Las paredes de San Ignacio

Lunes 20 de junio de 2016

Algún día, hoy impreciso, se retocará el templo de San Ignacio. Inexorablemente, por mantenimiento o para potenciar el factor turístico, se lo restaurará y quizá se lo reconstruya, total o parcialmente, dándole un aspecto similar al que tuvo cuando se lo construyó (1678) otorgándole su original aspecto exterior, que no sería muy distinto del conocido dibujo de la Iglesia de Candelaria, construida en la misma época. Llegado ese momento habrá que considerar aspectos que Norberto Levinton esboza en su trabajo, historiando las intervenciones. 

Reforma de 1722

Desde1722 a 1725 Joseph Bresanelli, responsable de la obra, encaró la primera reforma. Hoy se la llama “ruina”. Desde esta denominación intenta explicitar Levinton que los muros “hoy hablan de manera diferente” al discurso o entidad que tenían cuando el templo fue construido, los muros funcionaron en conjunto y se equilibraron al actuar como una caja muraria: eran de simple cerramiento y no actuaban como estructura de sostén de la cubierta. Al ser destruido y especialmente al ser incendiado, la estructura de madera independiente se perdió, y todo el edificio perdió su entidad como tal (por la falta de cubierta) siendo descalzados los muros por los pobladores de los alrededores”.

Completar sin alterar
La “ruina” adquirió desde entonces sus propias reglas de funcionamiento estructural. La hipótesis de Levinton es que la metodología de restauración más adecuada no es Alterar “el lenguaje de los muros” para que hoy puedan auto sustentarse sino "completar" la caja muraria distinguiendo el límite entre  lo original de la ruina y el complemento necesario. El tema es ¿cuál es el lenguaje murario de este complemento? “Para resolver la posible estructuración de estos muros, afirma Levinton, es necesario tener bien claro el método con que fueron construidos”.

Sánchez Labrador
El sacerdote misionero describió hace siglos las piedras (Itaquí e Itacurú) utilizadas: “Las piedras Itaquí son de mucha diversidad en colores y sustancias, todas son areniscas, unas fútiles y blandas; otras duras y consistentes. Las primeras no son a propósito para edificios de importancia, puédense sí emplear en fábricas humildes dándole buen grueso a la pared y no excediendo su altura de veinte pies. Las Itacurú son también diferentes. Unas están compuestas de un agregado de granillos duros, unidos entre sí con un poco de barro o tierra floja. Si se pone al agua deshaciéndose el barro que servía de unión a los granos, la piedra se deshace, y si se la pone al sol o al aire, al evaporarse la humedad del barro, se resquebraja. Otras, algo más sólidas y de granos gruesos, muestran al labrarlas su interior de carboncillos, son buenas para obras bajas, como algunas oficinas y cercados de Huertas. En obras mayores hay riesgo de que las paredes se vicien y se abran. La tercera Itacurú es de color amarillo, aunque se halla también de algo castaño claro. En su interior muestra más consistencia y tiene unos agujeritos u ojos pequeños. Es la más fuerte y se puede emplear en paredes cuya altura exceda poco veinte pies, dándole el grosor según la regla común (1/6 de su altura). La obra queda segura, aunque no se le pongan horcones”.

Andrés Fernández
Este Padre Cura de San Ignacio escribió en 1763: “(…) Son piedras desiguales, puestas sin arte ni maestría y la piedra es dura, como se comprobó con un pico. El único modo era abrir la pared de arriba abajo; pero esto pareció arriesgado pues por los dientes de las piedras que quedarían en la abertura, era necesario igualarlos, cortando con la misma violencia, y es el mismo peligro para lo restante de la pared”. Este documento aporta un dato fundamental para cualquier intervención en la iglesia: los muros, por su composición y construcción, apenas se sustentaban a sí mismos. Así, se puede afirmar que el constructor del templo los pensó como partes integrantes de una caja muraria y de ningún modo por el funcionamiento independiente de cada tramo. 

Mario Buschiazo
Casi dos siglos después, al encararse la restauración, este arquitecto propuso  “(…) la inclusión en su plan de trabajos de una partida de diez mil pesos para limpiar y recolocar piedras”. Sustentó su pedido argumentando que “el avanzado estado de destrucción y la falta de documentos imposibilitan una labor seria, quedan aun en el terreno infinidad de piedras talladas que podrían recolocarse, con lo que el conjunto recobraría parcialmente el grandioso aspecto que debió tener. Todo intento de reconstrucción que quisiera sobrepasar la simple conservación estaría fatalmente destinado a caer en el dominio de la inventiva”. Lo negativo: la utilización de las piedras caídas sin ningún estudio de las mismas y la aseveración de que era imposible emplear algún tipo de metodología (anastilosis) como técnica de reintegración de las piezas halladas.

Carlos Onetto
Entre 1941 y 1948 se contrató a este arquitecto para otra restauración. Intervino el templo y explicó que  “(…) las piedras volcadas han sido seleccionadas separando las que tienen tallas, ubicándolas ordenadamente en dirección a los lugares de donde se las extrajo, con miras a su posible recolocación”. El comentario era coherente con las normas internacionales sobre intervenciones en edificios patrimoniales.

Desplome
Después de la intervención de Onetto pasó un largo tiempo sin ningún tipo de mantenimiento importante. En 1971 hubo un desplome en un sector de las paredes laterales de la iglesia. El informe reveló que “debido al gran fraccionamiento de las piedras se lograría sólo la obtención del 40% del material para reubicar”.

Juan Cardoni
Hacia 1996 intervino un ingeniero. Su hipótesis fue coherente: el muro (intervenido) había actuado históricamente como una unidad con coherencia estructural. Error: el muro, según el veredicto de Antonio Forcada (1763) nunca actuó de esa manera.
Desde la época jesuítica estaba en peligro de desplome por la irregularidad de las piezas, la falta de sincronización de las juntas y la utilización de una argamasa de carácter orgánico, perecible. Su intervención puede distinguirse cuando se recorre el templo: el sector de muro parece una construcción de ladrillo a la vista armado.

Marcelo Madagán
El siguiente ejecutor contratado fue un arquitecto, representante de la World Monuments Fund. Su intervención en el muro del lateral opuesto incluyó el portal de las Sirenas. Su concepto fue: “A efectos de definir los criterios de intervención fue necesario indagar si habría de trabajarse sobre muros jesuíticos o si estos eran producto de la intervención realizadas en la década del 40. A partir de la información histórica disponible se precisó que gran parte del muro Este de la nave es original, no así el dintel del portal, del que sólo se conservaba la placa decorada. Lo que resulta claro es que muro y vigas del dintel son obra de Onetto. Madagán simplemente se basó en lo que encontró. La pregunta es ¿era posible aplicar un criterio diferente de intervención? “Sí, concluye Levinton, en la medida que se investigara la documentación de la época jesuítica, se buscaran registros fotográficos posibles del estado anterior a la intervención de Onetto, y finalmente se revisarán los informes técnicos realizados desde la década del 30 hasta ahora”.