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Lizzy

domingo 12 de abril de 2020 | 0:30hs.
Lizzy

Por Alberto Szretter Escritor

Alicia era suave. Lo áspero era el mundo.
Qué podría decirse de 80 años de estar juntos, ella y el mundo:
Para el mundo, era una mujer que huía.
Para ella, al revés: vivió décadas tratando de calmar la jabonosa fiereza del planeta. Quería encontrar al mundo, a todo el mundo, para darle un abrazo.
El mundo le contestaba con garrotazos y hambrunas.

Aliza o Alicia, a quien decían Lizzy, nació durante una guerra.
Cuando murió, también.
Pero en el medio nunca hubo tregua. Es de hacer notar esta constancia.

La coincidencia no sucedió por mala suerte.
Fue el destino de Alicia, y el de todos.
Ella siempre supo que vivimos en un tembladeral, y que los pueblos se unen para bien, por la pegatina del amor; o para mal, por el atropellado engrudo del rencor y del odio.

Cuando era niña, en la Mitteleuropa, un gobierno quiso matar a Lizzy, igual que a su familia, porque decía que hay gente sobrante en el planeta. Ella pudo escapar.
La familia, en cambio, fue diezmada.

Con algunos parientes abandonó la patria por otra y por otra, en madrugadas de enorme orfandad. Había barro, lluvia y nieve, había tiroteos, bombas, caídas de edificios, alambradas. Había sobre todo, miedo.
Cruzó fronteras de países, de noches. Cruzó la frontera del dolor cuando se va dejando la infancia para ingresar a un territorio mayúsculo de encono.

En barco llegó a un diminuto pueblo de América. No traía nada, salvo la ternura en su valija de cartón, y una voluntad indomable de enderezarse siempre.
A la intemperie no hubo que traerla; ya estaba. Igualmente, ya estaba el olvido, porque ella y su grupo fueron abandonados en el monte, al azar de la vida.
El trópico vino a taparla Y también las estrellas que ella palpaba levantando la mano, como si formaran un cobijo suave en el sur del mundo, donde siguió brotando, desde arriba, la esperanza de su espíritu imbatible.

Al trabajo lo consiguió, aquí abajo, en la tierra. Nunca le importó si fue duro.
Hubo que levantarse de la nada. Y lo hizo.
Tuvo un marido hermoso. Y también hijos, que parecían soles en la niebla social que los cubría. Y nietos sonrientes cuando eran niños, por el arroz con leche de Lizzy, y por sus cuentos; y nietos que, cuando eran grandes, fueron llevados en baúles de autos sin patente, y desaparecidos, sin que nadie le acercara una palabra de consuelo, un trapo húmedo y tibio que aliviara su padecimiento indecible.

Sabía que la intolerancia es cíclica como la lluvia, viene pero se va. Que la injusticia es un pájaro con forma de cuervo, pero también se va si se lo espanta, si se lucha cada día.

Cuando comenzó a merodear el runrún de la partida, se fue a acostar para atender mejor a la muerte, como un gesto amable de descanso.

Un día de octubre pidió que abrieran las ventanas, para que entrara la brisa matinal, el trino de las aves. Para ver la perezosa, ineludible mudanza de las nubes, los bonitos tintes que en el cielo hacen, cuando pasan, la imperceptible música que sube, el frescor de la tarde en esos instantes en que se van algodonando los recuerdos. Y para ver cómo las cosas, tan movedizas antes, se van aquietando para que el tiempo cumpla su designio.

A la noche cerraron los postigos.
Y los ojos de Lizzy, también.
Relato inédito. Médico de profesión Szretter vive en Puerto Rico. Tiene publicados libros de cuentos y novelas. Colaborador de Medios gráficos y radiales
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