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El trabuco

domingo 25 de octubre de 2020 | 6:00hs.
El trabuco

Amanecía sobre el río. Los primeros rayos del sol, teñían de rojo las aguas. Junto al muelle se mecía, listo para zarpar, el viejo barco, rumbo al Alto Paraná. Ya habían subido los mensú, cargando las mercancías y sonaba ya la primer sirena que anunciaba la partida. Por la Bajada Vieja descendían presurosos los coches con los últimos pasajeros.

El movimiento en el puerto era incesante y bullicioso. Podían escucharse, desde la distancia, los sapucay de despedida de la peonada embarcada.

Desde una de las ventanas del Hotel Roma, la mujer contemplaba el espectáculo. Pero no era en eso, en lo que pensaba en aquellos momentos.

Agobiada, resentida y dolorida, pensaba en su hombre, y en lo mal que se había portado con ella. Aunque en realidad y reflexionando mejor, no cabía esperar otra cosa de Idalino Brizuela, dadas las circunstancias.

Así rememoraba los momentos pasados la noche anterior. Momentos felices, de los que fueron testigos esas mismas paredes descascaradas, que ahora –indiferentes- contemplaban su angustia.

Pero como siempre, como tantas otras veces, llegó el nuevo día y con él, la despedida inevitable. Como tantas otras veces, sí, pero con Idalino era diferente. Nunca, desde que dejara su pueblo en el Paraguay, arrojada por la asfixiante miseria, había llegado a querer así a un hombre.

Es que Idalino era diferente, diferente a todos los que había conocido durante los dos años que llevaba ya en la Bajada Vieja. Idalino Brizuela era un señor, un verdadero “caray”. No sólo ahora, que era encargado de aquel obraje en Puerto Aguirre, sino antes, en el Paraguay.

Allí había sido militar, hombre del legendario General Caballero, y aún había hecho la guerra en su juventud. Por eso había sentido como una puñalada, cuando después de varias semanas de convivencia Idalino le dijo:

-Bueno, mi hija, ésta es la última noche…mañana me vuelvo al Alto Paraná.

-¿Solo?- preguntó ella, insinuando la leve esperanza que abrigaba, de que el hombre la llevara con él.

Pero el capataz de la Forestal fue inflexible. No valieron llantos ni súplicas; con las primeras luces del día, abandonaba el Hotel Roma, para dirigirse al barco.

La reacción de Elsa fue irreflexiva, aún no llegaba a comprender cómo había podido hacer aquello. Antes de que Idalino se fuese, ella lo llamó y le entregó aquel viejo revólver, que guardara como una reliquia desde que viniera del Paraguay.

-Tomá, llevala como un recuerdo mío. Era de mi padre, y es lo único que me quedaba de él.

El hombre iba a rechazar el obsequio pero a la vista de la magnífica arma, vaciló. Cambió de idea y la aceptó, dando las gracias, prometiendo acordarse de ella y aún de volver en cuanto tuviera oportunidad de bajar a Posadas.

Elsa sabía que ello no era cierto y que nunca volvería a verlo. Por eso, ahora, acodada en la ventana del viejo hotel, contemplaba dolorida, como el barco se alejaba lentamente, remontando el río.

Pasaron los días… allá en el obraje de Puerto Aguirre, la vida transcurría dentro de la monotonía de siempre.

Idalino Brizuela continuaba siendo el respetado y temido capataz, el hombre de confianza de la administración, famoso por el rigor con que trataba a la peonada, por la celeridad y eficacia conque cumplimentaba toda la tarea –fuese de la índole que fuese- que le encomendaran los patrones.

Pero, y a pesar de ello, si bien se había ganado el aprecio de los superiores, los mensúes que al comienzo lo respetaban, terminaron por odiarlo.

Brizuela parecía no darse cuenta de ello.

-A estos brutos no hay que darles la mano- solía decir- porque después si te descuidás, te sacan un dedo.

El medio ambiente, agreste y hostil, hacía el resto. Allí no era posible ser bondadoso, aunque en verdad, nadie había intentado serlo.

Por eso Idalino Brizuela era inflexible como lo fue aquel día en que Juancho, el pobre Juancho, el más humilde y sumiso de los mensús, le fue a pedir un vale para la cantina.

-Pero chamigo, vos ya sacaste cinco vales, a cuenta de esta quincena.

- Don Idalino, tenemos el gurí muy enfermo…tuvo fiebre todo el día, este vale es para algunas pastillas…

-Nada, esta quincena casi no se trabajó por la lluvia.

-Por favor, don Idalino, que se nos muere el gurí.

-Te digo que nada…la culpa la tenés vos por hacerte de mujer, idiota…

Brizuela dio media vuelta y dejó plantado al pobre infeliz. Juancho comprendió que era inútil insistir. Demasiado conocía el brillo siniestro que tomaban los ojos del capataz cuando se enojaba.

Volvió al rancho, pensando que sólo un milagro podría ahora salvar al pequeño.

Pero el milagro no se produjo, como también resultaron inútiles todos los esfuerzos de la vieja curandera. A la noche siguiente lo velaban a su hijo.

Fue esa noche, cuando Juancho dejó de ser el infeliz mensú, inofensivo y obediente. Ciego de furor, se dirigió sin vacilar, hacia la administración, sin que nadie lo viera, pero no sin antes ocultar bajo sus ropas el afilado cuchillo de monte.

Brizuela le abrió la puerta, maldiciendo por aquel borracho, que presumiblemente venía a pedirle otro vale, para comprar más caña para el velorio.

Pero al ver brillar el cuchillo en la mano de Juancho, viejo conocedor de las reacciones de aquellos hombres no titubeó y presuroso volvió al interior de la casa.

Sobre la mesa, vio el revólver que le había regalado aquella mujer, Elsa, allá en Posadas, y que él, momentos antes, sin tener otra cosa que hacer, por la lluvia intermitente que caía desde varios días atrás sobre el obraje se disponía al fin, a revisar. Tomó el arma y vio que estaba cargada.

-Mejor que mejor- pensó para sus adentros-. Le voy a dar a este desgraciado, un susto que ni el diablo se lo va a curar.

Sin titubear, amartilló el arma, y apretó el gatillo apuntando hacia los pies del peón…una tremenda explosión retumbó por todo el obraje, acompañada por el desgarrador grito de dolor de Brizuela.

El arma acababa de reventar en su mano, destrozándole el rostro las esquirlas que volaban por todas partes.

Nadie en el obraje se explicó después cómo había explotado el trabuco. Fueron inútiles todas las deducciones, y terminaron por achacar la explosión a un castigo del cielo.

El “caraí” Brizuela, se lo merecía, por demás- murmuraban durante mucho tiempo, los mensús.

Pero no era un castigo del cielo. Era la venganza de aquella mujer abandonada, allá lejos, en el Hotel Roma de Posadas.

Elsa, cuando regaló el arma a Brizuela, no le dijo que esta no se podía usar. Que, desde que llegó a poder de su padre, entre los rezagos abandonados por las tropas del Mariscal López en retirada, lo fue por inservible.

Que, en varias oportunidades, aquel había tratado de destrancar el caño obstruido, pero siempre con resultados negativos. Hasta que se cansó de su empeño y lo conservaron solo como una reliquia.

Pero, en los obrajes del Alto Paraná, todos siguieron creyendo que era un castigo del más allá. Y tal vez, haya sido mejor que así fuera…


De la Revista Puente Nº VI año 1973. El autor ha publicado “Tabaco Pito” (1971) y “La Iglesia Cerrada” (1978) ambos de cuentos.

Gerardo Centeno

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