Nobel de la Paz

domingo 09 de octubre de 2016 | 6:00hs.
Se lo digo de una y como para empezar: no me gustan los premios. Ninguno. Y me consta que lo digo un día antes de lanzar la cuarta edición de El Misionero del Año, que por eso no es un premio sino un reconocimiento a todos los misioneros que trabajan sin estridencias, en silencio, anónimamente, solidariamente, sin pedir nada a cambio, por el desarrollo y bienestar de su provincia y de sus ciudadanos. Justamente lo que menos nos gusta en El Territorio –y estoy seguro que a usted tampoco le gusta– es que sea el premio lo que mueva a algunos a ser buenos. El premio y no la solidaridad, la superación, el amor a los semejantes y a la Patria: la chica y la grande.
Ocurre que muchos premios se ganan a fuerza de lobby. Personas que influyen en los jurados, por plata nomás. Hasta hay premios creados solo para dárselos al que paga buen billete. Y algunos hay tan aguados que todo el mundo los gana, en este caso por unos pesitos, claro. En el premio más pavo siempre llega un momento en el que la presión de los interesados se pone bien pesada. Cuando era presidente y le fracasó la martingala para su tercera reelección, Carlos Menem se inventó –con nuestra plata– los Cascos Blancos con el único fin de ganar el Nobel de la Paz. No le salió, pero si lo llegaba a lograr, creo que lo teníamos todavía en la Casa Rosada: “es que el que fue Papa no quiere volver a ser párroco” decía el presidente capicúa.
Quizá sea por eso que descreo hace rato del Premio Nobel de la Paz, casi tanto como del de Literatura. Con el de Literatura acepto que tienen algo que ver los gustos y todavía me revienta que no se lo hayan dado a Borges, probablemente por su escasa corrección política, pero más me revienta que lo haya ganado Winston Churchill sólo porque había que darle alguno y el de la Paz no parecía muy adecuado. Además no entiendo cómo lo puede ganar alguien que no escriba en el castellano o el portugués de nuestra América. No hay narrativa en todo el mundo como la iberoamericana contemporánea, pero el Nobel nos toca sólo cada tanto porque parece que también hay que dárselo a un egipcio o un japonés aunque escriban como la mona.
Todo bien con el presidente de Colombia, pero el Nobel de la Paz a un político resulta un despropósito brutal. La Argentina tiene dos: Carlos Saavedra Lamas y Adolfo Pérez Esquivel; el primero político y el segundo verdadero luchador anónimo y desinteresado por la paz. Este año se lo merecían los White Helmets (los Cascos Blancos de verdad, no los de Menem) que llevan salvadas unas 20.000 vidas en Siria. O los rescatistas de la isla de Lesbos, en el mar Jónico. O una enfermera anónima del Hospital Madariaga, que seguro hizo más por la paz del mundo que Barak Obama o Henry Kissinger que sí lo ganaron.
Para los políticos el Nobel es un botín y creo que no debiera ser así. Mire como son las cosas que ayer los diarios de Colombia celebraron el premio a su presidente, pero todos dicen también que es un reconocimiento a la esperanza o a la insistencia, porque la paz, lo que se dice la paz, todavía no la consiguió. Sería como darle el premio Nobel de Cacería a Willy el Coyote por sus intentos de cazar al Correcaminos, o el Nobel de Cocina al Gato Silvestre por sus intentos de comerse al canario Piolín.

Por Gonzalo Peltzer
gpeltzer@elterritorio.com.ar