Juegos peligrosos

domingo 10 de mayo de 2020 | 1:30hs.
Juegos peligrosos
Juegos peligrosos

Hugo Mitoire 
Escritor

Ese mes de diciembre, con la sequía que ya duraba más de diez meses, el calor y el viento Norte abrasador, era como si a uno lo estuvieran asando a la parrilla. 
En el campo, estos adolescentes no tenían muchos entretenimientos para elegir, ni siquiera amigos cercanos para ir a visitar. Cazar o pescar era la máxima diversión. Para jugar a las cartas, tenían que esperar la visita de algunos amigos o parientes, ya que a sus padres no les gustaba.
Por si fuera poco, tenían casi prohibido jugar con agua porque, culpa de la sequía, era necesario no malgastar. En la casa sólo había un aljibe, que estaba seco desde hacía bastante tiempo, y un motorcito, una electrobomba, que era la que llenaba el tanque de mil litros de agua. 
Los padres todos los días recomendaban a sus hijos ahorrar al máximo, regar sólo las plantas más importantes, no regar el patio, y por supuesto, que ni se les ocurriera jugar con agua.
Ese domingo de diciembre a la siesta, los hermanos estaban más aburridos que nunca. El calor era insoportable, no se podía estar ni a la sombra. Ni se les ocurría ir a pescar o cazar, porque ese calor era muy peligroso.
Uno de ellos propuso:
—Che, vamos a mojarnos un poco…
—Sí, vamos, esto no se aguanta más —contestó el otro.
—Vamos allá, detrás del galpón, y conectamos la manguera en la canilla que está ahí, así los viejos no escuchan nada.
Y allá fueron los hermanos. Llevaron la manguera que estaba tirada en el patio, la conectaron y Javier dijo:
—Che, ¿jugamos a ver quién aguanta?
—Dale —aceptó su hermano.
Roberto agarró la punta de la manguera y la metió en la boca, mientras su hermano observaba y esperaba la orden, agarrando la manija de la canilla.
El juego era quién aguantaba más la presión, sin que se le escapara ni una sola gota de agua. A veces había que tragar un poco para no perder, pero el asunto era que no chorreara nada.
Cuando Roberto hizo señas con su pulgar, Javier abrió la canilla al máximo. En realidad la presión nunca era mucha, menos aún cuando el tanque estaba medio vacío. Ahora al parecer tenía bastante presión, porque a Roberto se le inflaron de golpe los cachetes, trató de aguantar tragando un poco, pero parece que se atoró porque empezó a toser y escupir.
—Perdiste, ahora me toca a mí —dijo Javier cerrando la canilla.
Roberto siguió tosiendo un poco más y se sentó al lado de la canilla, donde no dejaba de carraspear.
—Dale, che, no es para tanto, mirá y aprendé cómo hay que hacer —se burlaba Javier, al tiempo que ponía la manguera en la boca y, aguantando la respiración, hacía señas a su hermano de que abriera la canilla.
Abierta al máximo, Javier resistía sin tragar y sin que se le escapara una sola gotita. Con sus cachetes inflados y rojos, los ojos parecían a punto de saltar, aguantó unos diez o quince segundos, hasta que sacó la manguera y escupió.
—¡¡¡Gané!!! —dijo triunfante, apuntando ahora la manguera hacia su hermano y mojándolo todo. Luego, poniendo el chorro sobre su cabeza, empezó a mojarse y refrescarse.
—Soy un capo —decía y lo cargaba a Roberto.
Como ya se habían refrescado bien, volvieron a enrollar la manguera y la dejaron nuevamente tirada en el patio. Ahora tenían que esconderse hasta que se secaran, porque si no, se iban a ligar un reto de los padres.
A la hora más o menos, ya estaban totalmente secos. Cuando volvieron a la casa, sus padres ya estaban levantados.
—¿Dónde estaban? —preguntó la madre.
—En el galpón —contestó Javier.
—¿Y a vos, qué te pasa? —preguntó la madre a Roberto.
—Nada... ¿por qué?
—Te noto medio pálido. ¿Qué estuvieron haciendo?
—Nada, estábamos hablando pavadas nomás —colaboró Javier.
Roberto, que en realidad no se sentía muy bien, no quería decir nada. Se daba cuenta de que empezó a sentirse medio raro un rato después de haberse atragantado con el agua, sentía como una molestia en el estómago, pero ni loco iba a contar eso.
—Vení, Roberto, vamos a preparar un tereré —propuso Javier, para evitar que les siguieran preguntando cosas.
Sin embargo, antes de que empezaran a tomarlo, Roberto dijo a su hermano que se sentía mareado, con la sensación de tener fiebre o chuchos, y que no tenía ganas de tomar nada.
—Dejate de embromar, no vayas a contar que te atragantaste. Andá a acostarte, y se te va a pasar —aconsejó Javier.
Apenas acostado, Roberto notó que las cosas le daban vueltas a su alrededor. Tenía ganas de vomitar, pero no vomitaba. Empezó a temblar de frío.
—Mamá... vení, por favor. 
Cuando escucharon el llamado, acudieron los tres. La madre fue la más preocupada y el padre propuso llevarlo hasta el pueblo, para que lo viera un médico.
Salieron de inmediato en la camioneta, Roberto, cada vez más pálido, transpiraba y se quejaba de un dolor en la boca del estómago. Se le habían empezado a hinchar los ojos y tenía algunas manchitas en la piel. El padre aceleraba todo lo que podía, la madre lo acariciaba, cada vez con más angustia y Javier empezó a llorar…
—Mamá... Nosotros estuvimos jugando con la manguera y... él se atragantó, parece que tragó mucha agua, porque después no paraba de toser… —confesó entre llantos el hermano.
La madre y el padre lo retaron un poco; pero estaban más preocupados por Roberto, que ahora ya cerraba los ojos, como si fuera a desmayarse.
Llegaron al pequeño hospital, donde de inmediato fue atendido. El médico, apenas lo revisó, ordenó ponerle suero y muy preocupado les preguntó a los padres,
—¿Tomó o comió algo raro?
—No, nada. Solo estuvieron jugando con el hermano con la manguera, y se atragantó un poco con el agua —contestó el padre.
—Pero esa manguera, ¿no tenía veneno ni la usaban para otra cosa?
—No. Aparte, yo también jugué, y tomé el agua de la manguera, y no me pasó nada —dijo Javier.
El estado de Roberto empeoraba. A los pocos minutos, ya había perdido el conocimiento. Su presión era cada vez más baja, le salieron manchas por todo el cuerpo y le empezó a sangrar la nariz.
El médico ordenó su derivación urgente a Resistencia.
—El chico está muy grave y necesita estar en terapia intensiva —les dijo a los padres. 
En pocos minutos prepararon la ambulancia y partieron a toda velocidad hacia la ciudad.
El viaje, que duró casi una hora, fue un suplicio para la madre, que acompañaba a su hijo en la ambulancia. El padre y el hermano los seguían en la camioneta.
Era casi de tardecita, cuando llegaron al Hospital Perrando. Allí ya lo estaban esperando, porque el médico del pueblo había avisado por teléfono que mandaba un paciente muy grave. Lo bajaron y de inmediato lo llevaron a terapia intensiva. Roberto estaba inconsciente, todo hinchado, con dificultades para respirar. Apenas se le sentía el pulso. Enseguida hubo que ponerle el respirador artificial.
Los médicos estaban muy preocupados, pero les hacían cientos de preguntas a los padres y no encontraban explicación.
A las nueve de la noche, Roberto murió.
Los padres y el hermano gritaban, lloraban y se abrazaban, sin poder contener el dolor. Estaban solos, no habían podido avisar a ningún pariente o amigo, solos con su hijo muerto y su infinito dolor. Javier, con sus catorce años, se echaba la culpa de la muerte de su hermano menor, pegaba la cabeza contra las paredes, pedía a gritos y suplicando perdón a su querido hermano.
Unos minutos después, el médico de guardia comunicó a los padres que sentía mucho el dolor y esta desgracia, pero como había sido una muerte muy rara y más que nada, porque no se conocía la causa, él debería comunicarla a la policía y, con toda seguridad, le harían una autopsia.
El forense, con la ayuda de un cirujano del hospital, comenzó la autopsia a eso de las once de la noche.
Cuando abrieron el abdomen, todo parecía estar bien: los órganos estaban en su lugar; pero les llamaron la atención unas manchas en el estómago, como pequeñas hemorragias. Abrieron el órgano y se quedaron helados. Ninguno de los dos, con toda la experiencia y los años encima de casos raros y operaciones de todo tipo, había visto algo así.