Vivencias de un médico entrerriano en tierra misionera

sábado 11 de julio de 2020 | 5:00hs.
A 30 años de haber cerrado un ciclo de mi vida por tierras misioneras, quiero compartir una historia que me marcó a fuego y que ligó mi vida a esa querida provincia. Emigré de mi pueblo costero de La Paz, siendo joven para estudiar medicina en la Universidad de Corrientes. Me recibí en agosto de 1986 y comencé a prepararme para continuar una residencia hospitalaria y obtener así una especialidad en ginecología y obstetricia. Llegó el momento del examen y había muchísimos postulantes para pocas plazas. Rendí, salí bien y por esas cosas del destino, me tocó un hospital de Posadas. A 600 kilómetros de mi casa, con sólo un título de médico bajo el brazo y muchas expectativas.
No conocía la provincia, sólo por referencias de las Cataratas; no sabía nada de su cultura, ni de su historia. Un día nublado de abril de 1987, un colectivo me depositaba en la puerta del hospital. Solo. Con una valija, un bolso y una mochila cargada de sueños. Un gran arco de entrada me recibió; adentro, el hospital Doctor Ramón Madariaga. Mezclado con una gran cantidad de gente, entré. Me dieron una habitación en una construcción de madera (llamada la casita de los residentes), que estaba dentro del mismo hospital, y allí acomodé mis cosas. El lunes siguiente, muy temprano, comencé.
La residencia se realizaba en tres años y arrancamos sin muchas vueltas. Conocer médicos, enfermeras, los lugares como la sala de partos o el quirófano, acostumbrase a esa mezcla de pacientes (algunos rubios hablando un castellano “duro”, otros morenos en lengua guaraní), todo nuevo, había que adaptarse rápido. Esas guardias de 24 horas, donde dormíamos en los sillones de la sala, madrugadas amanecidas con un mate como único compañero, la adrenalina cuando venía una ambulancia del interior trayendo una paciente grave. Sentir la emoción de recibir una nueva vida, cuando un parto prolongado terminaba bien; sufrir la muerte de cerca a la que no estábamos acostumbrados a ver (y a la que nunca me acostumbré); dar una noticia sobre el diagnóstico de un cáncer, sin las espaldas para contener (lo fui aprendiendo) y tantas cosas más. En otras profesiones, se puede hacer, borrar si algo está mal y volver a hacer. Nosotros no. Capacitación, adquirir experiencia (siempre con un residente superior que nos guiaba), pero a la hora de hacer, no se podía dudar. Nos esforzamos y aprendimos.
Nuestro espacio de recreación, era una salida al centro, caminar por las calles y como éramos jóvenes ir a algún boliche a bailar. Aprendí a escuchar el chotis (yo venía del chamamé y la chamarrita), a sintonizar las radios paraguayas y brasileñas, a comprar ropa en La Placita, a comer chipa y también mandioca, a tomar bebida importada (que nos traían de regalo las pacientes paseras, que cruzaban el río en canoa).
De a poco me fui culturizando de esa mixtura que convive en el pueblo. La tierra roja se fue pegando no sólo en el uniforme blanco, sino también en mi alma; junto a esos verdes de monte, entre saltos y cascadas (en  mi zona todo es plano, de tierra negra, y el Paraná avanza sin saltos). Así fue pasando el tiempo. Trabajar duro, capacitarse y absorber como esponjas los conocimientos. Nuestra vida “transcurría” en el hospital.
Hubo profesionales que nos marcaron y que nos brindaron su apoyo. Juancho Carmona, Roberto Boratti, Magno Ibañez, Pianesi, el flaco Esperanza, Víctor Duarte, el bocha De Min y tantos más, que confiaron en nosotros (seguro me olvido de algunos y pido disculpas). Nos apoyaron (por esos tiempos había un staff de médicos de más edad, que nos miraban de reojo). Hubo enfermeras que nos cuidaron como a sus hijos, preparando un mate cuando la noche se hacía larga o dando una palabra de aliento cuando algo no salía bien. La gente del comedor, que nos esperaba cuando llegábamos tarde y nos daban un plato de comida caliente, después de un día agotador. Esas cuatro paredes de madera, donde vivíamos, donde estudiábamos, donde dormíamos exhaustos después de una noche brava. Las secretarias, los de limpieza, los de administración, etcétera. 
Pasó inexorablemente el tiempo y con cada año, se subía de escalafón y aumentaban las responsabilidades. Cumplimos los tres años. Desde ese primer día, sin saber nada, a salir de nuevo con mi valija y mi bolsito. Atrás quedaba una parte de mi vida y en la mochila llevaba la experiencia acumulada que me serviría para desarrollar mi tarea como profesional. Pero no era sólo eso, aprendí a conocer esa hermosa provincia, aprendí a leer sus costumbres, aprendí a descifrar el encanto de sus bellezas naturales, pero también la belleza de su gente. Amable, cariñosa, sensible, de manos tendidas y corazones abiertos. Aunque me fui, nunca la olvidé, y atesoré esos años como unos de los más lindos de mi vida. Hace 30 años me casé con Norma Graciela Potschka, misionera de Aristóbulo del Valle, y nuestras cuatro hijas llevan en su sangre ese mandato ancestral de los gringos y la selva. Cómo no tener siempre presente a Misiones. Mi segunda casa, la que me permitió formar una familia y ser un profesional.
A veces trato de imaginar a esos hombres y mujeres que yo ayudé a venir al mundo y que hoy tendrán alrededor de 31 y 33 años. No sé sus nombres, no conozco sus rostros, pero me enorgullezco en silencio de ser parte de esa historia. Me enorgullezco de sentir a esa Salud Pública (la que me permitió formarme) como herramienta de transformación y crecimiento de un pueblo. Me enorgullezco de haber pasado por el querido hospital Madariaga. Ese mismo que hoy está tan cambiado, tan moderno y con tanta tecnología. Recuerdo que desde la maternidad al quirófano, había como unos 80 metros. Nosotros llevábamos a las pacientes en una camilla que iba a los saltos en el piso desparejo. Había que atravesar un espacio al descubierto y los días de lluvia nos mojábamos con la parturienta camino a la cirugía de urgencia. Había adversidades, pero éramos felices. Todo cambia para mejor, pero no debemos olvidar que el núcleo del sistema está en el recurso humano. Los robots pueden operar, pero el humanismo no es reemplazable. Trabajadores de la salud, del primero en dirección hasta al último que barre; y que a pesar de todo continúan, dejando parte de sus vidas por nuestra gente. 
Agradezco infinitamente a Dios, haberme dado la posibilidad de conocer Misiones, de formarme y forjarme en el Madariaga, de unir mi vida a una misionera. Gracias totales.
Les mando un gran abrazo virtual en tiempos de pandemia, Cuando todo pase, me gustaría volver a encontrarme con toda esa gente maravillosa que conocí y que hace mucho que no veo. Reencontrarnos, compartir un mate, recordar esos tiempos maravillosos y brindar por la vida. Porque de eso se trata, en este corto paso por la tierra. Lo material pasa, lo importante, lo que queda, son los afectos, las vivencias, las cosas simples. Gracias por todo Misiones, gracias hospital Madariaga, gracias a la gente de esa provincia. Los llevo en esa pequeña mochila, que me acompañó siempre. Donde están las cosas importantes, de esas que realmente valen la pena. 
Los quiero mucho. Siempre en mi corazón. Abrazo entrerriano..

Doctor Ramón Belén López
La Paz, Entre Ríos
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