y mil cosas más que no recuerdo. Un “ramos generales” urbano. El almacén de Castiglioni vendría a ser un súper actual sin sucursales; un bar de vino/caña de parado sin cerveza ni café, para bolsillos populares.

Imposible de olvidar eran las tardecitas de ‘Tarzán de la selva’; serie por radio a pura acción donde lo más esperado era su potente grito marca registrada (algo así como un pariente lejano de nuestro sapucay), que imaginaba hacía volar pájaros, meterse al agua a yacarés, alertar leones, agitar las copas de los árboles y festejar a la mona Chita mientras se balanceaba triunfal del péndulo de una liana. Perderse el próximo capítulo era no saber si zafaba o se lo comía el tigre, o si lo mataban las flechas de los pigmeos, o salía a flote después de caer de altísimas cataratas. Si tomabas Toddy, la firma patrocinante, era probable que ni tigres, ni pigmeos ni cataratas puedan con vos…y de yapa podías hablar con los animales…

Otro evento social de la época era el viaje en tren en el Urquiza. En la estación se anticipaba la fiesta… Una multitud desbordaba el andén entre despedidores, saludadores a bulto, maleteros con paño lateral entre cabeza y hombro, perros sin dueño especialistas en esquive, valijas de vaca entera made in Encarnación, vendedores de bollos y empanadas, voces y gritos, llantos y risas que se mezclaban en una ensalada musical a pura garganta. Lo recuerdo y me brota un dibujo de Mandové como sólo él podía expresarlo. Cuando la noche empujaba el día un poderoso pito estremeciendo el aire avisaba que ”¡¡se va el tren!!” y partía tosiendo lento mientras los retrasados de siempre tiraban el bulto por la ventanilla y se colgaban del último agarre. “Manden fruta” del gracioso de siempre o un sapucay desconsolado se apagaban en la distancia. Para muchos comenzaba la nostalgia, para otros palpitaban algún romance. Tren adentro los bolsillos satisfechos iban en camarote y comían en el vagón comedor. Los de bolsillo liviano a la segunda donde reinaban el picadillo, la mortadela y la galleta, la damajuana y la guitarra cargada de polca y chamamé correntino (algunas semillas misioneras empezaban a brotar ”sobre una loma muy pintoresca se halla Posaaaa, bañaaada por las aguas del Paranaaaa…”).

Las primeras lágrimas de los emigrantes aparecían pasando el Chimiray y la primera devolución de los cinco litros de tinto, por el Mocoretá. Mirar por la ventanilla era una buena diversión: para adelante se acercaban postes y árboles muy rápido, para atrás se iban despacio, mirando recto pasaban vacas y pastizales. A las treinta y seis horas, después de cuatro de balsa, se llegaba a la estación Lacroze, escala de sueños; algunos de salir de pobre, de estudiar y ser profesional, de conseguir novia en plaza Italia o que lo contraten en las inferiores de Boca. Otros el dolor de saber que los sueños, sueños son.

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