Roberto y su muñeca Nala

domingo 10 de mayo de 2020 | 4:30hs.

Evelin Inés Rucker
Escritor

  uando Roberto eligió su regalo del día del niño en la juguetería a la que había ido con su abuela, una muñeca de plástico, regordeta y con cachetes rosados, extendió sus bracitos pidiéndole upa. O al menos eso creyó ver Roberto.
   Fue corriendo hasta el estante donde estaba sentada y la tomó en sus brazos, la acunó y miró a su abuela a los ojos haciéndole saber que su elección había sido hecha.
   Se escuchó una risita burlona del fondo del local; venía de un muchacho de gorra amarilla que hizo temblar su  bigote al contener una carcajada.
-¡Perfecto! –dijo en voz fuerte y segura la abuela- Es una muñeca hermosa. ¡La llevamos!
   Y tomando de la mano a su nieto, se encaminó hacia la caja para pagar la compra.
   Adela era una abuela sabia, de esas que saben de niños, de juegos y de deseos.
- ¿Ya pensaste qué nombre ponerle? –preguntó mientras esperaba que le dieran el cambio.
- Se llama Nala –dijo Roberto.
   Ahora sí, la carcajada retumbó en la juguetería y el muchacho de bigotes no escondió su burla. Los clientes y empleados se daban vuelta a verlos: a Roberto lleno de ternura con su muñeca en los brazos; al muchacho de gorra que no podía dejar de burlarse. Algunos comenzaron a toser incómodos y, disimuladamente, miraron hacia otro lado.
   Entre las risotadas, que no dejaban de sonar, comenzó a sentirse un silbido entonando una canción de moda.
   Máximo apareció junto a la melodía, desde atrás de unas cajas grandes de rompecabezas. Vestía un uniforme con insignias aladas y cuatro rayas de capitán de vuelo en los brazos de su chaqueta. El kepi de piloto y las gafas lo hacían ver serio, pero la sonrisa inmensa que dirigió a Roberto, iluminó de alegría al local
- ¡Qué linda es Nala! –dijo acuclillándose frente al niño- Me recuerda a la que elegí yo, en este mismo lugar, hace un montón de años. De todos los juguetes que tuve, es el que rememoro con más cariño. La heredaron mis hijas y seguramente estará aún en algún lugar de mi casa. Tendrás que aprender a cambiar pañales y a darle la mamadera; es muy chiquita.
- Sí, sí… -exclamó Roberto, feliz de compartir esta experiencia.
   La cajera comenzó a aplaudir y dos empleados del comercio hicieron lo mismo. La abuela Adela, en puntas de pie, dio un beso en la mejilla a Máximo.
   Al muchacho de gorra amarilla y bigotes, ahora enrojecido de vergüenza, no se lo escuchó más.
- En mi época de niño era más difícil, lo recordará usted –dijo el piloto a la abuela.
   Adela pensó en sus hijos y en ella misma cuando era pequeña.
 -A mí me hubiese gustado jugar con avioncitos –susurró la abuela.
 -Venga entonces, la invito a un vuelo.