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Los hermanitos Ávalos

domingo 04 de octubre de 2020 | 0:30hs.
Los hermanitos Ávalos

Hugo Mitoire

Los hermanitos Ávalos eran nueve; o mejor dicho, fueron nueve alguna vez.

Como habitualmente ocurre en la gente humilde de campo, suelen tener a todos los hijos seguidos, uno detrás de otro. Y así eran estos hermanitos, casi en escalerita. Cuando les ocurrió esta primera desgracia que voy a contarles, el mayor tenía once, y le seguían el de diez, nueve, y ocho; después venían otros tres seguidos, de seis, cinco y cuatro, y lo completaban una nena de dos y un bebé recién nacido, de apenas una semana de vida.

Vivían en Cancha Larga, a media legua de la panadería del tío Aldo, un lugar muy inhóspito y casi inaccesible, donde sólo se podía llegar a pie o a caballo, atravesando montes, picadas y esteros. Desde la panadería, uno podía llegar hasta el ranchito de mala muerte donde vivían, internándose por una picada muy angosta entre montes y pajonales.

El ranchito estaba ubicado a orillas del monte y a unos veinte metros comenzaba un gran estero. El lugar era una pequeña loma pelada de tierra blanca, rodeada de espartillos, cardos y pichanas. Algunas palmeras y un gran algarrobo en el patio. Las paredes de la vivienda eran de enchorizado de barro y el techo de paja; en el marco de la puerta, una cortina de bolsa de arpillera. Tenía un solo habitáculo de unos cinco metros por seis, y allí vivían y dormían todos, los once integrantes de la familia. No había chiquero de chanchos ni gallinero, porque a los chanchos y a las gallinas hacía mucho que ya se los habían comido. No tenían vacas, ovejas ni chivos, y el único caballo que supieron tener, se había muerto de viejo hacía más de tres meses.

El sitio era tan agreste y la tierra tan blanca y reseca que no servía para ningún cultivo y, por lo tanto, allí no podía crecer ni brotar ningún tipo de planta comestible. Los únicos vegetales que abundan en sitios así son los pajonales resecos, los cardales y tunas, y por supuesto, algarrobos, aromitos y palmeras.

Yo recuerdo haber visto ese lugar y el ranchito, una vez que pasamos cerca de ahí con el tío, cuando íbamos a cazar a la Cañada Címbaro: era realmente estremecedor el cuadro, ese paisaje era pura desolación, tristeza y miseria.

Y si ver esto ya causaba una gran tristeza, ni les cuento lo que era ver a los integrantes de la familia: eran espectros humanos, personas que solo tenían piel y huesos, con los ojos hundidos en sus cuencas, las miradas resignadas y perdidas, un andar penoso arrastrando los pies y las ropas andrajosas que flameaban en sus cuerpos raquíticos. Toda esta impresión se acentuaba más aún, porque todos eran muy bajitos: el padre no llegaba al metro y medio de altura, y era el más alto de la familia.

Recuerdo que cada tanto el hombre venía con su hijo más grande a hacer algunas changas en la panadería, y el tío le daba unos pesos y además le regalaba media bolsa con galletas y un poco de grasa para freír. Pero en general, el hombre no tenía ni conseguía trabajo, apenas si cada tanto le daban algunas changas como la del tío; pero con eso, claro está, es imposible dar de comer todos los días a once personas.

Y toda esta situación –ya podemos suponer con toda lógica– desemboca en la falta de alimentación, que rápidamente lleva a la desnutrición, luego al debilitamiento y las enfermedades… y la muerte, claro.

En esa época al país lo gobernaban los militares, y por supuesto, cualquiera puede imaginarse lo que eso significaba: no había ningún tipo de ayuda social ni de asistencia alimentaria, ni nada. No había posibilidad siquiera de reclamar en algún lado. La gente como los Ávalos, de una pobreza extrema y sumida en la absoluta miseria e ignorancia, estaba condenada.

Estos padres, con su ignorancia a cuestas, tampoco atinaban –ni aceptaban consejos o sugerencias de otros– a llevarlos al hospital o a que los viera algún médico. Sólo admitían que sus hijos estaban “un poco flacos” pero que ya iban a mejorar.

Cómo habrán estado de desnutridos, debilitados y enfermos estos pobres niños, que en una semana se murieron tres hermanitos: el de seis, el de cinco y el de cuatro. Los más grandecitos se salvaron quizá por eso mismo, porque eran más grandecitos. El bebé, mal que mal tomaba la teta, y a la nena de dos años, tal vez la protegió Dios.

Esos niños tenían una salud muy frágil, porque estaban tan desnutridos y debilitados, que la menor afección o enfermedad podía desequilibrarlos mortalmente.

Esta historia a mí me impactó como pocas, por varios motivos: en primer lugar, por toda la tristísima situación que rodeaba a esta humilde familia; en segundo lugar, porque los conocía a casi todos, de verlos en la panadería; y por último, porque quiso el destino que yo estuviera pasando unos días en la panadería en esa semana trágica de las muertes. Tengo grabado a fuego en mi memoria, una respuesta que dio el hermano mayor cuando un día vino a la panadería para llevar algunas galletas y mi tía le preguntó por uno de sus hermanitos que estaba muy mal (los otros dos ya habían muerto), y él respondió con lenta y resignada naturalidad y la mirada perdida: “ya patinó ya”. Acababa de morir el tercer hermanito.

Como si esto ya no fuera suficientemente cruel y macabro, de otras circunstancias más habría de enterarme luego. Pocos días después de las tres muertes, la madre comenzó a referirle a mis tíos estas increíbles y espeluznantes circunstancias relacionadas con las muertes.

Contó que todo comenzó un domingo a la siesta, un día de calor infernal; ella estaba recostada en el tronco del algarrobo dándole el pecho a su bebé. Su esposo y algunos de sus hijos andaban por la cañada mariscando, los otros merodeaban en los alrededores, de repente, una figura espectral asomó por uno de los costados del ranchito. La mujer la describió muy alta, de unos dos metros, con una capa negra y portando una guadaña. Solo dejaba ver su rostro de hueso con las cuencas de los ojos vacías. Contó que en ese momento se le heló la sangre de la conmoción y el espanto, que no atinó a hacer nada, ni siquiera a levantarse o gritar; que la figura se le acercó y se paró frente a ella, y con voz grave y extraña le dijo, que venía a llevarse a tres de sus hijos. La mujer, que desde el suelo la miraba con los ojos desorbitados por el horror, rompió en llanto, suplicando e implorando por sus hijos. La figura caminó hacia el monte y desapareció. Que luego de eso juntó a todos sus niños abrazándolos contra el algarrobo, y que los niños no entendían ni comprendían qué le sucedía a la madre para que así, de repente, se pusiera a abrazarlos con tanta fuerza y llorando a los gritos. Cuando su marido y el resto de los niños volvieron, se quedaron con la boca abierta al ver ese extraño cuadro: la mujer abrazando y apretando a los niños contra el árbol. Después de tranquilizarse un poco, le contó al marido la visión percibida, y este le dijo que no hiciera caso, que a lo mejor el calor la hacía desvariar.

Desde ese momento vivía con el alma en la boca, asustada y temerosa de todo, de cualquier cosa, de cualquier movimiento o ruido. Hacia el anochecer de ese mismo día, uno de sus hijos –el de cinco años– comenzó a vomitar y a tener mucha fiebre. Estaba muy débil y apenas si gemía. Le ponían paños mojados en la frente, pero la fiebre no bajaba. Durante la noche el niño no dejaba de delirar y convulsionar. La mujer, en su espantosa desesperación por lo vivido con el espectro, con lo que había escuchado, y con su hijo ahora enfermo, salió al patio en medio de la madrugada; hacía mucho calor y había una gran luna, la mujer caminaba de aquí para allá meciéndolo, como si con eso pudiera calmar o sanar a su hijo, y en eso, desde la penumbra, la gran figura negra del espectro se dibujó en el patio. La mujer ahogó el grito, porque el horror le atenazó la garganta y solo atinó a caerse de rodillas frente a la colosal aparición, que se agigantaba por los reflejos de la luna. La mujer soltó el llanto y comenzó a suplicar con su niño en brazos. “Esta noche me lo llevaré”, dice la mujer que fueron las únicas palabras del espectro, para volver a desaparecer. La pobre madre suplicaba y lloraba en medio de esa inhóspita inmensidad, hasta que su marido salió del rancho para ver qué sucedía. No podía calmar a su mujer, que gritaba, imploraba y sacudía frenéticamente a su niño… que ya estaba muerto.

En la mañana y en medio de un calor sofocante, se pusieron a velar al niño bajo el algarrobo. Habían llegado algunos parientes y conocidos –no más de ocho o diez– y todos estaban alrededor del cuerpito ubicado sobre unas tablas. La madre lloraba desconsolada, cuando nuevamente la figura del espectro apareció caminando alrededor de los presentes. Ella lanzó un alarido señalando con su dedo hacia la negra figura, implorando y suplicando ayuda. Nadie entendía nada, porque nadie veía nada. La consolaron y calmaron, y siguieron con el velorio.

Según mi tía, y ante las preguntas por tan extraño relato, la mujer le aseguraba que ella no tenía dudas de la presencia del espectro, por más que el resto de sus familiares no pudieran verlo. También decía que se desplazaba lentamente, y que parecía no caminar, como si flotara sobre el suelo.

Para el tío Aldo la cosa estaba muy clarita: esa figura no era otra cosa que el espectro de La Muerte, sin dudas. Yo me quedé helado con eso que dijo, y ahí nomás me puse a preguntar más cosas. Me explicó que el espectro venía a anunciar lo que haría, pero que en realidad muy pocas personas pueden tener la capacidad extrasensorial para percibir su presencia, y mucho menos, para escucharlo o comprender sus mensajes. Quizá esta mujer, en extremo desesperada por la situación de su familia, por la condición de sus hijos y la angustia permanente, adquirió esa capacidad de ver y sentir cosas del Más Allá. Me quedé temblando con esa explicación.

A los dos días de esa muerte, la mujer estaba lavando algunas ropas a orillas del estero; y en cierto momento levantó la vista y, a lo lejos, sobre la línea del horizonte y perfectamente dibujada, vio nuevamente la figura del espectro negro. Parecía estar inmóvil y mirándola. La mujer dijo que se levantó y empezó a correr adentrándose en el estero, gritando y llorando, como si con eso pudiera espantarla o conjurar sus designios. Pero cuanto más corría la mujer, más se alejaba la figura, como si siempre estuviera a la misma distancia. Al cabo de un trecho, la mujer, muy agotada, se dejó caer sobre unos juncos y allí estuvo llorando y rezando por un largo tiempo. Cuando volvió al ranchito, su hijo de cuatro años estaba con diarrea (que ya se sabe: en niños mal alimentados, suele ser algo muy grave). La mujer comenzó a desesperarse, y pedía a su marido llevar al niño al pueblo, pero el padre respondía que no había de qué preocuparse, ya que era algo muy común y que siempre terminaban curándose con algunos tecitos o brebajes caseros.

Por la noche, la diarrea continuaba, y ahora el niño tenía mucha fiebre y apenas gemía por la debilidad. La pobre mujer ya se había resignado, y estaba segura del ominoso final. Desvelada y con la angustia atenazándole el cuello, se pasó toda la madrugada caminando en el patio con su niño en brazos, como si quisiera en esas últimas horas tenerlo junto a ella. En algún momento advirtió que el cuerpo ya estaba inerte y comenzó a llorar en silencio.

Pasaron otros tres días y la mujer no dejaba de observar a sus hijos, temía que otro más fuera a morirse; en realidad, estaba segura de que eso ocurriría, y su preocupación por cuidarlos o por estar alerta ante cualquier peligro la consumía de angustia y desesperación. Y el espectro nuevamente se reveló, esta vez, parado en el centro del patio a media tarde. La mujer lanzó un alarido estremecedor cuando lo vio, y todos sus hijos y su esposo corrieron hacia ella, que gritaba y se revolcaba en el suelo lanzando exclamaciones, suplicando y llorando. Luego la calmaron y la acostaron. La mujer, resignada, solo esperaba saber cuál de sus hijos empezaría a enfermarse… y no se equivocaba. Por la noche, el de seis años comenzó con fiebre. Una fiebre que se prolongó por dos días y lo consumió… hasta dejarlo sin vida.

Contaba la mujer, que luego de haber enterrado a su tercer hijo, ese atardecer vio por última vez al espectro: estaba parado al pie del algarrobo, y entre sus brazos tenía, los cuerpos de sus tres niños.

El relato es parte del Vol. 7 de los Cuentos de terror para Franco. Editorial De La Paz. Resistencia Chaco 2013
La ilustración es de Maco Pacheco
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