El árbol de fuego

domingo 26 de abril de 2020 | 0:30hs.
El árbol de fuego
El árbol de fuego

Por J. M. García Carbone Escritor

El ingeniero Jacob -pequeño y ágil- movía sus ojos vivarachos como dos puntos azules tras los gruesos cristales de sus anteojos, para no perder un solo detalle de la umbría picada. Detenía súbitamente su camioneta rural y, rifle en mano, con certera puntería, ya derribaba sin compasión una pava del monte que huía entre las ramas, ya un pintoresco tucán que se aventuraba a cruzar la picada.
-¡Hermoso! ¡Hermoso!- decía con marcado acento alemán a su acompañante, un muchacho brasileño de 20 años, que había contratado en Alba Posse para que fuera de baquiano y oficiara de “secretario”; observaba cuidadosamente las inocentes víctimas e indagaba a Bado, nombre con el que se conocía al muchacho, sobre la vida de las aves. Y el muchacho, criado en ese medio, se lo relataba con lujo de detalles y no poca fantasía de la superstición.
Jacob había seguido contra la corriente común de todos aquellos que, buscando un filón de riqueza y de actividad y un rincón de sosiego y belleza, a la par, se encaminaban hacia el norte misionero siguiendo la ruta del Alto Paraná. No estaba arrepentido. El Alto Uruguay no era solamente, como otros decían, baluarte de arriesgados contrabandistas; la riqueza forestal, en vigorosa selva, ponía imponente marco al río por donde también las “jangadas” bajaban como raras embarcaciones hacia San Javier.
Mientras cenaban esa noche en la fonda de un connacional de Jacob instalado en San Pedro, éste se dio a relatar a Bado las penurias que pasó, siendo muchacho, en las trincheras alemanas, en la guerra de 1914; frío, calor, sed, hambre; sueño, locura e indiferencia, hasta el punto de comer y dormir a veces junto al putrefacto cadáver de un compañero. Todo eso le hacía querer la vida y despreciar la muerte. Bado abría los ojos hasta redondearlos, y cuando Jacob, con serena displicencia desprendió de la rodilla la extremidad ortopédica prisionera en la bota, con parte del breach que quedó cercenado, Bado se apoyó en la mesa, apretó las mandíbulas y dilató la nariz. Pálido, buscó la silla, y con imprecisión trató de alcanzar la copa de vino. Jacob se adelantó y se la puso en la mano, diciéndole, cariñosamente:
-No tener miedo, amigo; cosas de la vida, en país mío, muchos así. ¿Tener miedo, tú, de matar bichos? -agregó.
-Algunos sí. –repuso Bado con voz velada y temblorosa-; otros no –concluyó con respeto.
-¿Qué no bichos matar, Bado?
-Los patos blancos que viven en las “correderas”.
-¿Por qué? ¿Carne dura?
-No, patrón; son los “santos del río”, quien mata uno muere ahogado.
Sonrió Jacob y concluyendo de colocar su pierna ortopédica, indagó en alemán al dueño de la fonda, que a la sazón entró en la habitación. Bado también se puso de pie, aflojó nervioso el pañuelo del cuello, y a una seña de Jacob salió con él hacia el patio.
La terrible obsesión de la pierna postiza que allí cerca de su cama lo acompañó aquella noche sin dejarlo cerrar los ojos, fue desapareciendo con el correr del tiempo. Bado se sentía seguro al lado del patrón. Para él era más que un hombre porque era distinto a los que él conocía en la comarca. Si, el patrón era un Dios. Se metía en la selva sin reparo, apresaba las víboras con la mano, no erraba un tiro, se arrojaba al agua desde las barrancas más altas, y luego aparecía sacudiendo la cabeza en medio del río, y eso que había dado muerte a un pato blanco.
Jacob era generoso con Bado, le pagaba bien, lo refinaba en los gustos. Ya Bado no podía probar el “reviro”, esos chicharrones de grasa y harina que comían los “bugres” allá en el Pepirí-Guazú, sino las conservas y las salchichas que contenía el cajón de la camioneta.
¡Civilización, civilización! –repetía Jacob, palmeando la espalda de Bado con cariño, mientras el muchacho asentía con una sonrisa de confianza y satisfacción.
En verdad que Jacob tenía en la camioneta rural, desde la comida y la cama, hasta la luz eléctrica. Esa tarde, en el viaje de regreso hacia Alba Posse, los demoró la pinchadura de un neumático y acamparon a mitad de camino; oscurecía ya. Bado fue en busca de agua, y cuando regresó, Jacob tenía prendida la luz, y armando una pequeña mesa con sus correspondientes banquetas, corrieron los verdes visillos de los ventanales y comenzaron a comer. El pan estaba duro y reseco y Jacob enchufó una pequeña parrilla en el tablero; cuando se puso roja, colocó allí el pan en rebanadas untado con manteca, mientras Bado destripaba unos chorizos. La camioneta estaba convertida en una casa andante, acogedora y confortable. Lo recalcó Jacob mientras interrumpía la masticación para observar un pequeño plano que porfiaba en enrollarse sobre la mesa escapando de sus manos.
-¡Linda! –aseveró Bado, observando los detalles, ya que ésa era la primera vez que la usaban de tal modo.
Verás –agregó Jacob, y descorriendo una cortina, apagó la luz-, ¡Mirá qué hermosa la luna! –Ambos hombres achataron las narices sobre el vidrio y guardaron silencio. El árbol, a cuyo amparo quedó la camioneta, proyectaba su sombra en un gran círculo. Ni una palabra, ningún otro ruido que no fuera el rumor del río, y el cachetazo contra los brazos para aplastar un mosquito impertinente.
Así estaban los hombres cuando una sombra se insinuó en el camino, se acercaba ya cuando al bufido de la bestia se oyó un latigazo. Pasó entonces, acostalándose en el borde opuesto de la picada una mula cabalgada por un hombre y una mujer, separados por la angosta cintura de las alforjas, rechonchas de “provistas”. Se oyó otro latigazo y enseguida la cabalgadura se perdió en las sombras.
Ese acontecimiento, sin duda, originó una pregunta de Jacob:
-¿No hay “una mujer” por aquí?
- No “ade”, patrón; mañana sí, en Alba Posse. ¿Linda y limpia? Tal vez Lucía te guste patrón. Es linda –aseguró.
- ¿Y tú tenés?
-Sí, la novia Margarita –concluyó Bado con cortedad.
-Lindo, entonces; lindo mañana, mañana –dijo Jacob, saliendo de su inmovilidad y prendiendo la luz. Poco rato después los hombres respiraban hondo, rendidos en un sueño reparador.
Alba Posse es un refugio de serenidad y esperanza, en el Alto Uruguay. Allí Don Rodolfo, el fundador de la colonia, es amable y cordial. Nadie escapa a su amparo generoso y menos a su místico amor por esas tierras doradas por el sol y arrulladas por el río.
Allí la vida toma contacto con sí mismo y el sentido fraternal de la comunidad lava el agrio y áspero rodar del trashumante viajero que baja del norte llega del sur.
Dos días ya que el ingeniero Jacob y Bado estaban allí. Encerrado en su pieza del fondo, Jacob se concentraba en contestar abundante correspondencia acumulada en el transcurso de su viaje. Bado se lo pasaba en casa de Margarita, la guayna de ojos verdes y tez cobriza, que apagaba la sed de sus labios con la frescura de su boca encarnada y anchurosa.
En la mañana del tercer día, Bado llevó a su patrón a casa de su novia. La muchacha sintió la influencia de aquel hombre rubio y no apartó sus ojos de él. Bado por otra parte, le había contado de lo que hacía y era capaz. Jacob pudo así dominarla con facilidad y conseguir una cita para la noche siguiente en un disimulado aparte que tuviera.
Al despedirse, advirtió Jacob que la mano de Margarita se apretó a la suya y mientras marchaba con Bado hacia la fonda, maduró la idea de burlar su vigilancia.
Fue de ese modo que al día siguiente, en las horas primeras de la mañana, Bado con un mecánico salió en la camioneta con destino a San Javier llevando la correspondencia.
Un suave golpe en la puerta, anunció a Margarita la presencia de Jacob. La pesada puerta de madera se entreabrió pausadamente y Jacob se introdujo en el rancho perfilando el cuerpo.
El silencio se ahondaba en el transcurso de las horas. Un desperfecto en el motor detuvo a la camioneta a dos kilómetros del lugar. Bado llegó a pie a la fonda, en procura de informar a su patrón y cuando, cautelosamente penetró en la pieza y a la luz del fósforo comprobó su ausencia, un presentimiento le apretó el corazón. El celo se adueñó de él y salió agazapado. Se detuvo, oculto en la sombra, junto a la ventana del boliche donde cuatro “bugres” jugaban a los naipes; fue hasta la puerta del almacén del “italiano”, y allí sólo un borracho dormía apoyado en el mostrador. Sintiendo palpitar el corazón en su garganta, sus sienes y sus muñecas, se largó presuroso hacia la casa de Margarita. Rondó por los árboles cercanos y se fue aproximando hasta apretar su oreja contra la pequeña ventana del rancho.
Allí estaba Jacob. Su contenido amago de tos se lo dijo. Tanteó el cabo del cuchillo, y como un relámpago pasó por su imaginación el relato de la guerra y el recuerdo de la pierna postiza. Sintió miedo, pero el celo lo contuvo, aguzó el oído y oyó unas palabras:
-¿Vienes conmigo a Buenos Aires, Margarita?
-Si ¿cuándo?
-Mañana o pasado, yo te avisaré.
-Si.
Bado tuvo la clave y la certeza de la traición, y, sofocando el llanto, se alejó vencido y retomó el camino hacia el lugar donde estaba la camioneta descompuesta.

Esa mañana, cuando Bado se paró en la puerta, Jacob levantó los ojos de la carta que leía y le hizo seña para que entrara. Dio un sorbo en el pocillo de café, meditó un instante, con los ojos fijos en la mesa, y resueltamente le ordenó a Bado que fuera hasta el obraje de Escalante y le pidiera el presupuesto por las vigas de Urunday.
-Me voy mañana -agregó-; de modo que irás conmigo hasta la costa.
Bado, sin decir palabra, salió por la estrecha calle que conducía al obraje, y a poco andar desvió el camino y tomó el sendero que lleva al amarradero de las embarcaciones; justo al llegar frente a la casa de su padrino Amarante, el camino se bifurca y él tomó el opuesto. Se detuvo frente a un árbol gigante y corpulento cuyo diámetro no cubrían las brazadas de dos hombres. Era “El Árbol de Fuego”, en cuyo tronco recubierto de moho, decían los vecinos y caminantes -en momentos de tormenta-, se encendía una llamarada de azules resplandores; algunos la atribuían a la concentración de luciérnagas que libaban una segregación gomosa y dulce; otros, a la acción de misteriosos espíritus de las tormentas y los rayos. Hachero alguno se animó a tocar su tronco, y resultaba ser en el lugar el Dios del Monte que vigilaba para maldecir o perdonar a los que habitaban en la comarca. Bado estuvo frente a él en actitud concentrada e implorante. Luego se encaminó a lo de Escalante y tornó con el presupuesto de las vigas.
Las esperanzas de Jacob de viajar esa tarde en la camioneta se disiparon cuando cuarteado por una yunta de bueyes la condujo al mecánico hasta la fonda.
-Está roto el diferencial, señor -informó el mecánico-; habrá que pedir repuesto a Posadas.
-Jacob mostró su disgusto en un gesto e indicó que la pusieran bajo el tinglado.
Las explosiones del motor de la lancha apresuraron los preparativos de Jacob; ya con el portafolios bajo el brazo; se despidió ligeramente de los dueños de la fonda y salió rumbo al embarcadero seguido por Bado, que llevaba en su brazo el consabido palo para apoyarse al subir a la lancha.
-Por aquí -dijo Bado-, por aquí, patrón, que es más cerca –y tomaron el camino que se bifurca en la casa del padrino Amarante.
-Llegaré de noche a San Javier –comentó Jacob.
-Tal vez no – le contestó Bado, que en ese instante se sentía dominado por el recóndito miedo a matar. Seguían en silencio. Bado llevaba la vista fija en las piernas de Jacob. Enfrentaron “El Árbol de Fuego” y Bado dio un fuerte garrotazo en la pierna derecha de Jacob. Éste intento reaccionar y al afirmarse en la ortopédica se zafó el resorte y cayó de rodillas. Bado aplicó entonces un golpe en la cabeza y Jacob, abriendo los brazos, comenzó a caer de boca lentamente, hasta quedar exánime. Bado arrojó el garrote, arrastró el cuerpo hasta el “árbol de fuego”, sacó el cuchillo y con pulso firme fue despegando un rectángulo de corteza, dejando en descubierto el alto y profundo hueco que preparó la noche anterior sigilosamente.
Tomó el cuerpo, lo enderezó a duras penas y lo paró en el hueco, recogió el portafolios y se lo puso bajo el brazo, después colocó cuidadosamente la tapa de corteza y ligó nuevamente la trenza de isipó que la ajustaba; observó un instante el tronco y se persignó; después, el atardecer lo sorprendió tomando mate en la casa de su padrino.
“El Árbol de Fuego” se había convertido en un misterioso y macabro sarcófago, cuyo secreto se escondió en el alma de Bado como una pasadilla de venganza y amor.
Poco tiempo después, la lancha trajo a dos desconocidos que, sin justificativo aparente, permanecían en la fonda o se alejaban por el río en bote o lanchas que alquilaban. A la sazón, Bado los condujo en el bote del padrino hasta Puerto Lucena; allí supo Bado que averiguaban por el paradero de Jacob, y oyó al regreso, en la fonda de Alba Posse, que eran dos pesquisas de Buenos Aires que procuraban capturar a un espía nazi que se hacía pasar por el ingeniero Jacob y en realidad se trataba de Federico Bolsmann, que tomaba planos en la zona norte.
“El Árbol de Fuego” siguió guardando el secreto de sus luces, y tras un tiempo en que las moscas rodeaban su tronco en enjambres relucientes, la intemperie y la savia sellaron el macabro sepulcro con renovado moho.
Bado desapareció de la comarca hasta el día de hoy. El relato es parte del libro “El Río Solitario” –cuentos de la selva- publicado en 1949