Los rápidos de Apipé

domingo 09 de agosto de 2020 | 6:30hs.
Los rápidos de Apipé
Los rápidos de Apipé

Por Víctor Ostrowski

Confieso que de repente estoy lleno de dudas. No estoy muy seguro de si el lector pueda imaginar las medidas y las expresiones que uso para describir el Paraná cuando digo “gran” río, “potente”, cuando describo las correntadas como “furiosas”. El que no haya visto el Paraná difícilmente pueda imaginarse su tamaño. El que lo haya visto puede confundirse (…)

Al oír el nombre de Apipé se les hace agua a la boca a los pescadores del Alto Paraná. “¡Qué dorados!” ¡Por encima de los rápidos es el mejor lugar para pescar con cuchara! Pero -y en este momento se ponen muy serios- ¡Pero cuidado! Si falla el motor, si a uno lo arrastra la corriente…”

Cuando se habla del Apipé con los pilotos de los barcos o los que están a cargo de las jangadas, sus caras se vuelven tiesas. “Oh, Apipé.”

Cuántas veces allá, en el Alto Paraná la gente nos preguntaba, preocupada: “¿Y qué harán con Apipé? ¿Pasarán el kayak por la costa?”

Por ahora Apipé estaba lejos y nosotros, embrujados con el laberinto de islas e islotes, vagábamos por los canales. Encontramos un lugar como creado para el campamento, armamos la carpa a la sombra de un árbol gigantesco y “vivíamos” como decía Lalo. En su idioma eso significaba el más alto reconocimiento. Él se dedicaba a la pesca. A cada rato venía con algún nuevo ejemplar que a veces ni conocíamos. Yo cazaba. Pero antes que nada, espiaba, observaba los pájaros y sus secretos. Cada anochecer teníamos una visita. A la altura del techo de la carpa, se posaba sobre una rama un búho. Aparecía sin hacer ruido, como un espíritu de la selva. Estaba tan cerca que era posible alcanzarlo con el remo. No nos temía. Alumbrado con la linterna movía la cabeza, disgustado, pero no se iba. Habíamos notado su presencia por el reflejo de las llamas en sus ojos redondos y abiertos. Recién muy entrada la noche abandonaba su sitio para aparecer al día siguiente. Nos habíamos acostumbrado tanto a su presencia que lo llamábamos “nuestro búho” (…)

Daba pena abandonar el acogedor sitio donde habíamos acampado durante tantos días. Nos prometimos regresar alguna vez.

La última tarde y la noche fueron muy tranquilas. Nos quedamos un largo rato al lado del fuego. Lalo desistió de la pesca nocturna. Enrolló las cuerdas, limpió los anzuelos. Callados, escuchamos las voces de la noche. El búho, sentado en su rama, ordenaba sus plumas y nos observaba con enormes ojazos. Los mosquitos parecían menos numerosos y molestos que otras noches.

A la madrugada salimos al agua abierta. El disco rojo del sol emergió y subió velozmente detrás de nosotros. Íbamos hacia el oeste. No había viento. La superficie del Gran Río brillaba rosada y lisa. Veíamos algunas ramas y manchas de sucia espuma (…) el río estaba subiendo. Faltaban todavía unas decenas de kilómetros para llegar al Apipé.

¿Cómo describir el Apipé? Lo más simple sería decir: una tranquera que cierra el Paraná, imposibilitando casi por completo la navegación entre el alto y bajo Paraná. Solamente las embarcaciones chicas y las barcas de fondo plano pueden pasar por allí. Y con mucha dificultad.

A esta altura el Paraná es un típico río de tierras bajas. Sus abundantes aguas se derraman majestuosamente por la llanura. Y de repente encuentran un obstáculo: una roca de basalto, levantada por alguna conmoción tectónica, que corre a través de todo el cauce del río. El Paraná no logró evitar la roca con un meandro, no logró abrirse paso. Tan solo mordió el duro basalto y saltó con furia por encima del obstáculo. Las cataratas del Iguazú embrujan con su belleza. En cambio el Apipé… no. No hay nada hermoso en este paisaje. Aguas anchas, costas lejanas y llanas. Sin embargo uno siente la terrible fuerza que estalla, despertada del letargo. La majestuosa tranquilidad de las inconmensurables aguas del Gran Río se siente ultrajada. Y salta con furia guerrera (…)

El umbral rocoso, que se asoma desde el fondo de arcilla, es muy alto. Llega casi hasta la superficie del río, achicando su sección. Las masas de agua, que presionan desde arriba, deben recuperar esta pérdida del volumen con la velocidad. El perezoso Paraná empieza a correr. Y corre. Con una brutalidad que asusta.

Bien por encima de las aguas espumosas, atravesamos el río, cuidando de no dejarnos arrastrar por la corriente, hacia la costa paraguaya. Hablando con exactitud no se trata de la costa propiamente dicha sino de una isla. Se llama Apipé y es bastante grande. El brazo norte del Paraná, que separa la isla de la costa paraguaya, no es navegable. El único paso, el único lugar donde las aguas son algo más profundas y tranquilas, está en el lado sur de la isla. Lo llaman “la corriente principal” o “el canal neutral”. Por allí pasan las embarcaciones cuyo calado no sobrepasa un metro con cincuenta centímetros. Esto quiere decir que la parte más honda del Gran Río tampoco tiene mucha profundidad en ese tramo. El paso, torcido ligeramente en forma de una S, tiene un ancho de apenas 30 o 40 metros. Roca en el fondo y roca en ambos costados.

Sobre la costa se ven tres chozas primitivas, hechas de ramas revocadas con arcilla. Techos de hojas de palmera. Estas edificaciones precarias bastan para vivir en un lugar donde las inundaciones ocurren muy a menudo.

Nuestra aparición y sobre todo el aspecto del kayak, nunca visto, constituye para los isleros paraguayos una verdadera sensación. Pero no muestran los consabidos síntomas de curiosidad. No fisgonean, no preguntan. Recuerdo las escenas del puerto de Posadas y, después, de otros muchos puertos del bajo Paraná: la gente que se aglomeraba, disparando las preguntas más tontas. Resultaba difícil defenderse de tantos insistentes entrometidos. Aquí únicamente unas cuantas indicaciones: dónde desembarcar, por dónde sacar el kayak a la tierra y el consejo que es mejor dejarlo atado a un árbol porque el río sigue creciendo. Después una mano se alarga con el mate (…)

Durante la conversación pregunto qué significa ese barco anclado a unos doscientos metros de la costa. Durante todo el tiempo lo veo inmóvil, sin un alma sobre la cubierta.

-El espiador –responde uno de los hombres y enseguida agrega explicando-; el espiador argentino.

Observo la bandera paraguaya, izada frente a las chozas. Estamos en la República del Paraguay y estas chozas constituyen el puerto de Apipé. Sin chistes. Aunque no haya instalaciones portuarias ni rastro de ningún muelle. Si llega alguna lancha o alguna barca a motor, simplemente se coloca una tabla entre ésta y la costa y se efectúa la carga o la descarga, para arriba o para abajo, según el nivel de las aguas.

Recién ahora me fijo que uno de los hombres debe ser un policía o un gendarme, por lo menos una autoridad. Lo reconozco por el cinturón y la pistola que asoma de la funda. Por lo demás no se diferencia en nada de los otros. Pantalones arremangados y descalzo. Los otros le dicen: comandante. La autoridad no se interesa por nuestra repentina aparición. No hace preguntas escrutadoras. Es de aquí. Respeta las costumbres del Gran Río.

No me gusta la escueta explicación de que este barco deshabitado sea un “espiador” argentino. Espiar es una palabra fea y sobre todo en la frontera suena muy desagradable. Digo en son de broma:

-Mi comandante. ¿Este espiador argentino viene de vez en cuando acá al puerto?

No me entiende y hasta queda sorprendido por mi ignorancia.

-¿Cómo podría llegar hasta acá si no puede navegar? No tiene ni hélice ni ruedas. Solamente puede subir y bajar por el canal. Cuida el canal simplemente. Y ayuda a los barcos que vienen contra la corriente. Sin él no podrían pasar.

El asunto queda aclarado. El barco de tan feo nombre resulta ser el amigo de los que necesitan pasar los rápidos del Apipé contra la corriente. En un tramo de ochocientos metros de largo hay un metro y medio de diferencia en el nivel del río (…)

El espiador, anclado, sacudido por la correntada, sigue en su puesto encima de la entrada del canal. Toda su maquinaria se compone de un fuerte motor que sirve para mover un gran tambor. Sobre el tambor hay enrollados mil metros de cable de acero cuya punta está atada al ancla fijada en el fondo del río. Eso es todo.

Como por encargo, a poco rato tenemos la oportunidad de ver cómo trabaja el espiador. Por allá, debajo de los rápidos se oye una sirena.

-Llaman al espiador –explican los paraguayos-: seguramente son las lanchas. Van a ver enseguida cómo las va a izar.

Sobre la cubierta del espiador aparecen varios hombres. Oímos el rugido del motor. El barco, como despertado con este ruido, se estremece y comienza a retroceder de popa río abajo. Parece una araña que baja por su hilo. Baja despacio y con mucho cuidado. A pesar de la distancia, sentimos la enorme fuerza de la corriente que arrastra al barco. El cable está tenso como una cuerda.

Vamos por la costa para presenciar la maniobra. Hay dos grandes lanchas a motor, no se sabe de qué bandera, argentina, paraguaya o brasilera. Sus fuertes motores las trajeron hasta acá, contra la corriente, tal vez de una distancia de cientos de kilómetros. Pero tienen que darse por vencidas frente a los rápidos del Apipé.

Qué aspecto tan extraño, casi cómico, tiene este pequeño David que va al rescate de dos Goliats. Su proa rompe las olas. Parece como si avanzara a gran velocidad cuando en realidad retrocede. Ya desenrolló todo el cable. Ya pasó las aguas espumosas. Las lanchas se acercan. Enganchan los cables al remolque. Otra vez se oye el rugido del espiador. Más fuerte, el doble que el anterior. El convoy empieza a avanzar contra la correntada. Contra la proa del remolcador se alzan las olas. Mucho más altas que a la ida. El motor trabaja a plenas revoluciones, enrollando el cable. También trabajan los motores de las lanchas. Ayudan como pueden. A pesar de estos esfuerzos el convoy se mueve con la velocidad de una tortuga. Nosotros, caminando despacio por la costa, nos adelantamos al convoy. El pasar los ochocientos metros del canal lleva mucho, pero mucho tiempo.

Por fin las lanchas remolcadas devuelven los cables y siguen navegando por su cuenta. El espiador, cansado, se sume nuevamente en la inmovilidad del sueño. Como nos hay otra cosa allí, río abajo, lo tripulantes del remolcador bajan un bote y, remando con todas sus fuerzas, llegan hasta nosotros. Tomamos mate (…)

En el transcurso de nuestro viaje por el Gran Río, nos encontramos varias veces con los jangaderos. Son gente macanuda y muy alegre que se la pasa navegando por el Paraná, llevando una vida divertida y azarosa. Uno estaría inclinado a pensar que el río es la ruta más simple y la más indicada para transportar las riquezas madereras de Misiones, Brasil y Paraguay. De las selvas costeras directamente a las grandes ciudades, a los centros industriales. Pero el asunto no es tan simple ni tan numerosas las jangadas. Primero: muchos árboles y de los más valiosos, tienen la madera muy pesada. Tan pesada que en vez de flotar se van al fondo. Segundo: hay que tener presente los caprichos del Gran Río, las correntadas, los torbellinos, las rocas sumergidas, las corrientes cambiantes y los bancos de arena. Sin embargo, el peligro más grande que acecha a los jangaderos, sobre todo en el curso medio y bajo del Paraná son los vientos (…)

El trabajo de los jangaderos no es fácil. Hay que tener los ojos bien abiertos. No dejarse engañar por la aparente tranquilidad de la superficie y del cielo descubierto. Hay que conocer el río, hay que saber leer el cielo y prever cualquier cambio.

La diversidad de las clases de maderas obliga a armar las jangadas de manera muy especial. A un tronco de madera pesada se le ata al lado un tronco de madera liviana que lo sostiene. Varias de estas unidades, aseguradas una al lado de la otra, forman una balsa. Colocadas una detrás de la otra constituyen un largo conjunto. Algo así como un tren acuático. Adelante hay una lancha a motor un pequeño remolcador que conduce la jangada. Está prohibido llevar las jangadas sin esta ayuda mecánica. Sería demasiado peligroso y, en caso de un transporte muy grande, casi imposible. Para conducir la jangada, uno tiene que ser no solo un experto jangadero sino también un piloto que sepa llevar correctamente este largo tren acuático. Las jangadas bajan por el Paraná únicamente de día. Antes del anochecer la lancha o el remolcador acercan el transporte a la costa donde hay que anclarlo o atar con fuertes cuerdas a los árboles (…)

La última jangada del conjunto está atada por lo general únicamente con troncos de madera liviana. Por lo tanto sobresale del agua más que las otras. Se colocan transversalmente unas tablas, se atan algunos palos verticales, una lona encima y se obtiene un techo para resguardarse del sol o de la lluvia.

Los jangaderos del Paraná se organizan en grupos que se ocupan de transportar las jangadas en ciertos, limitados tramos. Reciben la jangada del grupo anterior y después de recorrer 300 a 600 kilómetros, la entregan abajo al grupo siguiente. En el tramo mencionado el jangadero conoce el río como la palma de la mano, lo que no sería posible en un tramo de dos mil kilómetros. A menudo la jangada comienza a bajar con un grupo brasileño o paraguayo y después la retoma un grupo argentino. He visto tripulaciones mixtas.

La voz por el río corre lejos. Muy lejos. Oímos el ruido de un motor. Estiramos el cuello, miramos a todos lados. Frente a nosotros sobre la plateada superficie del agua, vemos unas oscuras rayitas y más allá la forma de una lancha. ¡La jangada! Nos aplicamos a los remos, nos acercamos. Sobre la última jangada, como de costumbre, un techito. Se ve el humo de la fogata. Manejando el palo del timón, un muchacho, parado con las piernas bien abiertas nos sonríe. A sus pies hay todo un montón de sandías. Hace mucho que no comemos sandías. Lalo le grita desde lejos:

-¡Eh! ¡Amigo! ¿No nos venderías una sandía? ¿Eh? ¡La pagaremos!

El muchacho se inclina, prueba las sandías con los dedos, elige una y la tira al agua.

-¡Agarrá! ¡Buen provecho!

Pescamos el regalo y arrimamos el kayak a la jangada. Con cuidado, contra la corriente. De otro modo podríamos volcar y hasta caernos debajo de la jangada. Una vez fui testigo de un accidente de esa naturaleza. Un hombre se cayó desde la jangada y la corriente lo arrastró debajo de los troncos. Desde arriba veíamos sus movimientos, su desesperado esfuerzo de meter la cabeza entre los troncos para tomar aire. Faltaba tan poco, unos centímetros. Y hubo tan poco tiempo para romper las amarras, abrir la trampa. Más de un jangadero terminó su vida de esa manera.

De “La Vida en el Gran Río. El Paraná en kayak”, Ediciones Cuarto Mundo, Buenos Aires 1975. El autor navegó el Paraná en Kayak, desde Iguazú y registró el viaje con anotaciones y fotografías.