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La moneda de una sola cara

domingo 10 de mayo de 2020 | 6:30hs.
La moneda de una sola cara

Waldemar von Hof
Escritor

     lguna vez supe tener una colección de monedas. En realidad era casi una colección, me faltaba una sola moneda. En un momento de arrebato, de decisión y a partir de una buena oferta, entregué toda la colección por esa última moneda que me faltaba. Me quedé con esa sola moneda que completaba mi colección.  
Cuando hice este cambio, este trueque, ese negocio, yo me quede con la moneda que marcaba, que sellaba y signaba la colección completa. El cambio fue conveniente para ambas partes. Para mí y para don Wasilieff, porque él se quedaba con la colección a la que le faltaba una moneda, que seguramente en su ambición la podría conseguir y completar. 
En aquel momento guardé esa moneda en el bolsillo de atrás de mi pantalón. Salí cantando esa canción que signaba esto, “la vida es una moneda” y es cierto, hablaba de monedas y no de gruesos billetes. 
Al tiempo había vuelto a caer esta moneda en mis manos. Era pequeña y antigua, miré el anverso con sus características, la efigie, los laureles, algunas estrellas y la frase que venía al caso. Al darla vuelta, para corroborar la fecha, esa curiosidad que uno tiene como coleccionista, comprobé, vi y descubrí que la moneda no tenía la segunda cara. Una moneda sin reverso, una moneda sin contra cara, una moneda de una sola cara. No pude ver la otra cara. Esta moneda no estaba esmerilada, esa cara no estaba desgastada por el uso, esa cara simplemente no estaba y no existía. Comencé a investigar y a averiguar. Recurrí a libros de coleccionistas, sabios, intelectuales e investigadores. 
En un antiguo y vetusto libro que estaba en los anaqueles de mi biblioteca, el Diccionario de términos y conceptos económicos, editado por la casa de la economía de los países de occidente en 1723, encontré una respuesta. Decía: “muy raras veces existen monedas de una sola cara, se acuñan muy excepcionalmente, pero existen”. Muy raras veces, y yo tenía una en mis manos. Continué leyendo, investigando y averiguando de qué se trataba. Eran acuñaciones que tenían una tradición antiquísima, que venía de las primeras culturas, cuando las monedas se acuñaban a martillazos y eran fabricadas artesanalmente. Las monedas de una cara tienen un don especial, tienen ese “vaya a saber qué” que esconden estas cosas que están escritas a medias, estos dichos que tienen medias palabras, estas vicisitudes que quedan a medio hacer, pero con una intencionalidad, con un valor, con un sentido y con un significado. 
En uno de los inviernos realicé un seminario de semiótica y de arqueología bíblica en la facultad de teología. Desde el cuerpo de estudiantes sugerimos la invitación del profesor de origen polaco doctor Casimir Valeska de la superior Universidad de Jerusalén. Con éxito la dirección de la facultad pudo traer, por cinco días, al eximio profesor que nos habló de arqueología bíblica. Como el conferenciante se alojaba en el internado, en el que vivíamos los estudiantes, compartimos algunas noches de sobremesa. Las conversaciones giraban sobre el sentido y la interpretación de algunos de los textos bíblicos. Casi por casualidad comentando la historia de Jesús y la discusión con los fariseos en el evangelio según San Mateo, sobre los impuestos, el profesor menciona que la moneda que le entregan a Jesús, es de una sola cara. Según el eximio catedrático, Jesús pregunta por la cara, el anverso, y los discípulos le contestan “es la cara del César”. Esa es la cara visible la cara del tributo, la cara del impuesto, la cara de la obligación de la moneda. La otra cara no existía, no estaba ni impresa, ni acuñada, porque es la cara de Dios. Es el rostro de este Dios que no tiene cara, no tiene nombre y no tiene imagen. El reverso es la fisonomía de lo que se recibe, el regalo de la vida, el lado de todo lo que recibimos de Dios. La cara que no tiene cara, porque son muchas caras, son todas las caras juntas, son todas las fortunas, son todas las monedas acuñadas sintetizadas, allí, en este reverso de la moneda. 
En la biblioteca del centro numismático de la ciudad de Santa Fe encontré el Libro de los Jeroglíficos que ha sido copiado, compilado y editado en París, en el año 1958 por el profesor y arqueólogo Charles Sans Sousa. Este catedrático lo copió de la pared señalada por un sol, de la tumba de los faraones, en la pirámide que está en el ángulo occidental del gran cementerio de los reyes. En esa muralla se describe la importancia de la moneda de una sola cara en el milenario reino de Egipto. Cuenta allí que cuando un rey asumía el reinado dejaba acuñar una moneda como señal y conmemoración. Esa moneda tenía una sola cara. En la cara visible el rey hacía acuñar su efigie, su rostro, para que el pueblo viera que a partir de ese día era el nuevo rey. Asumía el control sobre las personas, sobre el mundo, sobre la economía y por lo tanto sobre el dinero efectivo. Esta acuñación quedaba guardada en un cofre para que algún día el rey estampara la cara invisible de la moneda. Mientras tanto se adjudicaba el poder de dejar invisible esta cara, significando, figurando y representando en ella todo lo que él haría, todo lo que ha de realizar, todo lo que en este, su reinado iba a crear y generar. Él tenía la seguridad de que no hacía falta acuñar esta segunda cara. Tenía en sus manos este perfil, porque como rey y como dios creaba toda la realidad. El reino era él, era la cara visible. Pero también era la cara invisible del mundo, tenía el poder, era el poder de todo lo visible y también de todo lo invisible. 
En el furor de mis investigaciones fui a visitar el monasterio de la orden de los Jebusitas que se encuentra al final de la calle Salta, en Constitución, ciudad de Buenos Aires. Un amigo me había comentado que en su biblioteca, muy antigua y muy completa, que incluso guardaba incunables traídos por los primeros monjes que llegaron de Europa en los tiempos de la colonización seguro encontraría información. Después de las obligadas acreditaciones, pude entrar a la sala de lecturas, pidiendo viejos tomos enciclopédicos en letra gótica, que contenían artículos sobre acuñaciones de calderillas. Desde una mesa contigua me observaba un anciano de pequeños y lechosos ojos azules, larga barba  y traje blanco. Al ver que yo consultaba los tomos de una antiquísima edición se me acercó, “Los discos de un solo lado son propiedad exclusiva de la estirpe de Odín. No busque más allá de ello, si usted tuvo acceso a algo similar deshágase urgente, porque la tragedia e incluso el infierno será su realidad hasta que la muerte lo libere” me espetó sin consultarme. El casi centenario interlocutor se levantó, con la ayuda de un nudoso bastón de quebracho y del brazo de una joven mujer, con aires de valquiria, desapareció por unas de las puertas de la biblioteca.  De las consultas pude descubrir que cuando los griegos comenzaron a acuñar monedas guardaban una de estas con una cara, sin estampar. La cara visible era la del rey o el valor de la moneda. El segundo lado no existía. Esta moneda se guardaba en el templo. Era utilizada para consultar, presagiar, decidir o dejar caer el lado reverso del destino de los que la quisieran consultar. El destino siempre es abierto, es invisible, todavía no puede verse. El que quería conocer su destino podía recurrir al templo. Tomar el pedazo de metal, palparlo, tocarlo y pensar en su destino. Podía cavilar, soñar, decir y creer en su destino. Pero también podía tirar la moneda, para que la moneda pudiera cantar, contar o descubrir su destino. Siempre el destino tiene dos posibilidades, está el destino real, visible, el que se va viviendo en el día a día, donde la cara se ve y se nota, donde la cara se vive, se vivencia, se sufre, se llora, se ríe o se disfruta, ese rostro es la de la realidad. La fatalidad, el drama, la tragedia era cuando la moneda caía con la cara invisible hacia arriba, el destino estaba echado. El destino se volvía oscuro, invisible, significando una posible desventura. Podían caer sobre el consultante todas las sombras del destino, con todas sus oscuridades, sus miserias, sus desgracias, sus infortunios y sus desdichas. Cuentan historiadores que muy pocos se animaban a consultar su destino, preferían ir descubriendo el destino día a día, hora a hora, momento a momento. 
En el gran Tratado de Historia, parte de la Enciclopedia General y Universal, en la página tres mil setecientos quince (3.715) consultado en su versión en pergamino que encontré en una la librería de libros usados en la calle Colón en la ciudad de Córdoba, se lee en la sección de Numismática en los acápites siete y nueve del autor, Don Aristóteles Yacumán Wisnievski, “que el hecho de las monedas de una sola cara no ha estado ausente en la historia general de la numismática. Se ha dado en muchos reinos y en muchos estados. Dándose sobre todo en espacios ligados al poder, queriendo significar que esa cara, invisible o no existente, quedaba reservada al poder de turno, al rey, al presidente o quien en ese momento ejercía el poder”. No se menciona nada relacionado a la magia, tampoco se dice nada de poderes intrínsecos ligado a lo religioso o a lo taumatúrgico de estas monedas. Es poca la información que este autor ha plasmado en esta enciclopedia, que de por si es bastante completa y exhaustiva en otros temas. Evidentemente el autor estaba influenciado por algún temor al desarrollar esta temática. 
El pequeño valor que recibí a cambio de mi colección lo guardé en una caja de habanos, que me había regalado un tío al volver de uno de sus viajes por cuba. Claro, me regaló solamente la caja, con sellos y medallas doradas impresas en su exterior, sin los habanos. En ella voy guardando los centavos y los pesos que voy encontrando por las calles y en los caminos. Son pocas, ya no llegarán a ser una colección. Tampoco intenté arrojar la moneda para conocer mi destino, posiblemente la arroje a alguna fuente para pedirle tres deseos.


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