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Cuidado con el tigre

domingo 01 de noviembre de 2020 | 6:00hs.
Cuidado con el tigre

¡Qué tiempos aquellos de la ruta de tierra y los estrechos puentes de madera! Viajar a Iguazú, desde cualquier punto de la provincia, era una aventura. La ruta 12 bordea el Alto Paraná, y ya se sabe cuán lluviosa es la franja altoparanaense, sobre todo el Eldorado arriba, fácil es imaginar los que significaba el viaje a Iguazú por esa ruta, cuando era de tierra. Me refiero particularmente a la ruta 12 porque de todas y con todo era la mejor, la más cuidada, la más transitada. Y porque es el escenario de mi relato.

¿Debo aclarar (lingüista al fin, dialectólogo para más datos) que Iguazú es agua grande, gran cantidad de agua?... Y si lo hago, no he de omitir el detalle de su grafía: i guasú, o formando un solo vocablo: iguasú, pero siempre con ese (s), ya que entre los guaraníes el sonido sonoro zeta (z) era desconocido. La i es gutural, de muy difícil pronunciación para el hispanoparlero.

Y seguimos adelante con nuestro relato.

En una estación de servicio que estaba al borde del camino, en las afueras de Puerto Rico, había un empleado notablemente atento (cosa rara en estas latitudes) que despachaba la nafta y proveía al vehículo de aceite, agua y todas esas necesidades de un automotor en viaje.

Un día de ésos paseaban en auto, por entre los maravillosos paisajes misioneros, unos amigos míos. Naturalmente, las Cataratas del Iguazú era uno de sus más preciados objetivos. Tres personas mayores y un adolescente: el conductor, su mujer, su cuñada (o sea, la hermana de aquélla) y el hijo del matrimonio.

Llegaron a la referida estación de servicio. Los atendió el diligente empleado. Y el conductor, como hombre advertido de las dificultades que podrían presentársele en adelante, formuló la pregunta que a diario formulaban tantos y tantos viajeros con destino a Iguazú, palabra más, palabra menos.

Y… ¿cómo está el trayecto más arriba?

Ha llovido un poco; pero da para pasar. Eso sí; tengan cuidado con el tigre…

Las señoras se alborotaban (moderadamente, no fuera a pensar aquel hombre…), el conductor sonreía entre incrédulo y cauto, el jovencito se aprestaba a disfrutar una aventura capaz de sacarlo del inevitable aburrimiento…

Prosiguieron la marcha. El calor era oprimente. En el interior del auto, la atmósfera se volvía insoportable.

¡Abran esas ventanillas, que se van a ahogar ahí atrás!

¡Dios nos libre! Hasta llegar no las abrimos. ¡Mirá si nos ataca el tigre!...

¡Qué tigre ni ocho cuartos!

Vos debieras ser más prudente y subir la tuya. ¡Si el tigre te salta de golpe, seguro que te arranca el brazo!

¡No quiero ni pensarlo! – terciaba la cuñada.

El sofocón fue tan grande que produjo desvanecimiento en las señoras, mareos en el chico y un furibundo incordio en el buen señor que conducía el auto y que aguantaba, por añadidura, la estulticia de una fábula de índole tan peregrina. Hubo que detener el vehículo, por unos minutos. Accedieron las mujeres a entreabrir las ventanillas. El hombre descendió. Ellas recabáronle la prudencia, vigilante apresto. Sin decir agua va, abrió el chico la portezuela y saltó al exterior.

¡No! ¡Vos no! – gritó la madre, alarmada.

¡Ay, Dios mío! – gimió la tía.

La culpa es tuya. Tu mal ejemplo…

Negro exabrupto del marido, llevó el entredicho al paroxismo.

No fue paseo.

Cuando, ya de vuelta, detuviéronse en la misma estación de servicio, a la entrada de Puerto Rico, el hombre recriminó con acritud al gentil empleado, “por lo del tigre”.

¡Pero no, señor! – se defendió el dependiente – Yo no le dije por ese animal, sino por la empresa EL TIGRE… ¡Hay que ver cómo andan esos ómnibus por la ruta! ¡Un peligro!

El relato es parte del libro: Paisaje de luz. tierra de ensueño, cuentos. Santa Fe, Ed.Colmegna, 1985

Hugo W. Amable

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