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En la trampa

domingo 05 de julio de 2020 | 1:30hs.
En la trampa

“Llora, llora, urutaú,

en las ramas del yatay…”

Cerquita del arroyo, en la confluencia con el Paraná, apareció el cadáver. Venía medio cubierto de hojas, con ramas, con juncos podridos. El arroyo se llama Monday, “Agua ladrona”, habían querido decir las gentes. Pero esta vez, el lugar de llevarse, el arroyo ladrón traía. Traía este hombre callado, que boyaba lentamente, con las manos atadas a la espalda. Amoratadas, unidas con un trozo de isipó, las manos desaparecían a veces, cuando el hombre parecía mirar el cielo; pero surgían de nuevo, denunciadoras, cuando algún remolino botaba violentamente el cadáver, poniéndolo de espaldas. Estaba casi desnudo. Tenía unos enormes pies que sangraban, tal vez por el roce de los güembés, tal vez por los mordiscos de algún dorado. Después venían unos pantalones rotos, arremangados, que dejaban ver los tobillos y hasta las peludas pantorrillas. Estaban abiertos en la bragueta, y por allí salía un torbellino de negra pelambre que se disipaba como una humareda hacia el vientre, desmesuradamente hinchado. En el medio descansaba el miembro, en posición irregular, ridículamente pequeño, torcido  y  blancuzco. Estaba muerto, también, y daba más idea del cadáver que el cadáver mismo. La faja se había desprendido, y los pantalones iban destrozándose piedra a piedra. Luego venía el pecho desnudo, como de cobre, estirada la piel sobre las costillas hasta dar la impresión de que iba a romperse apenas la tocaran. Pero en el cuello aún conservaba el pañuelo rojizo, anudado, destacándose sobre la palidez cetrina del rostro. Aunque el rostro no se veía, cubierto por el lacio pelo negro volcado sobre la nariz.

Despacio, tranquilo, venía el hombre. El viaje era azaroso y evidentemente él no tenía apuro. Enfiló primero hacia la costa paraguaya y luego fue deslizándose paralelamente a ella. Algún tronco caído lo detenía por momentos, pero luego le franqueaba el paso.

Encontró un zorzalito muerto, que se le apareó, y así viajaron un trecho, el plumaje empapado y yerto junto a la cabeza que el pelo cubría casi totalmente, como una máscara. Después se separaron también, y lo invadió una avalancha de juncos. Se detuvo junto a unos camalotes, pero no le interesaron mucho porque no tardó en proseguir el viaje. Estaba nublado, y luego comenzó a llover. Las gotas caían blandamente sobre la piel, sin molestarlo. Un martín-pescador se acercó, curioseando, apenas terminó la lluvia. Pero el mensú seguía boyando impasible, ahora por la costa argentina. El espectáculo se tornó macabro al salir el sol. Fue un sol brillante, demasiado ardoroso, de tormenta. El cadáver lo recibía impávido, y era terrible ver ese duelo de la muerte victoriosa contra el que imparte la vida. Un remanso lo detuvo largo tiempo, y comenzó a dar vueltas, ensimismado. Giraba y giraba, como impulsado por una brisa interior, fúnebre veleta descompuesta. Finalmente logró salir y continuó visitando con lentitud cada ensenada, cada pedrera, cada saliente rocosa internada en el río, cada una de esas avanzadas de la selva que hunde troncos de su espesa vegetación en el agua. Él iba reconociendo todo, como en una última y conmovedora visita. Después, unas gaviotas que pasaban lo vieron acercarse al canal, y entonces sí que se deslizó velozmente río abajo, en un  torbellino de vegetales podridos y de pájaros muertos y de agua encrespada. De pronto el Paraná hacia una punta aguda, y las gaviotas no lo vieron más. Aguas abajo, el cadáver seguía viajando velozmente, la boca y la nariz hundidas en el líquido cristalino, y cruzados sobre la espalda esos brazos amoratados, esos puños unidos como insultando al radiante cielo.

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