¿Y si probamos el parlamentarismo?

lunes 23 de mayo de 2016 | 11:20hs.
A raíz del impeachment de Dilma Rouseff en Brasil y de la asunción provisional de su vicepresidente Michell Temer, escribía el domingo pasado sobre los vicepresidentes y su incidencia en las crisis americanas. Decía que la vicepresidencia es una institución de los regímenes presidencialistas y que cumplen cabalmente su función en ausencia del presidente, por eso a veces se convierten en conspiradores. En la Argentina el vicepresidente preside además el Senado, pero en otros países, como el Ecuador, no tienen otra función que esperar a que el presidente de vaya de viaje, le dé un ACV o se muera de un atracón. Para colmo la vicepresidencia se repite como el ajo desde la más alta magistratura hasta una patrulla de boy scouts: hay vicegobernadores, viceministros, vicejefes, vicerrectores, vicealmirantes, vicecomodoros, vicesecretarios. En castellano el prefijo vice y su apócope vi indican potestad vicaria, propia del que la ejerce en nombre del que ostenta el poder originario, como los vicarios de sus obispos o los virreyes de sus reyes.
Para más complicaciones ocurre que los vicepresidentes de los regímenes presidenciales son elegidos en binomios: es decir que tienen los mismos votos y por tanto la misma legitimidad democrática que los presidentes (sí: Amado Boudou sacó el 54% de los votos). Michell Temer en 2016 igual que Carlos Pellegrini en 1890 tuvieron los mismos votos que Dilma Rouseff y Miguel Juárez Celman y por tanto todo el derecho de plantar cara en caso de una crisis institucional. Lo mismo pueden decir otros vices americanos que sucedieron constitucionalmente a sus presidentes, como Gerald Ford en los Estados Unidos, Alfredo Palacio y Gustavo Noboa en el Ecuador, Federico Franco en Paraguay y otros por el estilo.
Los regímenes parlamentarios no tienen vicepresidentes porque el pueblo elige congresistas, que a su vez forman el gobierno entre ellos y de acuerdo a las mayorías y minorías que se arman en la Asamblea después de la elección general. Y no es un drama la acefalía porque la jefatura del estado es ejercida por otra persona, que en casi la mitad de los casos europeos es un rey o una reina. Si el presidente del gobierno cae porque se enferma, se muere, pierde poder o no consigue los votos suficientes para formar gobierno, es el jefe del estado quien reclama al parlamento la conformación del nuevo gobierno o llama a nuevas elecciones, como en el caso de estos días en España.
Para nuestros países con serias tendencias al autoritarismo no parece muy apropiado copiar tan a rajatabla el sistema presidencialista norteamericano. Quiero decir que nosotros somos latinoamericanos y ellos angloamericanos; que nuestra América tiende a irrespetar las leyes y la del Norte a respetarlas; lo nuestro es la misericordia católica y lo de ellos el cumplimiento protestante. Pero no es solo cuestión de genética colectiva mestiza o anglosajona: además lo ha demostrado la experiencia de por lo menos 163 años, si no son 200. Y tampoco lo ignoraban los constituyentes de 1853, pero decidieron hacerle caso a Juan Bautista Alberdi y establecieron lo que llamaba “un rey con nombre de presidente”. Pero no era ingenuo el autor de Las Bases: lo recomendaba precisamente porque sabía que a los díscolos argentinos nos convenía un presidente con mucha autoridad.
Bueno, todo bien con Alberdi, pero me parece que se nos fue la mano con eso del rey con fecha de vencimiento…
Necesitamos una defensa constitucional contra las arbitrariedades de los que se instalan democráticamente en el poder para atentar contra la misma democracia que los encumbró; protegernos de los parásitos de la democracia que han surgido en todo el continente sin importar los signos políticos. Los congresos de nuestra América han funcionado a veces como fusibles, pero de un modo muy forzado, tal como ocurre ahora mismo en Venezuela. En cambio un sistema parlamentario más parecido a los del sur de Europa puede ser más adecuado a nuestra genética política. Además creo que tenemos que aceptar de una vez por todas nuestra naturaleza y adaptar a ella las constituciones, por lo menos mientras no sea obligatorio el examen psicofísico por televisión en vivo y en directo de los candidatos a gobernarnos.
Admito que puede ser que prefiramos que nos gobiernen los déspotas y que no nos importe que sean psicópatas y hasta dinásticos... Pero en ese caso también hay que hacer una reforma: cambiar el nombre de la democracia por el despotismo como sistema de gobierno.

Por Gonzalo Peltzer
gpeltzer@elterritorio.com.ar