jueves 28 de marzo de 2024
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Destinatario

domingo 26 de abril de 2020 | 7:30hs.
Destinatario

Por Alco Cerruti Escritor

Desciende de un auto blanco nuevo, no se distingue bien, puede ser, un Duna, un Escort. Lo deja medio oblícuo junto al cordón, con la displicencia de quien sabe que liquidará pronto su negocio y volverá antes de que le hagan una boleta.
Viste pantalón y camisa claros, holgados, a la moda; expresión seria, hombre de su cometido, lentes oscuros para conducir. Se para en una pierna, sobre el muslo de la otra encogida abre el portafolios señorial, se quita los anteojos y los guarda, saca una tarjeta verdosa.
Cierra el Samsonite, baja hasta la vereda calma como si pudiera haberse quedado así todo el día, camina elásticamente mirando de reojo la tarjeta.
La vereda se ve más amplia, al fondo parece haber un parque con árboles frondosos, lo vemos desde atrás caminar hacia un edificio luminoso al que se accede por una sucesión de peldaños aéreos; los roza como un felino, es joven, está tostado de sol, el sol le pone en la cara una nube de impaciencia, está apurado.
Luego de un recodo, la escalera penetra en el primer piso, dejando atrás, sobre la límpida vereda, un amplio balcón. Camina por lo que parece ser una galería comercial, sorprende la luz, la distribución estética de los locales, algo que no se deja ver. Observa la tarjeta con disgusto, parece no hallar claridad en ella. Decide preguntar. Enfila decididamente hacia uno de los locales, entra sin merodeos. Una mujer se sobresalta. Viste un elegante guardapolvo azul, tiene un plumero.
Le pregunta sobre la dirección anotada en la tarjeta. Advierte que su voz suena raramente apagada, y que la escritura es difícil de leer. La chica escucha y lee desde un perfume de cabello recién lavado, rara mirada casi sin pestañear, labios delgados como al borde del chiste.
Levanta los quietos ojos negros y él no entiende sus palabras, pero sabe que ella tampoco y que, mientras va saliendo, ella sigue sonriendo.
Vuelve al amplio pasillo central. Hay mucha gente ahora. Le asombra sentir intensamente sus rostros, la melodía de sus voces, los latidos de su propio corazón. En un local hay música, en otro pinturas y esculturas, y solo la alarma de su reloj logra rescatarlo de ese bello laberinto.
Tiene calor; se desabotona la camisa, la abre. Busca a quién pedir información, pero nota que algunas personas comienzan a mirarlo con curiosidad.
Al fin, irritado, encara a dos de los mirones más ostensibles. Estos, lejos de molestarse, conversan con él de lo más risueños, aunque no logra comprender lo que dicen. Ellos señalan la parte visible de su torso, con expresiones de intriga y extrañeza. Entonces él también ve lo extraño sobre su pecho, estómago, flancos, espalda, hay inscripciones, signos, parecen jeroglíficos
Tratando a la vez de obviar el asunto les muestra la tarjeta. Se encojen de hombros, sacuden la cabeza. Continúa su búsqueda, se apresura, sabe que otros negocios lo esperan en otros enclaves de la ciudad.
Entre dos locales hay una estrecha abertura al exterior, y en ella pende de techo un pequeño columpio en el cual, con escultórica inmovilidad, permanece un pájaro, un halcón debe ser, con un gorrito azul que le cubre los ojos.
Ingresa a otro recinto, un estudio de arquitectura o ingeniería. Exhibe la tarjeta, ya húmeda en sus manos, ante la mujer que lo atiende, en jeans y top, más enseguida reconoce el perfume, la mirada quieta, los labios finos. No puede evitar sonreírse, tampoco ella. Retoma una vez más al pasillo, encuentra un jardincillo con una armoniosa fuente artificial.
Sin detenerse a pensarlo, se moja las manos, la cara, bebe. Se quita la camisa y vuelve al estudio. La muchacha lo recibe sonriente, lenta se yergue, se quita el top: también su torso está escrito.
Deja el portafolios y la camisa sobre la mesa de dibujo. Se acerca a ella, lo fascinan sus senos pequeños y prominentes al tocarse, algo estalla en sus voces, sin formar palabras. Ella lo conduce a una dependencia interior, cierran la puerta, se abrazan.
Cuando, al fin, ella yace calma sobre su pecho, él recapitula cuánto de ella, pasión, ternura, ha podido protagonizar como en la cresta de una ola, y la estrecha con desconocida emoción, pero sabiendo que nada -y mucho menos su búsqueda- queda resuelto o concluido allí.
Ella está dormida. Para no molestarla, sale descalzo. Recoge el portafolios y la camisa. En el pasillo central no hay nadie. Ha refrescado, se avecina una tormenta; está nublándose, se oye el ruido de puertas y ventanas que se golpean. Va hacia el ancho balcón que da sobre la vereda por donde vino. Sin proponérselo, su mano busca en el bolsillo la tarjeta.
Sopla un viento recio y frío, que le arrebata la tarjeta y se la lleva en remolinos ascendentes. El corre hacia donde está el pájaro y se lo lleva velozmente de vuelta al balcón, le quita el gorrito enceguecedor y lo envía a la caza de la tarjeta. Ella, que ya ha aparecido a medio vestir, se arrima a él, lo toma de la cintura y las inscripciones en sus espaldas, juntas, parece que van a revelar un mensaje, pero en ese preciso instante la cámara se esfuma y vemos como ambos se observan desde el balcón a él que corre -ha comenzado a llover- hacia su auto, los saluda con la mano, sube y parte.
Despierto sofocado. Corte de luz. Abro la ventana, ¿será posible seguir durmiendo con este calor? Evidentemente sí; despierto nuevamente, porque se reanudó el suministro eléctrico y se ha puesto en marcha el acondicionador que antes olvidé apagar. Pero algo más ha pasado, pues inmediatamente antes de despertar soñé, o vi, o escuché, un pájaro aleteando en la ventana; el caso es que cuando, al fin sobresaltado, abro los ojos, una tarjeta verdosa está cayendo, revoloteando, junto a la cama. De la Colección Cuentos de autores de la Región Guaraní, publicado por El Territorio
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