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La final

domingo 12 de julio de 2020 | 2:30hs.
La final

se año, el equipo del barrio Caigüe llegó por primera vez a la final del Campeonato Interbarrios Categoría Veteranos. Era ese, el suceso más importante para el barrio en muchos años. No se hablaba de otra cosa. Manuel Benítez, carnicero de oficio, nacido y criado en esa humilde vecindad, era el director técnico que llevó a la final al equipo en esa liga destinada a hombres de entre 50 y 65 años.

Faltaban dos semanas para la final y Benítez estaba nervioso. Tenía dos bajas importantes de cara a la gran final. Una, la del Indio Recalde, rústico defensor que en el último partido por la semifinal se había lucido con un golazo de cabeza, pero que al día siguiente tuvo un infarto en la sombremesa de un asadito familiar. La pérdida del Indio no sólo era una baja deportiva sensible. Albañil y guitarrero, era uno de los tipos más buenos y queridos del barrio. Por eso, si llegaban a ganar la final, los del Caigüe prometieron incrustar el trofeo en su tumba.

La otra baja era la de Daniel Borja, un buen delantero que no iba a poder estar en la final porque tenía que viajar a Asunción de manera impostergable y no regresaría para el día del partido.

El reglamento permitía sumar dos jugadores a los fines de compensar las bajas. Benítez ya había conseguido el reemplazo del Indio, pero le faltaba uno.

—Che, ¿qué es de la vida del Conejo Gamarra?— le preguntó Manuel a su ayudante El Chacho Rojas.

—Noo, se fue del barrio hace rato, cuando murió la mujer — contestó El Chacho.

—Eso ya sé chamigo. ¿Pero será qué sigue jugando?

—Ni por su bola. Desde que se fue, chupa todo el día. Cobra una pensión y me dijeron que no hace nada. Dejó de hacer ladrillos. Vive allá en el barrio Itá en un ranchito. Terrible caú.

—Qué lástima che, pobre Conejo. Humberto Gamarra, qué jugadorazo, por favor. Pocos como él…

—Sí. Diez como aquel ya no hay.

Al día siguiente de la charla con Rojas, Manuel agarró su bicicleta y pedaleó hasta el barrio Itá. Encontró el rancho del Conejo enseguida. Hacía un calor tremendo. Lo vio sentado bajo la mora, sin remera, solo, con una botella de cerveza. Se dieron un abrazo. Humberto fue a buscar una silla más. Conversaron. El Conejo mantenía su delgadez de siempre, hasta conservaba en parte esa musculatura maciza que le había dado toda una vida de olero. Pero su rostro lucía demacrado y sus ojos acuosos, etílicos, como dos esferas tristes naufragando en un mar de arrugas curtidas.

Benítez le contó de la final. Le contó lo del Indio.

—Es el partido más importante de la historia. Nunca jugamos una final. ¿Te imaginás si salimos campeones? ¿Seguro que no estás para jugar Conejo?

—Pero ni en pedo amigo, yo ya no corro ni el colectivo. Me levanto de la silla y me agito, si fumo 40 puchos al día. Ya se me pasó el tren hace rato...te voy a hacer pasar vergüenza. Me sumo para el festejo. Y ese día voy a estar ahí alentando a los muchachos.

—Escucháme una cosa Conejo. Faltan dos semanas. Vamos a salir a correr un par de veces. Venite a entrenar con nosotros un día aunque sea. Aflojále con el chupi y el pucho estos días. Esa magia que vos tenés no se pudo haber perdido. Te necesitamos chamigo.

El Conejo Gamarra intentó correr un poco los días siguientes, pero fue en vano. Sus pulmones ya no respondían. Siguió chupando normalmente y al entrenamiento ni fue. Le dijo a Manuel que no iba a poder, pero Manuel lo anotó igual en la nómina de jugadores para la final porque no había otra opción y tenían que completar quince jugadores al menos.

Llegó el día de la gran final contra Loma Pytá. Era un domingo radiante. El partido se jugaba a la siesta en terreno neutral: la cancha del barrio Cabral. Hasta allí fueron todos los vecinos y vecinas del Caigüe, incluidos los familiares de El Indio Recalde, que llegaron con fotos del Indio, velas y flores en su honor.

El partido comenzó puntual a las tres de la tarde. Camiseta azul para el Caigüe. Roja la de Loma Pytá. Fue un primer tiempo denso, en el cuál el balón circuló lento, trabado y sin grandes riesgos para ninguno de los dos. Un bodrio que se vivienció de todos modos con inmensa emoción en las improvisadas tribunas. Había bastante dinero en juego. En Caigüe ya habían decidido el destino de esa platita en caso de ganar la final: un pozo de agua para la familia Ayala, un techo nuevo para la paradita de colectivo, un ventilador de techo para la escuelita, el panteón para el Indio y por supuesto el asado de festejo.

En el descanso, el Conejo Gamarra – que lucía la camiseta número 6, aquella que fuera de El Indio- salió disparado al kiosco y fió una Pilsen. “Disculpá, no aguanto los nervios” le dijo Gamarra a Manuel, que lo miró con cierta pena pero no le dijo nada. Comenzó el segundo tiempo. Dos pelotas en los palos y una que sacó milagrosamente en la línea el zaguero Luis Carancho Villanueva, salvaron al Caigüe de una merecida derrota.

Se jugaba hasta los 35 minutos. Iban 32. Manuel mandó a todo el equipo a refugiarse atrás para aguantar hasta ir a penales. Loma Pytá iba e iba hacia el área contraria, consciente de que su rival estaba ya sin piernas y al borde del nockout. En uno de esos centros, la pelota quedó boyando y el Carancho Villanueva la reventó fuerte hacia el campo rival. Allí, Ramón Cañete, delantero azul, pegó un pique que casi le cuesta la vida, obligando al arquero rival a salir al cruce y voltearlo cerca del área. Tiro libre para Caigüe y expulsión para el arquero rojo.

Iba a ser la última jugada del partido. Cañete acomodó la pelota y comenzó a soñar con el gol mientras los de Loma Pytá reclamaban al referí y demoraban el armado de la barrera. El arquero suplente del Loma Pytá se calzó los guantes y entró a la cancha para ponerse bajo los tres palos. Era bajito y pelado. En el banco de suplentes del Caigüe, el Conejo Gamarra liquidó su cerveza de un trago y se puso de pie. “Ponéme. Ponéme ya. Esta es mía” le gritó a Manuel Benítez.

Sorprendido, el técnico lo miró. “Poneme. Yo pateo ese tiro libre”. Entonces Benítez no dudó. A los gritos, ordenó el cambio al juez de línea. Borracho como estaba, el Conejo entró a la cancha al trotecito, reemplazando al viejo Pedrozo. Hacía cuatro años que no pisaba una cancha. O sea, desde que había enviudado. Era zurdo. Acomodó la pelota un par de metros afuera de la medialuna, casi en línea recta a la posición del arquero, que estaba justo en la mitad del arco. El trote hasta allí le había agitado. Intentó recuperar aire. Los jugadores azules no entendían nada, y miraban a Benítez con preocupación. Cañete escupía maldiciones al viento y hasta intentó disputarle la pelota al Conejo, quien poniéndole una mano en la mejilla, le dijo suavemente: “es mía”.

Entre tanto tumulto pasaron varios minutos, hasta que al fin la barrera estuvo armada con seis hombres y el árbitro pitó. Manos en la cintura, al Conejo Gamarra se le detuvo el tiempo, y mil imágenes pasaron por su cabeza en esos instantes. Si hasta le pareció ver a la Carlita, su mujer, en la tribuna alentando junto a la gurizada como siempre había sido antes. Tres pasos lo separaban del balón. El disparo fue perfecto. Como un jilguero cantando feliz, la pelota voló hacia su nido de red, entrando por el ángulo superior derecho. Golazo. El árbitro pitó el gol y el final del partido al unísono. El Conejo cayó de rodillas con los brazos extendidos al cielo, envuelto en un llanto inevitable. Todo el equipo fue a abrazarlo. La gente del Caigüe saltó de la tribuna para sumarse a ese abrazo. Todo el barrio se hizo abrazo. 

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