El derecho a la protesta, la criminalización y la violencia institucional

Domingo 10 de junio de 2007

Si la realidad no se dispone para ser aceptada con resignación, la acción colectiva es la posibilidad de echar luz sobre las desigualdades sociales, de buscar soluciones a los problemas que tenemos. Esas acciones colectivas no son espontáneas y tampoco una novedad. Extendidas son las tradiciones de lucha en la Argentina que van desde las huelgas y los piquetes de fábrica de los anarquistas de principio del siglo XX hasta los fogoneros de Cutral-Có, pasando por la movilización de los estudiantes, el corte de puentes o los acampes en espacios públicos de las organizaciones de desocupados, la ocupación de fábricas vaciadas por sus propios empresarios o las movilizaciones de los estatales.
Se ha dicho en varias oportunidades que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes. Pero en una sociedad con los problemas sociales que tiene la Argentina, acotar la participación al sufragio electoral, desencadenaría -como ya tuvimos oportunidad de corroborar muy recientemente- en un déficit de representación que se traduciría enseguida en el agravamiento de la crisis de gobernabilidad que nos distanciaría cada vez más de cualquier solución. Las organizaciones de desocupados o campesinos, o los gremios, no pueden esperar 2 ó 4 años para hacerse escuchar, plantear sus problemas y aguardar una solución concreta. Sobredimensionar el lugar que tiene el voto en la democracia contemporánea implica clausurar y excluir de la discusión a los actores sociales involucrados en los problemas. En ese sentido, el sistema electoral, se vuelve torpe para canalizar las demandas sociales y gremiales.
Se ha dicho también que el pueblo puede expresarse a través de los medios masivos de comunicación. Sin embargo, en una sociedad donde esos medios resultan prácticamente inaccesibles para los actores sociales, la manera de hacer visible sus demandas tampoco puede quedar circunscripta a la recepción por parte del periodismo empresarial. Cuando “la comunicación pública se organiza a partir de la cantidad de dinero que tenemos o que somos capaces de generar -señala Roberto Gargarella, en su libro ‘El derecho a la protesta’-, entonces, las ideas populares, por definición, van a tener problemas para circular. (…) Resulta claro que los políticos que tienen más chances de llevar sus mensajes más lejos y a más personas son aquellos que cuentan con un mayor respaldo económico detrás, y no los que tienen ideas potencialmente más activas”. “Aquellos que no controlan la televisión o la radio, aquellos que no tienen la capacidad económica para expresar sus ideas a través de los periódicos o hacer circular elaborados panfletos, puede llegar a tener un acceso muy limitado a los funcionarios públicos.”
En estas circunstancias, la manera de manifestar la demanda de ciudadanía, el modo de peticionar a las autoridades, de reclamar los derechos que formalmente alguna vez prometió el Estado, será a través de la constitución de foros. Se trata de tomar la palabra y ponerla en los lugares públicos, sea una plaza, un puente, la calle o la ruta, o un edificio público. En definitiva, la protesta social contemporánea, en todas las formas citadas arriba, constituye la posibilidad concreta que tienen los sectores desaventajados de expresar sus problemas. De allí que, como dice Gargarella, el derecho a la protesta sea el primer derecho, es el derecho a tener derechos, es el derecho que llama a los otros derechos, la oportunidad que tienen estos sectores de ser tenidos en cuenta otra vez, recuperar la voz para ser tomados como actores otra vez. El derecho a la protesta es la puesta en acción de la dignidad, la oportunidad de hacer valer la dignidad.

La criminalización de la protesta es una de las manifestaciones de la judicialización de la política, la posibilidad de transformar los conflictos sociales en litigios judiciales; de leer la realidad bajo la lupa del código penal. Criminalizar, entonces, será despolitizar y, por añadidura, deshistorizar, sacar de contexto a los conflictos sociales, emplazar a otras instituciones como interlocutores de los problemas sociales.
Pero criminalizar también es la habilitación al poder punitivo del Estado para encarar dichos conflictos con la lógica de la guerra, legitimar la intervención represiva por parte de las fuerzas del Estado, se trate de la policía o la gendarmería.
Criminalizando los conflictos sociales, se busca desencajarlos de la arena política.
La criminalización impugna la palabra a los actores sociales para re-encuadrarlos como “activistas”, elementos desestabilizadores del orden. Allí donde hay una protesta social, el Estado tenderá a ver un delito consumado o en vías de consumación y no dudará en caracterizar a los protagonistas de la protesta como delincuentes profesionales o aspirantes y a la organización que la sostiene como una asociación ilícita.

La violencia institucional no es un exceso, no son errores de la agencia que se resuelven descabezando a la cúpula de turno o haciendo una purga al interior de la fuerza policial.
La violencia institucional es la manera que eligió el Estado para estar en una sociedad cada vez mas polarizada, segregada y compartimentada; pero también son las prácticas represivas que nunca se desandaron durante la democracia. Estas prácticas constituyen una rémora de la última dictadura en el Estado y también en la sociedad en general. Porque sabido es que no hay represión sin ciertos niveles de consenso social. La actuación policial violenta cuenta con el apoyo de importantes sectores sociales de los cuales Sobisch, Blumberg, Marín, Romero, Macri, pero también Lavagna o Duhalde, o lo que ellos representan, son sólo algunas de las caras más visibles; representantes de la banalidad y la indolencia de una sociedad que nunca se pone en el lugar del otro para comprender la desigualdad y la relegación social, un sector de la sociedad cada vez más atrincherado en su bunker privado, dispuesto a comprar por televisión cualquier paquete de reformas legales a cambio de más seguridad. Un paquete que reconocemos en las siguientes marcas registradas: “Mano dura”, “Tolerancia cero”, “Orden o caos”.
La violencia institucional no es, entonces, un efecto disfuncional del sistema sino la manera de gobernar, en última instancia, los conflictos sociales que no puede cooptar, que no se pueden “poner en caja” o gestionar a través de las prácticas políticas (discrecionales, focalizadas, a requerimiento de parte y de subsistencia) canalizadas por las redes clientelares.
Una clase dirigente que recala en las prácticas cotidianas de la policía, que se recuesta sobre sus repertorios previos y las concepciones de mundo que vienen gravitando en el imaginario de esa fuerza (y no solamente en la fuerza policial) desde hace varias generaciones.
Por más que la policía de hoy no haya sido entrenada por los oficiales de la dictadura, tiende a reproducir aquellas prácticas (tortura, fusilamientos, secuestros, zonas liberadas, inteligencia sobre los ciudadanos organizados) cuando su accionar se organiza a través de la lógica de la guerra, cuando se postula su intervención para neutralizar a un supuesto “enemigo”, a los seres humanos desprovistos de su status de ciudadanos, despojados de los derechos y las garantías que el estado de derecho (la Constitución y los derechos humanos) le consagraron alguna vez.
El “enemigo” recibirá un tratamiento diferenciado, más allá del derecho penal liberal, que se averigua en el gatillo fácil, pero también en el aumento de los presos procesados (presos sin condena), en las causas que los jueces arman a la protesta, en las detenciones policiales por portación de rostro, en el uso de las fotografías que hace la policía para fraguar causas a los pobres, etc.
La figura del enemigo, la necesidad ficticia que se crea para defenderse de la peligrosidad inminente que representa el enemigo, legitima la intervención punitiva y reintroduce de contrabando la dinámica de la guerra. Se sabe, los enemigos hablan una lengua extraña, un idioma ininteligible. No se puede dialogar con ellos, merecen un tratamiento excepcional, conviene hacer una guerra preventiva de policía.
Fuentealba, como también Aníbal Verón, Teresa Rodríguez, Maximiliano Kosteki, Darío Santillán, fueron víctimas del gatillo fácil, una de las prácticas estatales más afincadas en la fuerza policial. Hay dos diferencias sobresalientes entre Fuentealba y las víctimas “anónimas” del gatillo fácil. Fuentealba era un maestro y además un luchador social. La segunda diferencia es que había cámaras en la escena del crimen. Esas son las razones por la cual los grandes medios de comunicación continúan hablando de Fuentealba, y la razón -legítima, claro está- por la cual importantes sectores del sindicalismo le piden la renuncia al gobernador Sobisch.
Pero en la Argentina que nos toca, según la CORREPI, hay más de 200 Fuentealba por año (2100 muertos durante la democracia), más de 200 razones más para ver y postular a la violencia institucional como una violencia regular, una práctica sistemática que se sostiene en una justicia burocrática y clasista, en la pereza ética de la sociedad con pánico moral, y en la corrupción y el espíritu revanchista de la clase dirigente.
Fuentealba no es una consecuencia no deseada, un exabrupto, otra extralimitación, sino la manera persistente del Estado para disciplinar a los excluidos o a todos aquellos que cuestionan el modelo de exclusión que después de tres décadas ininterrumpidas aprendimos a nombrar con el mote de neoliberalismo.
En definitiva, la centralidad de la figura del enemigo, la criminalización de la pobreza y la protesta, la violencia institucional, nos informan sobre el persistente giro autoritario del Estado, nos hablan de la inflación legal y el aumento de las penas, el debilitamiento del derecho penal de garantías y el desentendimiento de los derechos humanos; el empobrecimiento de la política, de los cuales el gobierno de Sobisch es una de las caras más representativas pero no la única.

Esteban Rodríguez


El perfil
Esteban Rodríguez
Abogado y Magíster en Ciencias Sociales, docente en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP)  y la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Autor de Justicia mediática (2000), Contra la prensa (2001) y Estética Cruda (2003); coautor de La radicalidad de las formas jurídicas (2002); La criminalización de la protesta social (2003) y Políticas de terror (2007). Miembro del Colectivo de Investigación y Acción jurídica (CIAJ), organismo de derechos humanos de la ciudad de La Plata; integrante del grupo cultural La Grieta de la ciudad de La Plata.

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