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Roberto piú

domingo 03 de mayo de 2020 | 1:30hs.
Roberto piú

Mano Vogler
Escritor

Nunca supe el apellido de Roberto Piú. Yo nunca le dije así. Nadie lo llamaba de esa forma. Para nosotros era Roberto a secas y todas las veces que le preguntamos el apellido él dijo que no tenía o que se lo había olvidado.
-Y por qué entonces le decían Roberto Piú, si ese no era su apellido.
Ya te lo voy a contar. La madre era una mujer sin brillo ni fe, mujer de batón y ruleros que jamás puso un pie en un restaurante, no porque no haya querido, sino porque el marido no la llevaba. La Vieja se gastó la vida y la salud en la crianza de sus tres hijos, fruto del casamiento con ese tipo que tenía una zapatería. O marroquinería, como suele decirse para darle más prestancia al negocio, nada menor. Pero el Viejo jamás le hizo ver un mango a la esposa. Hoy se la ve a la Vieja, una astilla humana del color de los delfines, aferrada a un cigarrillo que no tiene principio ni fin y barriendo un metro cuadrado de vereda desde que el sol sale hasta que se pone. Al Viejo le dio un patatús en medio de una pelea con Roberto, hace diez o quince años, veinte también, Roberto Piú estaba en cuarto año de la facultad. Esa noche el Viejo se pasó con el vino y empezó a decirle al hijo, el menor, que en la puta vida iba a conseguir un laburo decente con ese título de mierda que le iban a dar. “En tu puta vida”, le dijo y cuando dice “puta” le escupe a Roberto, que no fue una escupida, sólo fue una gota de saliva que cruzó la mesa como un meteorito y se metió justo en el ojo de un Roberto Piú que se puso como loco, le pegó un empujón al Viejo y ahí pasó lo que pasó. No sé si habrá sido el vino o si fue el empujón o si el Viejo se tenía que morir nomás, pero ahí palmó. La Vieja quedó petrificada tapándose la boca con las dos manos mientras Roberto Piú le revisaba los bolsillos al finado. Los dos hermanos mayores ya habían emigrado al sur, a Río Grande creo, y ya tenían sus familias allá, sus trabajos, sus vidas. Así que todo el vacío de la casa quedó para Roberto Piú y para la Vieja. Los dos sabían que ninguno de los dos le sobreviviría al otro, que lo más probable era que acabaran matándose y entonces Roberto se fue a vivir al departamento que tenían en Palermo y que estaba vacío desde no sé cuándo. Roberto Piú se instaló allí con su colchón, una bolsa tipo del ejército con sus pilchas y el sintetizador, todavía en etapa de perfeccionamiento, que él mismo había diseñado y construido. Si no te lo dije antes, te lo digo ahora: Roberto Piú se estaba por recibir de Ingeniero en Sonido. Pero se quedó ahí, en su departamento que no era ni grande ni chico, un segundo piso a dos cuadras de Plaza Armenia, por Malabia. Y ahí empezó con lo de juntar cosas. 
Lo primero que trajo fue un carrito para bebés. Me acuerdo que un día estábamos tomando una birra en la vereda y viene Roberto Piú empujando un carrito al que le faltaba una rueda. “Está nuevo”, dijo en vez de saludar.
“Y para qué querés eso, vas a ser papá”, le preguntó alguno por burlarse de la soltería crónica que se le conocía a Roberto Piú.
“Yo no, pero algún amigo capaz que sí. O el amigo de un amigo. Entonces cuando alguien diga que necesita un carrito, yo tengo un carrito”. 
Dijo “Yo tengo un carrito” con la expresión de quien saca un conejo de la galera, un as de la manga, la cara del dueño de la última tabla de salvación, dispuesto a entregarla a costa de su propio naufragio. Nosotros nos retorcimos de la risa, Roberto Piú hizo como si nada, subió al departamento con el carrito al hombro y lo acomodó detrás de la puerta. Ahora se presentaba el problema de la ruedita, cómo conseguir una que dé justo el tamaño y el color. Se tomó las cosas muy en serio, empezó a traer otros carritos de quién sabe de dónde, de diferentes modelos y colores, pero las ruedas de ninguno coincidían con la que le faltaba al primer carrito. “Capaz que es mejor así”, dijo una noche Roberto Piú, “porque de todos modos quedaría un carrito sin una rueda. Cómo no se me ocurrió antes, voy a comprar la rueda que le falta y listo, se acabó el problema”. 
Para cuando Roberto Piú decidió comprar la ruedita que faltaba, ya tenía doce o quince carritos lavados y restaurados, acomodados detrás de la puerta, con una precisión y un esmero que constituían una torre sólida, un monolito de la solidaridad potencial.
Nadie sabía de dónde trajo esos carritos, pero debió ser de un lugar donde la gente se deshacía de todo lo que no le sirviera, porque junto con los carritos solía aparecer otro objeto que nada tenía que ver con la búsqueda inicial. Tachos de pintura vacíos, despojos de un paragua, pedazos de bicicleta, tendederos de ropa, pequeños muebles desvencijados, lavarropas o secarropas destruidos, herramientas sin mango y mangos sin herramientas.
-Pero por qué le decían Roberto Piú.
Ya vamos a llegar a eso. Relojes sin agujas, tuercas, bujes, tornillos, cadenas y alambres, cámaras y jirones de cámaras, de auto, de moto y de bicicleta, caños plásticos o de cualquier otro material, de todas las medidas. Bidones de cinco, de diez y de veinte, de cincuenta también. Veladores, ventiladores, percheros. Las bobinas donde vienen enrolladas las telas, como mil tenía. “Qué pensás hacer con todas estas cosas, Roberto”, le preguntábamos, “Nada”, nos respondía, “pero si alguien necesita esto, por ejemplo”, decía exhibiendo alguno de sus cachivaches como si fuese un trofeo, “acá está”. 
Un catálogo interminable que Roberto Piú dominaba íntegro, de pe a pa. Sin vacilar se movía sobre ese depósito repleto de generosidad, con paso firme y eficaz, caminando sobre ciertas cosas acomodadas a propósito para poder pisar sobre ellas, agarrado a los estantes, haciendo equilibrio sobre caños de hierro, Roberto Piú sabía donde se encontraban todos y cada uno de los ítems, dispuestos según un patrón que sólo él conocía. 
La puerta del departamento se abría no más de treinta centímetros, si eras más grueso no entrabas. El primer pie que ponías adentro lo tenías que poner sobre un bidón de cincuenta litros. Ahí empezaba un caminito de bidones menores, azules, que atravesaba todo el living. A los lados del camino, una pradera de cajas de cartón, de plástico o de lata cuyo contenido sólo conocía Roberto Piú, absolutamente todo el piso cubierto de recipientes conteniendo otros recipientes más chicos, conteniendo a su vez vaya uno a saber qué maravillas. Las paredes repletas de estantes, del piso al techo. Y en los estantes latas, frascos, potes y tachitos llenos de lo que se te ocurra. Todo separado, todo ordenado y limpio. En un costado, cerca de la cocina, tenía como quinientas botellas, qué digo quinientas, mil botellas. Mil botellas vacías de esas chiquitas, de medio litro, todas de vidrio. En el medio de la sala, una barricada de llantas de bicicleta. Vos le pedías una de bien abajo y la sacaba como si fuese una pieza de Jenga, sin mover ni un cachito el resto. Detrás de la puerta estaban los carritos, eso ya te lo dije. Eran los carritos, justamente, los que no dejaban más de treinta centímetros de luz para entrar. 
Entonces empezó a haber un movimiento importante de gente, un ir y venir de personajes del más variado tipo, en un primer momento las vecinas empezaron a decir que Roberto Piú vendía falopa. Hombres, mujeres, parejas, jóvenes y ancianos, hasta niños desfilaban por el barrio en un peregrinar profano de mendicidad colectiva. Una cadena de necesidades satisfechas sin el menor interés. Gente que llegaba necesitando y se iba agradeciendo.
“Tenés una pava, Roberto”, era el pedido.“Sí, vení por acá, cuidado con esa caja que adentro hay cosas de vidrio, por acá, prendete de la claraboya pero con cuidado”. Como un mono que va de rama en rama por las copas de los árboles, Roberto Piú se movía dentro de su departamento. “Acá, en esta caja, abrila vos”, y al abrir la caja te encontrabas con una docena de pavas envueltas en papel de diario. Pavas de bronce, de acero inoxidable y de aluminio. “Cuánto te debo”, le preguntaban. “Nada”, era siempre la respuesta.
-Todavía no llegamos a lo del nombre.
El nombre no debería ser tan importante como todo esto que te estoy contando, nunca. La última vez que vi a Roberto Piú, el tipo estaba parado en el medio de la avenida Rivadavia, con los brazos hacia adelante y los ojos apretados, como queriendo parar a un colectivo que se venía a doscientos por hora. Yo primero no lo reconocí, estaba hecho flecos, un ciruja. No pude ayudarlo. Después me acerqué al montón de trapos que había quedado en lugar de él, me agaché y le vi los ojos, todavía estaban vivos pero llenos de miedo, de ese miedo que da el desamparo. El pobre tipo se murió frente a mí y yo ni siquiera atiné a extender la mano. Antes de levantarme pensé que a la Humanidad se le había desgarrado un pedacito de esperanza llamado Roberto Piú.
Relato inédito. Vogler es autor además de Esperanza y la muerte (novela) y la trilogía Delincuentos. Email: Mano38@live.com.ar   

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