La foto en la biblioteca

domingo 06 de septiembre de 2020 | 3:30hs.
La foto en la biblioteca
La foto en la biblioteca

Waldemar von Hof

Una fría mañana de primavera de 1973 fui a visitar a mi abuelo paterno. Era un alemán más bien menudito, de ojos azules claro enmarcadas en unos pequeños anteojos dorados. Nariz respingada, de pómulos amplios que encuadraban su eterna y sonriente boca. Los escasos rulos amarillos, restos de una tupida cabellera de vikingos, le daban un aire bonachón y apacible.

Yo disfrutaba de estas visitas a la casa de los abuelos. Estaba ubicada en lo alto de una larga ribada de tosca y tierra roja. Él mismo, don Louis, este alemán, que recorrió los cinco continentes antes de recalar a nuestra colonización de Montecarlo, en las riveras del alto Paraná, la había construido con sus propias manos. La casa tenía un estilo propio, ladrillos a la vista, dos amplias galerías de columnas cuadradas y blancas, una daba al norte y la segunda al oeste. Estas galerías le daban un estilo colonial pero su objetivo principal era dar aire fresco y sombra a las habitaciones. Las verandas, conformadas por estas galerías estaban ocupadas en gran parte por grandes macetones con plantas de todo tipo, color y especies, mantenidas y cuidadas por la abuela. La vivienda tenía, del lado sur, una construcción redonda de unos cuatro metros y medio de diámetro y de dos pisos de alto. Una especie de torreón, de ladrillos a la vista, con tres ventanas de madera y pequeños cuadrados de vidrio. En su interior, sobre un piso de madera dura y muy bien lustrada había una mesa redonda, cinco cuadros pintados en acuarela y estantes con una infinidad de libros. Desde las ventanas se tenía una amplia vista a la selva misionera con su bosque frondoso en primer plano y los cerros azules en la lejanía, hacia el oeste se podía adivinar el valle, por el que fluía el Paraná hacia el sur.

Llegar a este lugar para mí, siempre fue transportarme a otro mundo. Se me mezclaban emociones, recuerdos y esa alegría de ser bien recibido. La frescura del lugar en el verano y lo tibio del sol en invierno lo había logrado, el papá de mi papá, plantando una hilera de Hovenias y dejando dos lapachos de la selva original del lado sur. En el estío las hojas de estos árboles brindaban el frescor de su sombra y en la estación fría el sol entibiaba el suelo traspasando las ramas sin follaje.   

El abuelo me recibió con un efusivo abrazo y un vaso de agua fresca. Estaba picando leña, por el color de la madera deben haber sido toras de Loro Negro, para la salamandra. A su derecha el galpón, una construcción de ladrillos a la vista en su parte delantera y de madera en la parte de atrás. Fue su primera construcción en el lugar, espacio en el que instaló su taller y en el que se dedicaba a hacer las lápidas en piedra arenisca, de basalto negro y cemento blanco que hoy caracterizan al cementerio de Montecarlo. En la parte posterior se hizo de un sótano, cavado en la tosca, en el que tenía, incluso, un barril de madera, traído vaya saber de dónde, que me imagino debió haber tenido vino alguna vez.

—¡Feriado!, no está la abuela y recibo visitas, —clamó a viva voz, con una espontánea carcajada, cuando llegué. Me abrazó y agrego la pregunta.

—¿Venís a buscar más libros?

—Y a devolver este “Kon-Tiki” —le contesté mostrándole la bolsa que traía en mis manos.

—Ah, Thor Heyerdal y esa balsa de madera ¿te gustó? —me preguntó mientras tiraba el hacha sobre el montón de leña picada, se sacaba el pesado delantal de cuero crudo y juntos enfilamos para la casa.

— ¡No pude parar de leer! Toda la siesta leyendo. No puedo creer como hicieron para cruzar todo el pacífico en esa balsa de troncos, solo empujados por los vientos y la corriente del mar. ¿Qué otros libros hay para prestarme?

—Vemos que hay—agregó como al pasar, limpiándose el barro de las alpargatas sobre los ladrillos del sendero que unía la casa con el galpón y la letrina, pequeña casita de ladrillos, con una amplia puerta de madera que tenía un corazón calado a la altura de la vista. En la puerta de entrada a la cocina se quitó las “alpargatas de afuera” y se calzó las “alpargatas de adentro”, como le gustaba decir. Al ingresar a la casa me recibió un perfume de pan recién horneado.

—¡Uh, el pan ya está listo! —y en una misma acción saco el pan del horno, cortó una rodaja y me la alcanzó.

—Seguro que la abuela después de enoja y me rezonga —agregó con un leve guiño de sus astutos y divertidos ojos color mar y cielo, es más, diría color a lejanía. — Pero no hay cosa más rica que el pan recién horneado! ¿Verdad?

—Vení, —agregó, mientras traspasaba la amplia puerta de cedro misionero que daba a la construcción redonda. Las paredes pintadas de un amarillo sutil daban un ambiente de mucha claridad a este espacio. —Vamos a ver que hay. ¿Cómo te fue con el Kon-Tiki? ¿Lindo eh? De Perú a Oceanía en una balsa. Yo lo hubiera hecho, pero uno no puede hacer todo en la vida.

Hizo lugar sobre la mesa redonda, corriendo un tablero de ajedrez, con sus piezas acomodadas en posición de juego, media botella quebrada, que contenía una decena de lápices de colores y varias hojas con bocetos y dibujos a medio hacer. Tomó un libro de uno de los estantes.

—Este seguro que este te va a gustar— dijo, mientras tomaba el libro que yo saqué de la bolsa que traía y me alcanzaba El Lobo Estepario de Hermann Hesse. —Es para pensar un poco, conocer al lobo que llevamos adentro y nos quiere despedazar. Este loco afirma que tenemos dos almas dentro de nosotros, una que quiere la vida y la segunda quiere aniquilarla, son como dos lobos que luchan constantemente. Cada libro en sus hojas contiene toda una filosofía, toda una forma de ver y entender al mundo…  

—Perdón abuelo, ¿esa foto en el estante, siempre estuvo ahí?

—¿Esa foto? No estaba siempre ahí, la encontré en un libro hace poco.

—¿Una canoa de palo en el río Paraná?

—La canoa de timbó de Quiroga.

—¿De Horacio Quiroga, lo conociste?

—Si, fue en el verano de 1935, el año en que me vine con tu papá, que tenía doce años, a la Argentina desde Paraguay, escapando de la guerra del Chaco con Bolivia. Me tuve que venir por no poder cerrar la boca y no quería que tu papá fuera a pelear con los otros niños que estaban reclutando para la guerra. Después de recalar por Candelaria, terminamos en San Ignacio, Ivirorai-Mi le decían todavía. Conseguí la changa de albañil en la construcción de la gendarmería. Vivíamos en una pensión y un día coincidimos con Quiroga en lo que fue el bar del loco Van Suite, que había sido el primero en hacer un acto para el primero de mayo en San Ignacio. Me lo contó el mismo Quiroga. En aquel momento el bar lo atendía una mujer venida del Brasil.

—¿Así que albañil? —comenzó él la conversación, en ese día, mientras almorzábamos en el bar del perdidamente borracho Van Suite.

—Sí, albañil, en realidad escultor y técnico tornero, para lo que necesite —le contesté.

Me contó que tenía que volver a Buenos Aires por cuestiones de salud y que su actual compañera ya se había vuelto a la ciudad portuaria con su hija. Me pidió que lo visitara por que le tenía que hacer unos arreglos a la casa de piedra, que en su ausencia, se había venido un poco abajo y le entraba agua por los ventanales de hierro. Yo invité una botella de vino tinto, hablamos de albañilería, de política y la cosa se fue derivando a los libros. Le conté que leía y él me contó que escribía.

— ¿En qué idioma lee? —Me preguntó.

—Alemán, algo de castellano e inglés.

—Venga hoy a la tarde, —me dijo—vivo bajando al puerto viejo, ahí donde hay una plantación de yerba y un patio con muchas cañas, las planté yo.

Fui esa misma tarde, sabiendo que leía y escribía llevé, en mi maleta, alguno de mis libros, pensando que tal vez pudiéramos intercambiarlos. Después de ver el trabajo que yo tenía que hacer, sentado sobre dos troncos a la sombra de unas palmeras recién trasplantadas, miramos como el sol rojo y caliente caía sobre el Paraná. El río, el horizonte, y cada uno de los cerros del Paraguay, se fueron tiñendo con esa dorada, roja y sangrienta luz. Horacio estaba decaído y delgado, en su barba se notaban filamentos plateados y el pelo lo tenía ya ceniciento.

—Si estuviera Ana María seguro que nos hubiera servido un té, —comentó al pasar, pero ella decidió partir, ahí está en el cementerio la pobre. Tosió mucho y varias veces se levantó a mear.

Me mostró su pequeña biblioteca, me regaló este libro, Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte, editado en 1917, —Tenés que leer el Almohadón de Plumas, ¡muy bueno!, me dijo.

Yo le regalé el libro de poesía que llevaba encima, de Edgard Allan Poe, en inglés. Sus ojos brillaron, se emocionó, por poco se pone a llorar.

—“Si nuestra literatura tuviera algo de esto, estaría en la cúspide de la literatura universal, lástima que nuestro Río de la Plata está lleno de cagatintas” dijo pensativamente, mirando al Paraná que fluía lenta y rojizamente hacia el sur.

Días después le hice el trabajo que me había pedido, un vecino me pagó lo que me debía, no supe más de él. Creo que había viajado a la ciudad de Buenos Aires por cuestiones de salud pero no volvió.

El abuelo quedó sumido en un meditativo silencio, su mirada celeste paseaba desde la foto al horizonte sur, detrás de la hilera de árboles, entre los cerros de la ventana. Sus ojos tenían esa acuosa profundidad de los que sienten melancolía y ese amor incondicional por la lejanía, los viajes y los libros.

—Mira que conocí gente, pero este hombre me impresionó, y eso que hablamos poco. ¿Y te vas a llevar el libro entonces?

Fue la primera vez que leí a un tal Horacio Quiroga.

Relato inédito. Von Hof publicó los libros: De letras y tierra roja, Siesta en el río de los pájaros, De letras chicas y anotaciones al margen, entre otros.