La historia electiva

domingo 03 de mayo de 2020 | 6:30hs.
Monumento a soldado (Imagen ilustrativa)
Monumento a soldado (Imagen ilustrativa)

Roberto Abinzano
Escritor

Era un pueblo típico de provincia, en la Pampa Húmeda, con sus manzanas cuadradas, su plaza y sus suburbios cercanos que rozaban las praderas con ganado y cultivos. La plaza era la habitual de estos pueblos: la iglesia, la municipalidad, el club “Unión”, el cine, dos bares de diferente rango social y en el centro de la plaza el monumento a un héroe  de épocas remotas.  Muchas flores, césped prolijo, canteros de ladrillo, bancos de listones de madera, y niños, muchos niños jugando siempre en un ángulo que poseía un arenero y algunas hamacas desvencijadas. 
Una siesta de junio, en la que el viento del sur cruzaba con fuerza las calles heladas y no se veían transeúntes por ninguna parte, alguien llegó hasta la estatua ecuestre del  guerreo, sacó de una mochila varios cartuchos de dinamita, los coloco rápidamente, prendió la mecha y corrió hasta la esquina de la iglesia por donde desapareció. Un minuto después la explosión sacudió a todo el pueblo. 
La gente fue llegando asustada e incrédula para observar el cráter que ocupaba el lugar de la antigua estatua realizada, según decía la tradición, por un famoso escultor de Bahía Blanca. Nadie salía de su asombro y el hecho era tan insólito que tardaron mucho en arriesgar las primeras conjeturas. 
Un hombre, que llevaba restos del cuerpo del héroe en sus manos, dijo que la motivación era política. Pero no le hicieron caso. Otros comenzaron a pensar en rivalidades con pueblos vecinos, en la obra de un loco y hasta en alguna broma muy pesada de algunas de las barras de las afueras, ya que los muchachos del centro –decían- eran todos decentes.
La policía cercó el lugar y fue observando los fragmentos dispersos mientras el periodista del “Ojo Austral”, diario local de tres páginas, sacaba algunas fotos de los estragos y se aprestaba a enviar la noticia por teléfono a un diario de Buenos Aires del que era corresponsal. 
El comisario Alvarado estaba totalmente inerme frente a este caso y no sabía por donde comenzar. 
-Lo primero que se me ocurre -dijo a sus colaboradores- es averiguar si hay algún lugar que venda explosivos aquí o en las ciudades vecinas. A mi no se me ocurre ningún negocio nuestro. Tampoco alguna actividad que use esas cosas. Y hay que buscar testigos. Alguien debió haberlos visto. 
-Yo creo- dijo el sargento Mutti- que no es de acá, es alguien que nos quiso joder. Una venganza o algo así. Hay que pensar en esa posibilidad.
- La verdad es que yo jamás me interesé por ese prócer. Confieso que no se una palabra de su vida ni porque estaba ahí la estatua. 
- Podríamos preguntarle al Profesor Gutiérrez.
El Anciano los recibió enseguida y con la misma rapidez les confesó que no tenía ni idea de la vida del prócer. Cuando el llegó al pueblo en su infancia de la mano de unos tíos que se habían hecho cargo de su orfandad la estatua ya estaba ahí, en el mismo lugar, se decía que había sido hecha por un gran escultor y nada mas.
- Pero entonces…debemos ir al archivo de la municipalidad- dijo el comisario.
El archivo era un desorden compuesto por bloques compactos de folios amarillos y una humedad y un polvo que hicieron estornudar a todos los curiosos. 
Después de varias horas de búsqueda el resultado fue negativo.
Entonces fueron al diario local para ver si encontraban menciones en discursos pronunciados en algún acto, aniversario u homenaje. Pero tampoco encontraron nada.
-¿Y la placa?, ¡claro! Al menos el nombre debe estar en alguna placa
-No había ninguna placa – dijo el profesor Gutiérrez – yo me fije algunas veces. 
-Tendríamos que recoger los pedazos y analizarlos. Seguro que ahí vamos a encontrar algo.
Cuando fueron a juntar los restos la mayor parte de ellos había desaparecido porque la gente se los fue llevando de recuerdo.
Los días pasaron y nadie aportaba datos. Entonces la comisión de cultura de la municipalidad decidió reconstruir la estatua tal como era. Pero no bien empezaron las consultas descubrieron que todos recordaban al personaje de manera diferente: con bigotes, sin ellos; con barba, con un gorro emplumado, con un casco, con un sable corvo, con la mano señalando el cielo, con las dos manos en las bridas, ¿y el caballo?, ¿estaba en dos patas o totalmente apoyado?, ¿tenía largas crines o no?. 
Se escucharon las descripciones más contradictorias. Y, como la cuestión no se resolvía, a un concejal se le ocurrió hacer una encuesta preguntándole a la gente como recordaba a la estatua y en caso de no recordar los detalles, como le hubiera gustado que fuera.
También había que buscar un nombre y un grado militar para el héroe. 
Pasaron muchos meses y se analizaron los resultados de la encuesta. El militar sería un general y se llamaría Baltasar Iturralde (como un estanciero de las cercanías) y tendría una capa flotando en el viento y el caballo, brioso,  se alzaría sobre sus patas delanteras desafiando la gravedad, con largas crines flotando en el viento, y el rostro del prócer enmarcaría el destello de unos ojos fulgurantes. 
La obra se inauguró un año después con gran despliegue de actos, desfiles y discursos.
Después de escuchar a los oradores el profesor reflexionó junto a sus colegas:
-Miren ¡cuántas cosas le debíamos a ese mártir! Es un orgullo que esté de regreso entre nosotros. Del Libro:  La vida sin Plan B, Editorial Universitaria, Posadas, 2014. Roberto  Abinzano es profesor emérito de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Misiones