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La vida de Urbana

domingo 13 de septiembre de 2020 | 3:30hs.
La vida de Urbana

Myrtha Magdalena Moreno

“Pies para qué los quiero si tengo alas para volar”

Frida Kahlo

A Urbana Diaria Errabunda le gustaba viajar pero su sueldo privilegiado (porque ella consiguió y otras no y no porque fuera parecido al de los diputados) no le alcanzaba para dilapidar en ningún tipo de turismo aventura y sí, sólo para vagabundear por su propia ciudad.

Pero esto de andar sin término sólo se le ocurrió a partir de los setenta años, cuando ya no tuvo que pagar pasaje y le gustó, disfrutó de eso que significaba errar sin apuro, contactarse con la gente, con los paisajes sin urgencias, sin el compromiso de volver a su casa o correr al empleo. Era distinto, se sentía libre, estaba cumpliendo en una mediana medida el sueño de toda la vida que, por cambiantes razones, no había podido concretar. Primero fue porque había conseguido un trabajo, después porque se enamoró y el novio y luego esposo tampoco disponía de buenos recursos económicos, aunque en su luna de miel, juntando los sobres que le regalaron en la fiesta, pudieron llegar a las playas de Ituzaingó. Y bueno… después, cada dos años, fueron llegando los hijos, hasta cuatro. Así que los viajes de Urbana se centraron en el lema peronista “de la casa al trabajo y del trabajo a casa” y ella lo cumplía a rajatabla, corriendo para alcanzar el colectivo, empujando para bajarse, corriendo otra vez en su propia casa para cocinar, lavar, ordenar y aguijonear a los hijos para que se bañaran, hicieran las tareas, fueran a la escuela, cayendo rendida, como un tronco al finalizar el día. Ni siquiera se preguntó alguna vez si era feliz, si estaba deprimida, si le dolía algo…No … la vida pasaba y ella trotaba de un lado a otro cumpliendo todas, sí, todas sus obligaciones.

Los años pasaron, quedó sola, los hijos hicieron su vida y, a pesar de que la amaban, no tenían mucho tiempo para dedicarle. Así que… tomó su rumbo, o sea tomó su rectángulo de felicidad, otorgado por la Municipalidad y recorrió la ciudad, gratis. Era un sueño. Lo único que no soportaba era subir en los horarios pico porque los escolares de la primaria o de la secundaria o los jóvenes trabajadores (hombres y mujeres) estaban muy cansados ocupando todos los asientos, los especiales y los normales y, como se hallaban tan cansados, dormían o escuchaban sus auriculares cumbieros, no veían el cabello blanco de Urbana, no veían su rostro, manos y brazos marcados con las huellas del tiempo pasado, del trabajo arduo y desgastante, ni notaban sus tambaleos con el movimiento del vehículo que la desequilibraba y, aunque fueran videntes, tampoco podían sentir el dolor en los huesos que le provocaba la artrosis al estirarse para sostenerse del pasamanos. O quizás pensaban que el color gris dorado de su cabello era producto de una tintura especial, que sus uñas, recuperadas después de varios años de jubilación, bien arregladas porque ahora le alcanzaba el tiempo para cuidarlas, eran el resultado de una cara manicura y quizás esos anillos de bijouterie, uno en cada dedo, menos en el pulgar, eran costosas piezas de joyería. Todos esos detalles quizás eran los pretextos para no cederle el asiento porque lo asociaban con la fortaleza y juventud que emanaba de Urbana aunque ella no lo creyera. Pero su armonía, su felicidad era tan grande que recorría el pasillo dirigiéndose hacia atrás mientras empujaba un brazo con cartera, una mochila gorda de libros y carpetas, codos punzantes, traseros duros e inamovibles por más que solicitara permiso, espacio para pasar.

Cuando consiguió la tarjeta SUBE ella hacía caso a ese rectángulo plástico: se subía a cualquier colectivo que pasara ante su vista, fuera a donde fuera, al centro, a Itaembé, al barrio A 3, a Villa Cabello, a Candelaria, a donde fuera… Así fue conociendo todos los barrios, incluso los nuevos que surgían como yuyos después de la lluvia, los tres cementerios, las plazas, la costanera. Su hija mayor la llamaba todos los días, casi siempre a la noche antes de acostarse y le preguntaba qué había hecho durante la jornada. Decían que se pasaban el “parte diario”. Muchas veces no encontró a la madre y se preocupó. Cuando volvían a hablar, le recriminaba que saliera tanto. ¿Por qué no te quedás a mirar una novela por la tele o invitás a tus amigas a tomar mate o a jugar a las cartas o tejé algo para tus nietos? Tantas cosas podés hacer en tu casa, mamá, en lugar de trotar las calles, ya no estás en edad, quedate un poco quieta. Urbana le decía que sí, que lo iba a pensar y a organizarse pero mentalmente sabía que estaba mintiendo.

Un día, el chofer del colectivo la dejó en un barrio nuevo cuyas casas estaban parcialmente ocupadas. Enfrente de la última calle, se había salvado del progreso un terreno boscoso. El conductor la dejó allí porque no la podía regresar al centro fundamentando que ése era su último destino, el próximo ómnibus llegaría recién en el lapso de tres horas. Decidida a esperar a pesar de la oscuridad, de las casas deshabitadas, de las veredas aún sin iluminación y, sobre todo, alrededor del terreno boscoso, Urbana comenzó a caminar ya que estar parada le causaba dolores de piernas y cintura, total… tenía tres horas para lanzarse a la aventura e investigar ese territorio aún desconocido. Caminando lentamente para no tropezar con desniveles, escombros, restos de las construcciones sintió a sus espaldas una sombra. Al darse vuelta, no vio a nadie pero experimentó un movimiento en el estómago que le subió a la piel como un escalofrío. Sin embargo, siguió caminando, con cuidado todavía pero un poco más rápido. A media cuadra vio movimiento de personas y luces saliendo de una casa. Apresuró el paso y escuchó nítidamente pisadas entre los escombros pero no giró la cabeza, siguió avanzando cada vez más rápido. Llegó a la esquina, faltaban pocos metros para alcanzar a las luces prometedoras de tranquilidad cuando de esa última vivienda, a su costado izquierdo, atronaron ladridos de varios perros que, a través de las rejas se veían negros como demonios en la misma oscuridad, sólo se notaban sus ojos rojos y los dientes afilados, blanquísimos. Dio un salto, el corazón amenazó salirse por la boca, tropezó cayéndose y rodando desde la acera alta hasta el empedrado de la calle. Vio la sombra que la seguía esfumarse en dirección contraria, hacia el bosquecillo y desde la vivienda que viera iluminada corrieron en su ayuda. Sus salvadores la levantaron como pudieron, llevándola hasta el hogar. Palabra va, palabra viene, curándole los raspones, poniéndole hielo en la hinchazón que inmediatamente se le formó, llegaron a la conclusión de que el hombre era compañero de trabajo de su hijo Esteban. Así que, en medio de la noche, la acercaron a su domicilio previo aviso a la familia que ya la estaba esperando en la puerta. Por supuesto, después de variadas recriminaciones, le sacaron la SUBE, le pusieron una enfermera cuidadora, prometiéndole que los fines de semana la buscarían para llevarla a pasear pero… en auto y con sus nietos.

Segunda parte
Nunca le devolvieron la tarjeta SUBE. ¡Pobre Urbana! Pero ella era la paciencia personificada. Así que esperó… esperó…

Su hija pensó que la madre se había calmado, que ya no pensaba en vagabundear (así decía ella, aunque Urbana llamaba a sus salidas “paseos, excursiones, conocer nuevos lugares” y los gozaba como tales).

Un día, Esteban, su primogénito, se puso de acuerdo con la hermana para que una vecina se hiciera cargo de acompañar a Urbana durante el día, en la casa de Angélica que era más céntrica. No podían dejarla sola en su propia casa, desconfiaban de las artimañas errabundísticas. Esta decisión era temporaria ya que los dos debían viajar por motivos laborales. Al enterarse de esta nueva disposición, Urbana sintió aletear su corazón, pergeñando diversos planes secretos.

Sinforosa Ropero se instaló como un vigía profesional, no le sacaba la vista de encima, ni para ir al baño; cuando llegaba ese momento se quedaba al lado de la puerta. Urbana pensó… pensó y se dijo “Toda persona tiene su talón de Aquiles, Sinforosa no será la excepción ¡A estudiar, Urbana Diaria Errabunda, todos los gestos, la actitudes, las palabras de esta persona hasta encontrar su lado flaco!!!” Y por algunos pocos días fue mimosa como una gata obediente, como un ovejero alemán adiestrado en la mejor Escuela de Policía.

Una tarde estaban las dos instaladas en la sala mirando “Avenida Brasil” porque Sinforosa no se perdía un capítulo. De repente tocaron el timbre. Inmediatamente la cuidadora atendió a una adolescente que la trataba con mucha confianza. Urbana, disimuladamente extendió su órgano auditivo hacia las dialogantes, aunque hablaban en murmullos pudo descifrar que en el hogar de la vigía se había producido un problema que sólo Sinforosa podía solucionar. Mentalmente comenzó a rogar a todos los santos: “¡Ojalá tenga que irse y me deje sola!!! Porfi….Porfi”. Bueno… no se cumplió totalmente el deseo de Urbana pero Sinforosa se convirtió en una humilde mendicante suplicando que la dispensara y no le contara nada a la hija porque era indispensable que ella corriera a su domicilio por inconvenientes que sólo ella podría solucionar pero que quedaría la nieta de dieciséis años acompañándola con estrictas reglas como lo dejara bien claro la dueña de casa. Volvería al día siguiente, con el tiempo suficiente para prepararle el almuerzo.

Era jueves… llegó la noche. Su guardiana adolescente enchufada a los auriculares, chateando con el celular, se sentía en su salsa: no había órdenes, no existían chicos gritando, no tenía obligaciones escolares ni hogareñas y la pobre vieja seguro que se iría a dormir enseguida. Muy errados pensamientos de la custodia.

— Hijita, voy a mi cuarto, tengo mucho sueño, estoy cansada. Entendés que los años no vienen solos, traen el agotamiento de la vida aunque ahora no haga mucho. — Propuso hipócritamente Urbana, organizando mentalmente los pasos a seguir.

— Sí, doñita, vaya tranquila, yo me quedo un rato más chateando con mis amigas y después también me acomodo en el sofá… No se haga problema. — Agradeciendo aún más otro beneficio de haberse quedado en esa casa como encargada del “paquete ancianil”.

Urbana dejó su puerta entreabierta, espiando los movimientos de la vigía. Mientras tanto preparaba un bolso, esta vez no pasearía sólo por Posadas y alrededores….

— Jajajaja. Me hicieron prisionera… Creen que soy una vieja inútil que no sé cómo manejarme…Ya verán.

No fue corta su espera. La chateadora fue vencida por el sueño cerca de las cuatro de la mañana. No importa… tenía tiempo.

— No se dan una idea de dónde estaré para el mediodía…Ni con la imaginación de Julio Verne podrán rastrearme.

Salió lentamente, con su bolso marrón con estampado escocés, y su cartera artesanal que había hecho hace mucho tiempo con las tapitas (o abridores) de las latitas de gaseosas y cervezas unidas con hilo negro al crochet. No tuvo que cuidarse mucho. La centinela dormía plácidamente despatarrada en el sofá con los oídos conectados al celular. ¿Será posible? ¿Nunca apaga ese aparato? Va a quedar sorda. Tenía poco dinero pero le alcanzaría para sus propósitos.

Subió a un colectivo que la llevaría a la Terminal de Ómnibus. “¡Ahhhh, qué suerte!!! ¡Es Roberto, el que fuera mi alumno en Garupá!”, pensó y su corazón brincó como en los viejos tiempos de paseos sin horarios ni destinos definidos.

— Buen día señora, ¿cómo le va?

— Bien, querido ¿y vos?

— Bien, trabajando muy a gusto. ¿Adónde va?

— Ayyy, mirá, perdí la SUBE y quiero ir a la Terminal. Tengo que viajar a Iguazú a ver a una prima enferma.

— Pero… no diga más, suba, suba, sin ningún problema, yo la llevo.

— Gracias, mi hijo, que Dios te bendiga. —“Y perdone mis mentiras”, se dijo a sí misma. Cuando bajó ya estaba aclarando lentamente y, después de los agradecimientos sinfín, vio cómo brillaba, llamándola, la carrocería del Río Uruguay. Sintió que la invitaba, que le sonreía prometiéndole deleitosos, verdes y rojos paisajes. En la boletería, la recibieron como una pasajera vip, le dieron a elegir qué asiento prefería, le hicieron descuento por jubilada. ¡Todos los beneficios! “Es como si los ángeles me llevaran de la mano, aprobando mi plan”. Se acomodó arriba, en el primer asiento frente a la ventanilla que la iría hechizando con la naturaleza que hacía muchos años no disfrutaba. Recordaría los recónditos lugares que gozó cuando viajaba con su familia. A su padre le encantaba subir a todos los chicos al auto y llevarlos a cualquier camino hasta encontrar un arroyo cantarino y claro, arboleda tupida para cobijarse bajo su sombra. Sí, además de correr su propia aventura volvería a la infancia tan gitanesca. ¡Qué felicidad! Arrancó el colectivo, eran las seis de la mañana. Se acomodó para volar por el paraíso en alas del Río Uruguay. Tal cual su deseo, su sueño, fue el transcurso del viaje. Llegó por fin al término del mismo. Al término del viaje, al final de ese día… ¿cuántos más programaría? Los minutos futuros lo dirían.

Buscó una cabina telefónica y llamó a su amiga de la infancia que no veía desde hacía cuarenta años: Opalina Rubirosa. Aunque intercambiaron algunos llamados telefónicos y usaron el viejo sistema de las cartas en papel que es llevado al domicilio por un señor llamado “cartero” (¿o no se llaman más así?) extrañaban mirarse al rostro y decirse cara a cara todo lo que querían y contarse los hechos diarios como cuando eran adolescentes.

Opalina no podía creer que su amiga del alma estuviera en su ciudad. Prácticamente tiró el teléfono y corrió a buscarla… a pie nomás porque su casa quedaba a pocas cuadras de la Terminal. ¡Qué abrazo se dieron! ¡Cuántos besos! Las palabras se amontonaban en la boca de cada una trabando las ondas sonoras y poco y nada se entendieron hasta que decidieron continuar la charla en la casa de la anfitriona que de ninguna manera permitiría que Urbana fuera a un hotel. La fugitiva se felicitaba a sí misma por la determinación y el resultado de su plan. Claro que su conciencia le reprochaba tenazmente “¡Sos una irresponsable! (casi casi con la voz de su hija) ¡cómo se te ocurre escaparte así, en el medio de la madrugada como una ladrona!” Y a estos reproches los paraba mentalmente contestando: “No soy tan irresponsable, dejé una carta explicando mis motivos, claro… sin decir adónde me dirigía. Ningún regaño de mi ser culposo ni de una persona de carne y hueso me detendrá. Tengo derecho de disfrutar los pocos años que me quedan de vida, que ni idea tengo de cuántos serán. No soy un ser inútil, sé dónde me muevo, conozco cómo ir y cómo volver. ¡Me quieren obligar a ser una vieja decrépita, dependiente! ¡No señor o señora o señorita!!!! Todavía puedo valerme por mí misma y en este viaje lo estoy demostrando ¿O no?” Estos largos diálogos internos los compartió con Opalina que, como su nombre la pintaba de cuerpo entero, era fulgurante, azulina, irisada para quien supiera ver su aura. Y la alegría le pintaba de rojo las mejillas, tanto que no necesitaba rubor artificial, ni polvos mágicos. Así fue desde chica y su piel se mantenía como Urbana la conoció. Y, juntas las dos, eran una fiesta en sí mismas.

Así que sobre el plan de Urbana se agregaron detalles y otros planes de Opalina que disponía de todo su tiempo para hacer lo que le diera ganas. Sin tiempo que perder, cruzaron la frontera: Foz de Iguazú, a un paso, sólo un puente de distancia. Toda la ciudad, todos los negocios, todo el turismo ofrecido y por ofrecerse fue consumido, gozado y disfrutado por las aliadas. No se dieron cuenta de los días que pasaron, sólo los vivieron intensamente. Una tarde, sentadas bajo el parral de la casa iguazuceña, tomando un tereré de jugo de naranja natural, vieron desde lejos la pantalla del televisor.

— ¡Urbana! ¡Ésa es tu foto! Te están buscando.— Y corrió a elevar el volumen para escuchar los comentarios.

Sí, efectivamente, sus hijos habían denunciado su desaparición. Creyeron que era un secuestro y pensaban que la carta que ella había dejado la habían obligado a escribir los maleantes. Eso es lo que manifestaban los dos locutores de Posadas que repetían la noticia y solicitaban que cualquier novedad la comunicaran a alguno de los dos números telefónicos que mostraban en pantalla.

— ¡Pero cómo pueden pensar eso! ¿Qué me pueden sacar a mí o a mis hijos? No tenemos dinero. Ellos sólo tienen un auto cada uno y ninguno es último modelo, más están en el taller que en uso. ¿No razonan mis hijos? Lamentablemente, Opalina, se terminó la fiesta. Les llamaré por teléfono para tranquilizarlos y volveré. No quiero pensar que regresaré a la prisión a la que me habían condenado. Hablaré con ellos tranquilamente y trataré de hacerles entender que soy su madre y no una niña que deben educar y criar.

Opalina le aseguró todo su apoyo en lo que ella necesitara. Aunque la preocupación por el carácter de sus herederos la había desequilibrado emocionalmente (un poco, no tanto tampoco), volvió a repasar y recordar todos los caminos, los rojos, los miles de verdes, marrones, amarillos, la paleta de un pintor era un pálido reflejo de sus visiones. También retornó a los últimos días compartidos con su gran amiga. No cerró los ojos ni un solo minuto en las cinco horas que duró su itinerario. Bajó del colectivo y ya la familia completa la estaba esperando. Sus sonrisas y la alegría que manifestaron desdijeron el supuesto disgusto por la escapada y también la denuncia que, después se enteró, había sido una jugarreta que hicieron con algunos amigos de un canal televisivo para que ella volviera. Y para lograr su perdón lo primero que le entregaron, antes de subir al auto fue la preciosa SUBE.

Primer premio Concurso “Palabras que brillan”- Centro de jubilados de Posadas

Myrtha Moreno ha publicado Ángeles conviviendo con el síndrome de Rett, Urbana Diaria Errabunda, Ellas, entre otros títulos.

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