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Ya casi no hay primavera

domingo 25 de octubre de 2020 | 6:00hs.
Ya casi no hay primavera
Foto: Natalia Guerrero
Foto: Natalia Guerrero

Los domingos, el único colectivo que llega a la terminal del pueblo es el de las cinco de la tarde. Ahí está. Son las cinco menos cuarto y acaba de entrar. Con las ruedas arrastrando el barro de las picadas, el bondi se estaciona lento en el pequeño playón. Se abre la puerta y el chofer baja a fumar. Pocas personas en la galería. Frederika, la anciana que vive en la terminal desde que se le incendió su rancho, está sentada en uno de los bancos junto a sus trastes y la novedosa presencia de un perrito blanco que encontró esta mañana en el pueblo. Cavila y habla sola, meneando la cabeza por momentos, en negativa señal de preocupación y agobio. Repite las viejas frases en alemán que le oía decir a su abuela cuando era una niña y en su casa casi no se hablaba de otra cosa que la guerra. Fix und fertig sein, fix und fertig sein, dice, y se lleva una palma a la frente. El perrito, desde su caja, la observa quieto.

En el banco de al lado, Mirna reza un rosario en silencio. Desliza por sus dedos uno a uno los eslabones de ese rosario de plástico, mientras sus labios se mueven veloces, emitiendo un sonido casi imperceptible. Su hija María, de 8 años, está sentada a su lado, completamente absorta su mirada en el perrito blanco. El viejo motor del colectivo aparcado domina, musicaliza todo con su tos de aceite. Un baqueano de ropas enverdecidas de trabajar todo el día en el tesal, permanece de pie, apoyado contra la columna y con la vista extraviada hacia la copa de los eucaliptos, que el viento primaveral mueve graciosamente. En un rincón, el chipero Luis, a quien le han sobrado unas cuantas chipas de ayer, se predispone a juntar su canasto e irse, ante la evidencia de que hoy nadie comprará esas chipas duras.

El chofer aplasta con el talón su colilla y sube al colectivo. Mirna guarda su rosario, se pone de pie y le tiende la mano a su hijita. Ich glaub mein Schwein pfeift, Ich glaub mein Schwein pfeift (1), divaga Frederika en su delirio. Hace calor en Misiones. Ya casi no hay primavera. Del invierno, casi sin temperaturas realmente bajas, se pasa al calor veraniego sin escalas. Luis es el primero en subir. Saluda al chofer y va a sentarse al fondo, donde caerá dormido de inmediato. María, en un movimiento decidido y aprovechando el desvarío de la vieja Frederika y la distracción de su madre al buscar el dinero para pagar los boletos, saca al perrito de la caja y lo esconde en su mochila.

El colectivo arranca con rumbo a la colonia. El cachorro empieza a chillar. María lo saca de la mochila y le acaricia la cabeza. Su madre le reta. Pero el sermón no dura mucho porque debe completar el rezo del rosario. María es feliz con aquel animalito pulgoso en el regazo. Llegan a la colonia. Al bajar, el chofer enciende otro cigarrillo y cuando la niña María baja, él le dice algo al oído. En pocas palabras, le explica que ese perrito podría ser la única compañía de la señora que vive en la terminal. María asiente y le entrega el perrito. Su madre sonríe al chofer. Éste nota el colorido violáceo y la leve hinchazón de los contornos del ojo de aquella mujer. Le duele verla así. Ella se avergüenza y baja la mirada. Madre e hija se pierden en la picada. El colectivo se aleja en dirección contraria.

A la mañana siguiente, Frederika despierta con las lamidas del perrito blanco sobre su rostro agrietado. Dice contenta: ¡Ich glaub mein Schwein pfeift! ¡Ich glaub mein Schwein pfeift! (2)

(1) Latiguillo alemán que se usa para expresar, mas o menos, que una persona está agotada, que no da más.

(2) Significa “creo que mi cerdo silba” y se usa para expresar sorpresa.

 

Alvez nació en Posadas. Es periodista. Tiene publicado los libros Urú y otros cuentos y Descubiertero.

Sergio Alvez

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