La condición de Fermín

domingo 30 de agosto de 2020 | 0:30hs.
La condición de Fermín
La condición de Fermín

Sebastián Borkoski

En el verano de 1987, enfrenté un caso extraño en un hospital psiquiátrico del interior del país. Me invitaron a recorrer el establecimiento y darles una opinión, basándome en la experiencia que había adquirido sobre uno de los habitantes más extraños del lugar, un tal Fermín. Internado por voluntad propia, Fermín pasaba sus días sin sobresaltos de ningún tipo. Tampoco tomaba medicaciones. El hombre había hecho un aporte económico tan grande al hospital que tenía permanencia vitalicia si así lo deseaba. Cuando pregunté a los directivos de la institución cuál era su condición, simplemente respondieron encogiendo los hombros. Mientras conocía a otros pacientes con patologías evidentes, podía ver la radical diferencia de mi sujeto, un hombre de comportamiento prolijo y andar suave, casi envidiable, que no manifestaba ningún problema mental grave. El anciano parecía no formar parte de este mundo. Con frecuencia, lo visitaban sus sobrinos, ya no quedaba ningún pariente de su generación con vida. Invariablemente, las visitas terminaban con el mismo pedido: «volvé con nosotros», a lo que él siempre se negaba. Era un profesional capacitado y, durante mucho tiempo, supo llevar una vida tranquila en sociedad hasta que dijo “basta” y terminó con su reclusión voluntaria.

Comencé mis entrevistas pidiéndole que narrara algún recuerdo, el primero que le viniese a la mente. Sus historias me dejaban inmerso en una poderosa sensación de felicidad. Trataba de mantenerme objetivo pero él podía provocar una empatía natural con cada relato. Pude notar que, dentro de sus narraciones, no había ningún dato de coyuntura social o política, sólo parecían situarse en un tiempo lejano. Relacioné este detalle a su costumbre de leer únicamente literatura rosa, hacía mucho tiempo había dejado de leer los diarios o ver la televisión. No existía esa posibilidad en su cabeza. Volviendo a sus relatos, siempre estaban referidos al amor, la aventura y la amistad. Los finales eran rígidamente felices y no podía evitar sentirme igual. Finalmente, encontré el núcleo de su supuesta condición cuando le pedí que narrara un hecho que lo haya dejado inmerso en la melancolía. «Cuénteme algo que le haya salido mal», fueron mis palabras. Él miró por algunos momentos el pasto, movió sus pies de un lado a otro y, por primera vez, comenzó a narrar con seriedad:

—En una época en la que estaba cómodamente habituado a mi vida, encontré un sobre en la puerta de mi casa. Era la carta de una jovencita llamada Carla, tenía quince años y estaba sumergida en una brutal pobreza. Su madre trabajaba hasta altas horas de la noche y con lo que ganaba apenas podían subsistir. Carla tenía prohibido ir a cualquier parte después del colegio, pues tenía que cuidar su morada. Si sufrir un robo es de por sí difícil, imagínese soportarlo cuando no se tiene nada. Ella me ofrecía su amistad y compañía a cambio de una ayuda para que pudiera proseguir con sus estudios. No era mi costumbre interactuar cuando ayudaba a otros menos afortunados, pero, en este caso, fue diferente. La muchacha estaba sufriendo a pocas cuadras de mi casa. Por aquellos años, el pueblo recién se estaba gestando y todas las clases sociales convivían en cercanía. Fui a conocerla, confesó con vergüenza que me había estado espiando y que sabía que pasaba en soledad la mayor parte de mis tardes. Acepté ofrecerle mi ayuda pero no si antes conocer a su madre y hablar con ella. El encuentro se dio al día siguiente. La mujer era tosca, de pocas palabras, su sacrificada vida había borrado todo rastro de dulzura en sus ojos. Cuando la mirada de la madre se posó sobre Carla entendí que, por algún motivo, ella necesitaba de un amigo mucho más que yo. »Durante muchos meses, Carla me visitó y, tras largas charlas, entablamos una relación de amistad muy madura a pesar de su corta edad. Después de cada visita, le daba un pequeño aporte económico para sus estudios y ella siempre se despedía con una sonrisa cubierta de esperanza. La amistad era un progreso para ambos. Su corazón se abría con cada visita y, según sus relatos, había aprendido a tener otros amigos. Por primera vez pude conocer de manera directa la utilidad de un buen gesto. Un día, su madre llegó a mi puerta. Estaba contenta aunque no lograba demostrarlo. Su hija acariciaba la idea de seguir estudios superiores para convertirse en profesora y la mujer sentía por su joven hija un orgullo prematuro que jamás hubiese soñado conocer. Me pidió por favor que guardara el secreto, pero que, como Carla todavía no estaba segura de explorar ese mundo desconocido, debía intentar convencerla de seguir adelante con su sueño, ya que, al parecer, su primer y prematuro novio ponía en jaque su futuro. La madre estaba lógicamente preocupada. No le di mayor importancia al detalle, pues nada más sano que un amor de loca juventud, ¿no? Cuando Carla llegó la noche siguiente, no sólo logré convencerla sino que además le di una cantidad de dinero considerable, suficiente para poder afrontar el próximo año con tranquilidad. Le dije que disminuyera sus visitas, y fue casi un presagio maligno que lo haya hecho en ese momento. El supuesto novio, no era más que un pillo que la había estado espiando desde hacía mucho tiempo, de la misma forma que ella lo había hecho conmigo, sin que nadie se diera cuenta, aunque con fines oscuros. Luego de una cobarde golpiza que le propinó junto con otro bellaco, desaparecieron con todo el dinero que yo le había entregado para su futuro.

Hubo una pausa prolongada. Fermín revolvió el pasto del parque con sus talones. Meditó durante unos segundos como si estuviera revolviendo intensamente sus recuerdos. Tomó aire para continuar:

—Carla pudo recuperarse, y yo hice un sacrificio enorme y logré trasladarla junto con su madre a otra ciudad donde finalmente pudo continuar. Logró convertirse en profesora y ahora es ella la que trabaja en horarios normales para que su madre descanse.

—¿Usted dice que esto salió mal por el sufrimiento de Carla? Porque yo veo, a pesar de las penurias, un final feliz. ¿O acaso lo dice porque no quiso ayudar a nadie más?—pregunté intrigado al anciano.

—¡Ah no! Con el tiempo, sí seguí ayudando. Con más atención nomás. Mi descuido con Carla le costó a ella una horrible lección de vida y a mí muchos más billetes de los que tenía pensado. Pero no me importó, después de todo mi vida estaba hecha.

—Disculpe que insista, pero sigue siendo un final feliz a pesar de todo.

—Usted me pidió que le cuente algo que había salido mal, no otra cosa. Esas fueron sus palabras. ¿Por qué insiste? —preguntó Fermín con visible agitación.

Decidí dejarlo tranquilo esa tarde. Luego de unos días, volví a insistir en una historia con algún final digno de tristeza pero los resultados no eran los esperados. Algunas veces logré incomodarlo un poco como lo había hecho con la historia de Carla. Relatos un tanto más sufridos que los demás pero con finales tan felices como increíbles. Entonces, decidí buscar en otra parte. En la hemeroteca del pueblo encontré la aterradora verdad. Carla no había sobrevivido a aquel asalto y, de su madre, nada más se sabía. ¿Fermín me estaba mintiendo acaso? No, sus relatos eran verdad en su corazón. Casi sin darse cuenta, muy de a poco, comenzó a inventar recuerdos más bellos de los que tenía. ¿Quién podría culparlo? Antes de internarse en el psiquiátrico, una parte de él sabía que no podía distinguir entre sus recuerdos reales y los fabulados. Con el correr de los años, lo había olvidado. Sus narraciones tenían el poder de dejar a cualquier persona sumergida en una sensación de bienestar con su propia vida, por más ríspida que fuera. Él transmitía la felicidad de sus recuerdos. Al igual que muchas personas, terminé adicto a sus historias. De alguna manera, comencé a sentirlas reales y poco importaba ya su condición o la razón por la cual el hombre no quería abandonar el psiquiátrico. No pude elaborar jamás un informe concluyente sobre su condición. El anciano fue para mí una agradable derrota.

Ahora, en el ocaso de mi vida, me gustaría haber seguido el camino de Fermín. Pero ya es demasiado tarde. Mis recuerdos están plagados de realidades.

El relato es parte del libro Cuentos Breves. Borkoski es autor de varios libros, entre ellos, El sueño Radovan (2020), Los diablos blancos (2016), El Puñal escondido (2011) y Cetrero Nocturno 2012