El valor de una historia

domingo 27 de septiembre de 2020 | 5:30hs.
El valor de una historia
El valor de una historia

Marcos Lagardo Gómez

Su nombre era Minka Bosko. La conocí en una de esas extraordinarias y fortuitas ocasiones en las que uno tiene la singular fortuna de coincidir con otro ser humano en la búsqueda del mismo peculiar volumen. Por aquel entonces ella tenía 92 años de edad y residía no muy lejos de la Biblioteca Nacional de Polonia, la cual yo había decidido visitar durante mi último viaje al aludido país centroeuropeo.

Minka era una mujer venerable, enérgica y gentil que frecuentaba diariamente la biblioteca a tal punto en que se había convertido en una suerte de celebridad que disfrutaba de cierto renombre. Se trataba de una señora de estatura media y contextura robusta, aunque no lo suficiente como para ser confundida con alguna de las creaciones de Botero. Naturalmente contaba con una considerable cantidad de tiempo libre, el cual invertía regularmente en devorar los cientos de libros que descansaban en los anaqueles de la vasta biblioteca y en entablar eventuales conversaciones con los lectores que se aventuraban a deambular por los pasillos.

Un buen día tuve el privilegio de conversar con aquella distinguida señora. Minka compartió conmigo diversas anécdotas, cada una más fascinante que su predecesora y todas ellas teñidas de agudas ocurrencias, conmovedores episodios, divertidas bromas y elocuentes moralejas. Sin embargo, una de ellas quedó arraigada firmemente en mi memoria e incluso llegó a redefinirme significativamente.

Minka había nacido en Polonia, exactamente en la ciudad de Varsovia. Era de ascendencia judía, lo cual ella afirmó con gran orgullo. Y pese a que durante su senectud vivía apaciblemente en compañía de sus seres queridos en la comodidad de su departamento sobre la calle Filtrowa, no siempre había sido así. Ella, al igual que el resto de la población judía que residía en la capital polaca, había sido obligada a habitar en el getto de Varsovia, uno de los más de 400 gettos que habían sido establecidos durante el tiempo de la ocupación Nazi.

La vida no era sencilla en el interior de aquellos miserables distritos urbanos en donde la misericordia y la compasión no eran más que conceptos abstractos y sonreír o soñar eran lujos inasequibles. Hasta una rata que habita el sótano del más lúgubre, húmedo y nauseabundo tugurio de Cracovia podría gozar de una calidad de vida superior a la de aquellas infortunadas almas que fueron forzosamente recluidas en aquellas repugnantes circunscripciones.

En efecto, miles de personas se encontraban hacinadas y expuestas al hambre, los crudos inviernos, la fiebre tifoidea y la falta de higiene. Los brotes epidémicos y la alta mortalidad eran tan frecuentes como los maltratos y los estómagos vacíos. Dentro de aquellos muros, portones y rejas, el panorama era cruento, la esperanza era escasa y la libertad era algo utópico. Hombres, mujeres y niños fueron todos reducidos a deleznables parias atormentados por el terror y la angustia. A estos seres desdichados la dignidad les fue enteramente arrebatada y negada a pesar de que la única “culpa” que tenían recaía en el hecho de manifestar una ideología diferente a la del implacable régimen de turno.

Minka había sido una de las almas afortunadas -si es que se puede extraer algo digno de fortuna de la experiencia de morar en un getto- que había sobrevivido a lo que se conoció como “Solución Final”, librándose así del nefasto desenlace que le hubiese esperado en los campos de concentración y trabajo de Poniatowa, Majdanek y Trawniki, o aún peor, en el infame campo de exterminio de Treblinka.

En 1943, tras una funesta e infeliz estadía, y poco antes de que la “Gran acción de realojamiento” la obligara a ser deportada a un campo de exterminio, ella finalmente pudo ser libre gracias a lo que se conoce actualmente como la mayor acción de la resistencia judía contra el genocidio: el Levantamiento del getto de Varsovia. Así es, tras el comienzo de dicho levantamiento y la consiguiente toma del getto que tuvo lugar en enero de aquel año, decenas de los que alguna vez fueron 500.000 cautivos lograron resistir el inclemente contraataque alemán iniciado el día de Pésaj del 19 de abril. En aquella arriesgada misión de supervivencia y resistencia, los confinados contaron con el amparo de la Armia Krajowa, las brigadas polacas y la intrincada red de bunkers de la que disponía el getto.

Ahora bien, entre las diversas vivencias que Minka compartió conmigo en relación al getto, una tuvo un especial impacto en mí. Al cabo del primer cuatrimestre de su forzada e injusta reclusión, ella tuvo la dicha de encontrar un libro. Ese pequeño y maltrecho volumen tuvo en su persona el efecto de un bálsamo revitalizante. En un tiempo en el que creía que su existencia carecía de razón, sentido o propósito, ella halló en sus páginas un motivo por el cual seguir luchando.

Aquella copia de “El Profeta” no era simplemente un vehículo de esparcimiento que podría garantizar cierta clase de satisfacción transitoria. Era mucho más. El libro escrito por el memorable “poeta del exilio”, el libanés Gibran Jalil Gibran, era un recordatorio de la humanidad corrompida y olvidada. Representaba la esperanza, luz que resplandece en medio de las tinieblas de la incertidumbre. Efectivamente, Minka comprendió que era momento de sobreponerse a la adversidad, persistir y resurgir.

Si bien carecía de tiempo de ocio durante el día ya que, junto a los demás cautivos, estaba obligada a concretar una serie de labores bajo una rígida vigilancia, ella decidió sacrificar sus horas de sueño con el objeto de consagrarlas a la asidua lectura del ejemplar. Antes de que despuntara el alba, ella ocultaba la obra diligentemente en cierta cavidad que había detectado en la pared ubicada detrás de su camastro. Aprovechando los efímeros lapsos de tiempo en los que la guardia flaqueaba en su zona, Minka les narraba los pasajes que había leído en la víspera, tarea que su audiencia esperaba con ansias. Durante las siguientes jornadas perseveró sin falta. Incluso después de haber llegado a la página final del libro, ella no claudicó. En las semanas consecutivas, se dedicó a compartir las historias que sus antepasados alguna vez le habían relatado y hasta se aventuró a ser artífice de sus propias diégesis.

Por supuesto que tanto ella como sus camaradas estaban conscientes de los incontables y cruentos castigos que podrían recibir si su acto rebelde era descubierto. No obstante, aquella era una causa integra, justa y legitima por la que valía la pena no desistir pese a los innumerables riesgos que suponía, los cuales indefectiblemente podrían concluir en una aciaga muerte. Afortunadamente éste no fue el caso y una buena parte de los hombres y mujeres que habían escuchado sus relatos recordaron la legitima valía y la formidable fortaleza que su gente alguna vez había tenido, y paulatinamente empezaron a aunar esfuerzos en pos de asegurar la concreción de una convicción suprema: contemplar un nuevo amanecer en un mundo libre.  Así fue como estas personas tomaron la decisión de forjar las bases de los grupos disidentes que luego conformarían la denominada “Resistencia Judía”, la que oportunamente haría frente al canalla de Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS.

Es genuinamente admirable como un pequeño acto rebelde puede devolver la esperanza al alma de un pueblo mutilado. Me fascina pensar en la valentía manifestada por aquella gran mujer y sus briosos camaradas, quienes ponían en riesgo sus vidas con el objeto de escuchar una historia.

Ciertamente, la insubordinada decisión tomada por Minka me enseñó una lección importantísima. Sin siquiera anticiparlo, ella me dio a conocer el auténtico valor de una historia. Una historia es más que un medio facilitador de entretenimiento o una distracción en los fatídicos tiempos del aburrimiento. Es mucho más que una manifestación articulada del arte de la palabra. Compartir historias no es un mero placer o un lujo más. Desde luego que tampoco es una tarea cualquiera pues no se trata de una simple narración cuya trascendencia acaba en la última oración. Al contrario, todo relato, verídico o ficticio, es indiscutiblemente la significativa suma de las memorias, los sentimientos, los pensamientos, las creencias, la identidad, la cultura y el saber de las comunidades que componen la humanidad. Compartir una historia con el prójimo es una misión loable y magna. También es un derecho y un deber, un honor y un privilegio.

En definitiva, el valor de una historia es inestimable y honrarlo es definitivamente una de las nobles causas por las que vale la pena apostar la vida.

Relato inédito. El autor obtuvo el Primer Premio en el Certamen de Poesía “Un Tal Cortázar”. Premio Defensoría de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes 2014. Tercer Premio en el Certamen “Un Mundo en mi Biblioteca”.