El rey de la cuaresma

domingo 01 de noviembre de 2020 | 6:00hs.
El rey de la cuaresma
El rey de la cuaresma

El espíritu y la mente cobijan luces y sombras que pugnan por prevalecer en la condición humana, que alterna el día y la noche con dispar duración. Nadie se libra de la sucesión de estados entre el carnaval y la cuaresma, la querella del desenfreno con las privaciones, la fiesta y el arrepentimiento por la fiesta, los pecados y la redención. Martes de carnaval, miércoles de ceniza.

Dr Jekyll y Mr Hide no son distintas personas sino diferentes momentos de la vida; los demonios y ángeles que remedan a la lucha cósmica entre el bien y el mal de Ormuz y Ahrimán, con sus reconocibles síntomas de alegría o dolor.

Pero Chingolo escapaba al maniqueísmo y todas las medias tintas en el arte de vivir. Su vida entera quiso invertir los términos de todas las cosas; a su chispeante cerebro le aburría mortalmente cualquier orden establecido, la secuencia regular de todos los ritos, la repetición cansina de hábitos idénticos. Ejercitando éstas creencias comenzó a predicar que nos debíamos cuarenta días de comparsa e inició una cruzada para extender el jolgorio absorbiendo a la gazmoña contrición de Semana Santa.

─¡Cuatro días de cuaresma y cuarenta de carnaval! La alegría sin frenos es la única forma digna de felicidad humana. ¡Basta de diques y cerrojos a la diversión! No a las represas para las carcajadas y sí a la risa libre, que al final es la única cura para todos los males, salía a evangelizar.

Cuarenta es un número mítico; fueron los días que, con sus noches, duró el diluvio, los años que vagaron los israelitas desde Sinaí hasta la tierra prometida, el ayuno de Cristo en el desierto, la previsión de Jonás para la destrucción de Babilonia, los ladrones de Alí Babá. La edad de Chingolo.

─Todo lo importante debe durar cuarenta días y si se trata de un gran amor ¡ni un solo día más! repetía Chingolo quien escandalizaba a su madre usando velas de colores en ceremonias religiosas, concurriendo a cultos afro-brasileños, vistiéndose con su ropa para escapar por las noches y por hurgarle los maquillajes. Alborotaba a su barrio por preferir a los lindos muchachos antes que a las mozas de la cuadra. Todo eso en épocas rudas en que el machismo leninismo era una especie de virtud viril que señoreaba sin rajaduras. Pero, la Bajada Vieja estaba cerca del puerto donde abundaban enchispados marineros y estibadores borrachos.

─La diosa Fortuna me eligió el barrio, exclamaba Chingolo, quien ya adulto conservaba una alegría adolescente y contagiosa. El buen ánimo era el rasgo más distintivo de su carácter. Su generosidad era proverbial; largueza que, al parecer, es una cualidad propia de los seres felices.

A su manera era muy religioso y presumía de profunda espiritualidad diciendo que adoraba a Jesús por encima de Juan el Bautista, pues mientras éste vagaba por el desierto, vivía aislado en una cueva y comía langostas con miel, el Nazareno llevaba una vida más disipada; asistía a fiestas, convertía el agua en vino, comía y bebía con gente poco recomendable, se llenaba de ira en las afueras de los templos y despreciaba y retaba con enojo a quienes no eran capaces de entender sus parábolas.

─Por eso no arrojo mis margaritas a los cerdos, decía Chingolo, que pregonaba: no dejen solo a Cristo interpretado por los curas. Hay mayores enseñanzas en el catecismo de la vida.

No faltaban quienes, llevados por su entusiasmo, comenzaron a entender la revolución cultural que proponía Chingolo; después de todo, hace veinte siglos, alguien decidió cambiar las saturnalias por la navidad y crear una aburrida trinidad en sustitución de la tradicional trilogía: diversiones, banquetes y regalos. Lo mismo había ocurrido con las lupercales que derivaron en una festividad acotada de carnavales antes de la inventada cuaresma. Había que revitalizar la profunda tradición pagana occidental.

─Deben corregirse los mayores yerros humanos. Volvamos a las fuentes de la felicidad y la alegría: “al principio era el carnaval” dicen los evangelios de la historia. Señores políticos dejen de mentir que combaten la pobreza y alguna vez en sus vidas ocúpense de combatir a la tristeza, repetía Chingolo reclutando adeptos cada día más numerosos. No tardaron en aparecer tertulias, cantinas y centros de discusión teórica para sostener los nuevos vientos culturales: una biblioteca “de Babel” (por Isaac, no por la torre, aclaraba Chingolo), el “Bar Ullo”, la “Cigarrería de Vieytes” en donde se realizaban sesiones de secreta fumoterapia con una hierba traída de Paraguay, y se leía a De Quincey. Los más lúcidos publicaban una revista semanal, “Viejos son los trapos”, que divulgaba poemas sáficos, barrabasadas antropológicas, noticias sobre ovnis y desvaríos filosóficos de toda laya. Se realizaban seminarios en el hall del Hotel “Lucho” al que muchos vecinos comenzaron a acudir atraídos por los expertos en Tarot, Reiki, Flores de Bach y otros homeópatas que comenzaron a hospedarse allí, provenientes de las capitales cercanas.

Con lábil y libertino arsenal ideológico se dictaron nuevas reglas de comportamiento social: nadie debía hablar sin cantar al mismo tiempo, ninguno podía moverse si no era danzando. No era extraño asistir a una escena operística en cualquier repartición gubernamental ante el mero trámite de la entrega y registro de un expediente o la compra de verduras en el mercado donde se escuchaban arias sobre el precio de la cebolla o la frescura de las lechugas.

Al principio tímidamente pero cada vez con más fuerza y adeptos se produjo una festividad singular y extendida a la que el pueblo entero comenzó a seguir transgrediendo edictos policiales, jaculatorias obispales y dicterios de viejas desvencijadas.

Por las noches de calor y ranas que animaban con su canto a los mosquitos, la Bajada Vieja comenzó a llenarse de guirnaldas y farolas, con cintas y adornos de colores y brillantes que cruzaban las calles y pendían de árboles y postes. Algunos pocos atrevidos comenzaron a disfrazarse y bailar con tambores cada vez más ruidosos. No tardó en completarse con puestos de comidas y bandas de música que injuriaban a la noche con sus bullicios. Un aire de frituras acompañaba a los timbales y los ritmos chamameceros dibujaban el humo de las parrillas.

Llevados por un entusiasmo contagioso y arrollador la cosa fue saliéndose de madre hasta convertirse en un espectáculo multitudinario al que parecía no faltar ningún habitante del pueblo ni personaje de leyenda. Todo esfuerzo en la algazara valía la pena, pues iba a durar cuarenta días.

Como en toda nueva fe que se precie, algunos fervorosos, en una interpretación extensiva de la prédica chingoliana, introdujeron variantes heréticas y acudían a los fastos asustando con el Toro Candil o disfrazados de Karaí Octubre llevando en un carrito ollas de humeante yopará o liados de Kurupí, sin que faltaran los que montaban la quema del Pitogüe. El Tatá Yehasá estaba rigurosamente dispuesto al final del ancho callejón.

En la segunda noche irrumpieron las carrosas de la estudiantina con reinas de belleza que movían sus cuerpos al ritmo irreconocible de las escolas do samba. Es un misterio de dónde consiguieron los camellos, pero Melchor, Gaspar y Baltazar caminaban sosteniéndoles las riendas y en cada dromedario iban sentados Papá Noel, un Conejo de Pascua y el Payaso Plim Plim. Primer bailarín fue elegido por unanimidad “Enungo”, el enano más alto del mundo y el premio al mejor disfraz se llevaría “Cachabacha”, la desdentada vieja de la esquina que solamente había cambiado su único y negro vestido por uno nuevo y multicolor hecho con los retazos de varios trapos.

Las adivinadoras, antes escondidas, ponían sus puestos en carpas llenas de luces que competían con los titiriteros y las gitanas leían las manos y lucían sus barajas en cada esquina. Toda suerte de empacho era asistido por curanderos al paso y brujas que ataban y desataban nudos de salud, dinero y amor. El almacén del gallego repartía pomos cargados de agua florida: “a veinte cada uno y dos por cincuenta”.

Todas las noches podía adivinarse entre el público y dando volteretas por las calles -sin sus disfraces de rutina- a policías, ministros, sacerdotes y demás autoridades de la cuaresma. Ataviado con brillantes y plumas multicolores San Expedito dirigía el cuerpo de baile de la comparsa el Santo Grial del Clericó. El Gauchito Gil y San Cayetano compartían la misma murga, pero cuando corrió la voz de que un grupo extremista quiso incorporar en la tercera noche la procesión del Corpus Cristi, el gobernador amenazó con imponer el estado de sitio.

─¡Esto no tiene nombre! Se quejó un viejo magistrado que no admitía la jarana ni mucho menos a algunos notables parranderos mal disfrazados que bailaban, reían y cantaban con atuendos de Pombero y Yacy-Yateré.

─En tierra de tuertos, un ciego… Donde abunda la medianía mental y la visión escasa o miope, nunca falta aquel no ve un pito. Cada uno se disfraza de lo que realmente es o más le atrae. Sólo hay autenticidad en el carnaval, el resto del año es pura farsa, replicaba Chingolo.

La transitoria supresión de las jerarquías, la devoción y la piedad, la derogación de las reglas sociales y las desigualdades, el destronamiento de las etiquetas, habían borrado todas las diferencias entre ejecutantes y espectadores que sucesivamente cambiaban de roles sin cesar. Ninguno escapaba al Carnaval Absoluto, todos eran partícipes necesarios de los conjuros del Rey Momo y de su mentor tropical, Chingolo. Nunca se supo a quién citaba cuando decía:

─El carnaval no se representa ni se contempla: se vive en él.

Con rigor de pandemia se expandía la danza de lo profano y lo divino, de ángeles y demonios, lobos y corderos que bailaban y cantaban juntos, amos y criadas que cambiaban besos y risas, diablos abrazados a sacristanes, ricos y pobres indistinguibles, formaban un teatro en que espectadores y escenario estaban fundidos y confundidos. Era la etapa superior del ayuno y la abstinencia. Algunos marineros complotados con los guardias de la marina mercante conectaron una manguera a los barriles de vino anclados en el puerto y se servía en canilla libre.

─Sin Baco no hay fiesta, clamaba Chingolo, mientras escanciaba generosamente el vino en jarras, latas y baldes.

Uno de los mayores atractivos fue un circo completo que, montado sobre tres acoplados, giraba con sus luces, sus payasos, equilibristas y domadores de leones de dos patas y jinetes que cabalgaban en escobas.

De día todo el mundo dormía y reponía fuerzas para reanudar la juerga desde la tardecita. En las siestas alumbradas por un sol desalmado sólo deambulaban los perros y las palomas revolviendo papales llenos de grasa, restos de choripanes mal comidos y retazos de chipas duras como martirio.

Pero un día, al promediar una de las noches más concurridas y felices de las comparsas, el cielo se puso gris y no alumbraban los tiros del caramburú sino los rayos. Un viento frío y fuerte se llevó algunas carpas y arrastró a los miedosos más livianos a retirar sus sillas, envolver sus chucherías y desarmar sus toldos. Con las primeras gotas cesaron los tamboriles y el aguacero repentino y feroz terminó por dispersar la calle y las veredas dejando arrugas en las guirnaldas y empapados los adornos. En pocos minutos sólo el agua bailaba a raudales por las calles, sin faroles encendidos por el corte de energía, con música de truenos y luces de relámpago. Era un martes de carnaval justo cuarenta días antes del Domingo de Ramos.

En los días siguientes llovió copiosamente, el agua del cielo persistió con fuerza y constancia todo el mes. Las farolas de la Bajada Vieja por las noches solo alumbraban las gotas en los ventanales, las calles y los arroyos que se formaban en las cunetas. Pero, como “siempre que llovió paró”, un día salió un sol lustroso que venció a la inquebrantable lluvia. Ya estaba muy cerca el Viernes Santo. El obispo pregonó que la lluvia era una señal divina que puso las cosas en orden, que la extendida y malsana juerga fue lavada y que con sus gotas cesaron los extravíos. Todo volvía a la sensata y sana feligresía. ¡Basta de pitos y matracas! La felicidad es para los tontos.

Pero no sólo el carnaval se había ausentado, se extrañaba como a nadie a su mentor. Todos se preguntaban por él, pues ninguno lo había vuelto a ver desde la noche de la tormenta.

Las sombras se cernían otra vez en el firmamento mental y emocional de los vecinos. Nuevamente la oscuridad sería oscura, cuando hasta hace poco brillaba el sol de día y miles de luces por las noches. Todo y siempre brillaba y era alegre. Pero, ahora, a la locomotora de la felicidad le faltaba su fogonero. ¿Dónde estaba? ¿Le llevó la correntada?

Sin embargo, siempre hay alguien que ve cuando nadie mira. En plena madrugada, al momento del peor arrecio de la tempestad un borrachín que “vivía” en grandes cajas de lata y cartón frente a la casa de Chingolo pudo ver a una oscura camioneta del que descendieron cuatro hombres armados que se metieron violentamente en su casa y que minutos después lo sacaban a rastras y en camisón. Al saber que venían por él, Chingolo quiso adecentarse y en un último acto de dignidad temblorosa -como ha escrito un amigo- con el lápiz labial logró dibujarse una boca bastante cerca de los labios.

Así lo vio y contó el pordiosero “Majín”, miembro de número de la vereda del bar “Ullo” que disertaba en las misas dominicales de la cofradía de bebedores registrados de la Bajada Vieja; esos devotos de credos esotéricos, siempre dispuestos a “creer en cualquier cosa a condición de que fuera inverosímil” y sostener todas las doctrinas asistidos por los incontrastables argumentos que proveen los vasos llenos.

Algunos curiosos aún hoy escarban, en “Babel” y la Biblioteca Popular y los archivos del Diario “El Territorio” en busca de los antecedentes registrados en las crónicas de aquella época. Desde hace tiempo circula mimeografiados el célebre opúsculo que sobre Chingolo escribiera el Profesor de San Vicente: “Y de nuevo, con toda su gloria, volverá a farrear entre vivos y muertos”. Algo así como la segunda venida de Chingolo.

Después de todo ¿qué desalmado podría dudar de las aseveraciones de un menesteroso conservado en aguardiente y de sus precisas alucinaciones sobre un carnaval infinito?


Inédito. Es parte del próximo libro Cuentos de la bajada vieja. El autor publicó además “Los blancos dientes de la autora y otros cuentos”.
Ilustración: Carnaval, pintura de Areu Crespo

Rodolfo Roque Fessler

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