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Tenebrosa lucha entre Amatista y el caos

domingo 18 de octubre de 2020 | 6:00hs.
Tenebrosa lucha entre Amatista y el caos

Desde los orígenes de los tiempos el universo está en un delicado, sutil y hechizado equilibrio. El día y la noche se alternan, el nacer y el morir son el blanco y el negro de una misma realidad. En cada gota de rocío, que refleja el sol en su multiplicidad de colores, sucede la certeza de un todo, de una grandiosa unidad que cohesiona el antes y el después, el ahora y el siempre.

En las cascadas en las que se despeñan las aguas del grandioso Iguazú está la clave, el secreto y el misterio de esa cohesión. Tan solo los vencejos y los colibríes saben de este enigma, es más, ellos son los mensajeros, los ángeles y los repartidores de esta verdad. Cada mañana miles de estas aves se lanzan meteóricamente a recibir de la gran autoridad el mandato, la orden o la misiva que mantiene al todo en funcionamiento.

En un día cualquiera los guardaparques, los turistas y los administradores del parque nacional ven tan solo caer agua. Pero si uno se detiene a mirar más allá del sutil velo que esparce el agua, vería misteriosas fuerzas que caen desplomándose con las aguas de las cataratas. El observador tan solo ve caer agua marrón, pero si se detiene, si tan solo prestara atención unos segundos a las gotas que se desploman, observaría en ellas extraños destellos flotando entre la verde vegetación y las negras rocas de basalto. Por otra parte, si entrecerrara los ojos y mirara a media vista, descubriría que contra la corriente también asciende una extraña fuerza que con lleva magia, vida, sortilegios y extraños avatares desde hace siglos, mas diría milenios o desde los tiempos que están más allá de todos los tiempos. Desde el mismo fondo misterioso y recóndito de las cataratas emana el sortilegio que aglomera y apiña toda la unidad.

Aunque sea difícil de creer, no todos estaban conformes con esta fuerza de unidad que había en el cosmos. Entre árboles, helechos y lianas la bífida Mboí andaba por la selva más enojada que avispa con nido tirado al suelo. No le gustaba esa fiesta de equilibrio y orden que había en toda la selva. El sol salía puntualmente todos los días mientras que la luna, Yasí, se ponía en el horizonte del oeste. Los pájaros de la noche, el urutaú, la lechuza y el caburé, se iban a dormir y los del día comenzaban su canto en perfecto orden, uno tras otro. La serpiente con sus ojos ambiciosos se paseaba nerviosa odiando ese despertar de la naturaleza que se expresaba con todo su esplendor saludando al día que en su equilibrado orden nacía. Arrastrándose con sus pensamientos diabólicos no podía tolerar tanto orden, su maldad la impulsaba a creer y a querer aquello que no funcionaba. Prefería el anochecer al amanecer, el silencio al canto de los pájaros, el arrastrarse por el piso al salto divertido de los Tití entre las ramas, al veneno toxico de sus dientes a la savia fértil de los helechos y las orquídeas. Mientras meditaba sobre esto comenzó a preguntarse: ¿Quién establecía este equilibrio?, ¿Porque el sol salía con su brillantez y su fuerza creadora cada mañana?, ¿Cómo sucedía esto, de la continua germinación de las semillas? y ¿Porque de los huevos empollados en los nidos nacían polluelos de pájaros que inundaban la selva de cantos y colores que ella tanto odiaba? Preguntó a Dios y a medio mundo. Dios le contestó con una amplia sonrisa silenciosa y el medio mundo con una callada mirada encubridora. Inquirió a las plantas, tironeaba de las lianas y de los Isipós, a cada pájaro, coatí y yaguareté encaró con su investigación, hasta que en una mañana fría el lagarto largó una verdad a medias.

-¡Tenés que buscar en la profunda garganta del mismo Lucifer…!

-¿Acaso es esto un acertijo? -le preguntó Mboí al asustado lagarto, que de un coletazo se escondió en una cueva cerrando la entrada con muchísima tierra bien colorada y unas piedras de Tacurú densamente negras.

Rabiosa, la odiosa serpiente, se metió al río y nadando en las aguas descubrió a los vencejos y a los colibríes sacando de debajo del velo, que se despeñaba desde las rocas, pequeñas y brillantes gotas. Cada uno de los pájaros que se metía debajo de las cataratas volvía al rato con algo en el pico y partía raudo hacia el mundo fértil y lleno de vida de la selva. Intuyó, casi diría que presintió, que las oscuras avecillas llevaban en sus picos los orígenes de la vida y las directivas a la naturaleza que estaba metida en la selva misionera. Sigilosamente se acercó a una de las barrancas y con un certero zarpazo de sus fauces cazó a uno de los vencejos que salía distraídamente de detrás de la acuosa cortina. Lentamente hundió al pobre pájaro, apresado entre sus dientes, al agua, sacándolo luego de ver que los ojos del pobre animalito se le ponían blancos. Del pico del vencejo cayó el destello rosado con la directiva a un Lapacho para que fuera abriendo sus flores rosadas al cielo azul.

-¿Vas a confesarme de donde traen estas directivas? ¿Me vas a decir la verdad de donde tienen estas gotas de luz y de vida que sacan de debajo de las cataratas?

El pobre pajarillo, de brillosas plumas negras, confesó que debajo de la garganta, donde caía toda la fuerza del agua, había una piedra de amatista del tamaño de un puño cerrado de la cual emanaba toda orden, toda directiva y toda fuerza creadora que generaba y daba lugar a la vida en la naturaleza. Todo el funcionamiento y la dinámica de existencia de la selva partían desde esta piedra. Los vencejos y los colibríes lo único que hacían eran recibirlas y repartirlas.

-¡Que torpe soy, no soy capaz de resolver este acertijo! Ya me lo había dicho el lagarto, ¡claro! ¡Voy a tener que raptar a esta piedra y tener el poder por sobre toda la naturaleza y lo voy a hacer ya! –gritó a viva voz.

Soltó al alicaído pájaro y salió nadando por entre las pequeñas corrientes que bajaban impetuosas por las barrancas. Pero la gran cantidad de agua que caía sobre ella no le permitió que avanzara. Esperando a que se le ocurriera alguna idea vio salir a la luna desde el este, de entre los gigantescos árboles que rodean las cataratas. Esperó a que subiera bien alto y se paró frente a ella.

-¡Necesito que deje de llover! ordenó a la luna.

-No puedo, ya que todos los animales, las plantas, los arroyos y los ríos dependen de las lluvias que yo les envío.

-¡Necesito que deje de llover! insistió el execrable ofidio.

-No puedo, volvió a insistir la luna desde lo alto del cielo.

-Entonces voy a contar al sol tu infidelidad con las luciérnagas. -Mboí haciendo uso de secretos no contados chantajeó a la luna. Sabía de los enamoramientos y de los encuentros furtivos de la diosa blanca de la noche con los enamoradizos y bien ataviados bichitos de luz, que la galanteaban bailando con ella durante las noches de verano.

-¡No, no puedes hacer esto! ¡Está bien, voy a hacer que no llueva por un par de meses, pero solamente esto, después todo volverá a la normalidad! y ¡mucho cuidado de contar algo al sol!

Haciendo latiguillos con su lengua partió contenta la enemiga del orden hacia las caídas de aguas del río y se enroscó sobre una de las piedras negras que estaban brillosas por la caída del agua. Esperó pacientemente un mes, dos, casi tres hasta que los arroyos se habían secado. Era tanta la sequía en este lugar que los cactus de la selva colgaban torcidos buscando agua en el suelo con las puntas de sus ramas. Los pájaros saltaban de piedra en piedra buscando los lugares donde antes estaban las vertientes de los arroyos y no encontraban una sola gota de agua. Las mojarras y los pequeños bagres eran presa de sus depredadores al quedar descubiertos por la falta de su vital medio de vida. El río Iguazú había perdido todo su caudal, de las caídas de agua no había ni rastros. Los vencejos y los colibríes estaban desorientados ya que sus lugares de refugio habían quedado a la vista de todos y las águilas venían a los nidos a rapiñarles sus crías.

La sierpe, con su partida lengua oteando al aire, lentamente se desenroscó y bajó a las profundidades de la Garganta del Diablo. En una lúgubre cueva y entre un montón de pedregullo de basalto encontró acomodada a Amatista. La piedra rosada, casi violácea con todo su esplendor, con todo su brillo, con todas sus fuerzas y su capacidad de generar y regenerar equilibrios brillaba lustrosa. No era más grande que un puño, pero en su brillo se reflejaba estas ganas que tenía de dar vida y poner orden al cosmos. La luz que emitía contenía el deseo de que los borrachos se vuelvan cuerdos, los espasmódicos se tranquilizaran y que los rabiosos encuentren nuevamente la paz y la bondad.

La enojadísima víbora primero se paralizó con la fuerza reflejada en la piedra. Luego superó su encandilamiento y enroscándose sobre sí misma atacó a la piedra, la engulló sin dudar, partiendo rápidamente hacia su escondite, segura de tener el control sobre el cielo, la tierra, la naturaleza toda, con sus elementos esenciales el agua, la tierra, la madera y el aire.

Con Amatista bajo su poder comenzó a generar maldad. Lo que estaba unido se desunió, lo que estaba acordado comenzó a desacordarse y lo que estaba en amor se volvió odio, encono y violencia. Hermanos que se querían mucho de repente se ponían a pelear y no se reconciliaban más. Parejas en las que el amor parecía eterno, se deshacían de un día a otro. Toda la selva comenzó a marchitarse y a ser un gran páramo marchito. Los pequeños pueblos misioneros que eran un solaz de armonía, de canto y de convivencia pacífica, comenzaron a descubrir errores, críticas y motivos para sus desacuerdos que llegaban a peleas entre familias, entre barrios o incluso de un pueblo contra el otro. Todo era llanto, tristeza y desarmonía. Los adultos no percibían esta discordante realidad pero los niños la sufrían.

Los que descubrieron la verdad fueron Katú, el poderoso e inquieto descendiente de los guaraníes y Pietro, el cabeza dura como una piedra nieto de italianos, que estaban jugando en la desembocadura del río. Estos chicos, fuertes, decididos y de férrea voluntad, como lo decían sus nombres, jugaban todas las tardes a la orilla del río y sabían muy bien de sus peligros, pero también de sus secretos. En esta tarde escucharon a la serpiente darle órdenes a Amatista que estaba dominada, encandilada y hechizada por su nueva dueña, que con sus ojos malditos la había hipnotizado y obligado a hacer todo al revés de lo que hacía antes.

-Katú, tenemos que hacer algo para sacarle a Mboí la Amatista.

-Pensá Pietro, a mí no se me ocurre nada…

Mientras pensaban, caminando por entre el pedregullo negro de la costa desecada, descubrieron la veta de barro Ñaú que buscaban. Llevaron un poco para curar al abuelo de una infecciosa herida en el pie. Al volver a la casa se pusieron a silbar un lento y tristísimo chamamé mientras observaban el desconsuelo de toda la vegetación que clamaba por agua, esto puso nerviosa a la nueva dominadora de la vida en el cosmos. Los niños huyeron y se refugiaron en la casa de Katú.

Le contaron al abuelo el percance y este confirmó que no hay cosa que pone más nerviosa a la serpiente que la música, esto la saca de quicio y pierde todo el control sobre sí. El anciano contó a los niños que con tan solo unos golpes del Tacuapú o con las notas de cualquier instrumento la serpiente perdía el dominio y quedaba a merced de quien la encantaba con los sonidos. Ahí estaba la idea, debían encontrar una forma de hacer música para desencajar a la serpiente. Katú se acordó que su abuelo en las noches de luna llena percutía el Tacuapú para convocar a los espíritus que traen la lluvia. Y Pietro en un arranque de recuerdo tomo conciencia que su abuelo italiano sabía tocar el acordeón como los mismos dioses. ¡Seria la oportunidad que se juntaran a tocar juntos! Cada uno de los niños salió a convencer a su abuelo para que con su música rompieran el sortilegio.

La cita fue en el remanso mayor, justo donde termina de correr el arrebatado río y se transforma en un tranquilo hilo de paz para unirse en un abrazo al Paraná. Lentamente el abuelo de Katú comenzó a golpear el suelo. Eran pausadas y suaves vibraciones que salían del Tacuapú, pequeños suspiros que hacían palpitar a cada una de las rocas, a los pedregullos, al agua y a las raíces que aún seguían con vida en el suelo. Estas agitaciones fueron pasando desde los niños a cada uno de los habitantes del suelo misionero que lentamente comenzaron a marcar los pasos respondiendo a las conmociones del ancestral instrumento. Movido por el pausado pero constante golpetear, el viejo italiano que llego con su acordeón, se dejó contagiar por el ritmo y fue marcando con sus dedos cada una de las teclas. El remanso, la selva toda, con las aldeas y las poblaciones de la cercanía comenzaron a bailar, a danzar y a marcar los pasos que surgían de los instrumentos. Desde las tres costas, la brasilera, la paraguaya y la argentina se sumaron otros instrumentos. Guitarras, flautas, trombones y birimbaos, que estaban dormidos en sus aletargados descansos, despertaron de la mano de sus antiguos dueños. Toda la naturaleza comenzó a vibrar al son de la música generada a partir del pedido de Katú y Pietro

Los chicos aprovecharon el éxtasis de la población y de la naturaleza toda para realizar el acto sublime de rescatar a Amatista de su cárcel. Furtivos huyeron de entre la gente y bajaron al agua del río. Con los sonidos que vibraban en el aire, en la tierra y en el agua comenzaron a bailar alrededor de la serpiente. Mboí primero miraba azorada pero lentamente, por el sortilegio de los niños, comenzó a sentir náuseas y a marearse. Pietro fue el que tomo la iniciativa de acercarse lentamente, mientras Katú daba saltos de malabarista frente a la sorprendida serpiente. El acto de tomar la piedra y huir fue parte de la misma acción. Los niños corrieron río arriba, rápidamente se encaramaron a los muros de basalto prendidos de helechos y lianas que colgaban lánguidamente por falta de agua. Arrojaron la piedra al fondo de la garganta del diablo para que todo vuelva a su antiguo y ancestral orden. El sortilegio se hizo luz y energía. Amatista, vuelta a su lugar, comenzó a brillar y a exudar toda la manifestación que hacía falta para la nueva disposición.

La blanca luna, que oyendo la música, se asomó desde el horizonte brasilero y viendo el despliegue de canto y jolgorio, asombrada, descubrió la realidad. Al echar la mirada al fondo de la garganta del mismísimo lucifer se dio cuenta que todo ha vuelto a tener cordura. Jubilosa de alegría dio la orden a las nubes para que se junten. Cada trazo de neblina, cada paño de nubecita desolada se unió a la más cercana y agrupadas fueron generando un cielo blanco de espesos y algodonosos torreones. Una a una se ensamblaron con la otra y con la ayuda de vientos, rayos y truenos lograron exprimirse para dejar caer sobre la sedienta selva toda el agua necesaria. Como un raudal de aplausos cayeron las gotas e impregnaron de vida al suelo, a las vertientes, a los arroyos y a los mismísimos ríos.

Los velos de agua volvieron a cubrir los nidos de los vencejos y de los colibríes que cantando celebraron la vida, que volvió con las gotas. Sigilosas se acercaron a Amatista que yacía en el fondo del negro paredón y fueron recibiendo las ordenes de hacer brotar a los paraísos, florecer a los lapachos y a fructificar a bananos y araticúes. Todo fue una brillosa fiesta de vida, de vergel de flores y frutos, de cantos de aves, que a partir del mandato de Amatista, volvieron a vivir.

Mboí se retiró a lo oscuro de la selva, sigue enojada aún hoy y cuando puede, como expresión de venganza atrapa a algún animal o muerde impregnando de ponzoña a quien pasa cerca de su guarida. Como era al principio todo el orden fue reestablecido por gracia de unos niños y la fuerza de Amatista, que volvió a generar la vida desde la profundidad de las cataratas del Iguazú.

*Con colaboración de Marina Sechiulli.
Von Hof publicó los libros De letras y tierra roja, Siesta en el río de los pájaros, De letras chicas y anotaciones al margen, entre otros.

Waldemar Oscar von Hof

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