La chica de la carretilla

domingo 14 de junio de 2020 | 4:30hs.
La chica de la carretilla
La chica de la carretilla

Por Cruz Omar Pomilio Escritor

Hola Laura! ¿Cómo estás? Por lo que alcanzo a ver, linda, como siempre.
-¡Hola, mi Pami preferido!
-¡Pami! ¡Ya quisieran algunos! Pero no me van a ver en ésa.
-No, claro, si vos vas a ser eterno.
-Eterno, no. Pero cuando me vaya, lo haré sin un quejido. Igual que ahora. O sea voy a ser el finado más joven y buen mozo del barrio del cual no se vuelve.
-Y ya que sos tan lindo ¿por qué no te buscas una compañera?
-Si llegara a encontrar alguien como vos seguro que lo haría. Si no, para escuchar quejidos de huesos, escucho los míos. Decime linda, ¿cómo están las manzanas?
-Son chiquitas, pero están buenas. Además te dejo a veinte pesos la bolsita. Más barato, ¡imposible!

El diálogo se entabló en la puerta de la clínica donde José fue a buscar las recetas de sus remedios. Y le pareció oportuno, ya que encontró a Laura ahí, comprarle algo de fruta.
Laura, como tantas chicas jóvenes y pobres, diariamente cargaba su carretilla de albañilería con bananas, ananás, naranjas y alguna que otra verdura y con esa pesada carga, recorría, muchas, muchas cuadras ofreciendo sus productos en los domicilios de sus casi clientes. Que la venta siempre era poca y la plata menos todavía y apenas alcanzaba para poder subsistir ella y su pequeña hija.
De contextura delgada pero con unos robustos brazos que la desmentían, siempre le ponía buen humor a sus mañanas. Lo cual le servía, con lluvia o calor agobiante, para mejorar su vida y sus ventas.
Con José se conocían desde hacía mucho tiempo y desde el primer momento una corriente invisible pero poderosa de simpatía rodeaba cada encuentro.
Luego de elegir una de las pequeñas bolsas de manzanas y después de pagar, se quedó gozando del tibio sol mañanero mientras la muchacha atendía a otra ocasional clienta, cuando imprevistamente alcanzó a ver cómo al acomodar el dinero en su pantalón, a Laura se le caía, sin que ella lo percibiera, un billete de mil pesos.
La tentación del diablo tiene mil caras, decía el viejo párroco de su pueblo natal. En ésta, se presentó en forma de ventarrón que impulsó al billete hasta los pies de José. Sin pensarlo, ofreciendo su dignidad en aras de su supervivencia, lo pisó disimuladamente y ahí quedó, aplastado por su zapatilla, hasta que su amiga con un -¡hasta mañana, José!- Se perdió cuesta abajo por la empinada calle empujando su carretilla.
José evitó verse a sí mismo en una acción tan desleal. Desde que pisó la plata hasta que se la metió disimuladamente en un bolsillo, le pareció que otra persona hacía esos movimientos a la cual él observaba en un tono de incredulidad.
Atendió sus asuntos en la clínica mirando furtivamente, con desconfianza, hacia la puerta de entrada, temiendo la aparición de su amiga que, estaba seguro, afanosamente estaría buscando su dinero. Sólo al salir y caminar las diez cuadras que lo llevaban a su casa encontró un poco de tranquilidad en su desasosiego.
El pasar de los días lo encontró rumiando qué destino darle a esa buena, para él, cantidad de dinero.
Eso, era todo un conflicto. Necesitaba un par de zapatillas nuevas, pues las que tenía ya de viejas y descoloridas, daban lástima. También una campera abrigada para el invierno que se insinuaba en las templadas mañanas de Puerto Iguazú, que la única que aún le quedaba en uso, descolorida y rota la tela de su interior, de poder hablar, gritaría por un cambio.
Su magra jubilación sólo le permitía sobrevivir sin ningún tipo de abundancia y bastaba que prendiera la televisión para que esa caja prometedora de fantásticos mundos, lo sumergiera en el deseo de tener cosas o comer platos exquisitos que para su reducido presupuesto, eran sólo un sueño.
Pasaban los días y así como el billete de mil pesos cambiaba de un bolsillo a otro de su vestimenta, así José cambió los hábitos que lo llevaban a encontrarse con la dueña del dinero, no sólo evitándola en sus paseos sino que también cerró y no volvió a abrir las cortinas de la única ventana de su vivienda que daba al patio que antecedía a la vereda. Y en las contadas ocasiones en que alguien vino a buscarle, al llamar aplaudiendo desde la cerca, José, sigilosamente inspeccionaba a su visitante antes de salir a atender.
Un día, al promediar la mañana, fue Laura la que llamó con las manos y a viva vos:
-¡José, soy yo, Laura! –recibiendo un sepulcral silencio de parte de su aterido y amordazado amigo.
Sólo cuando la chica levantó su carretilla y siguió su marcha, salió de la inmovilidad que ocultaban las cortinas, se desplomó en su único y raído sillón y ahí quedó por todo el resto de la mañana.
Con el paso del tiempo el entusiasmo por comprarse algo fue tragado lenta e inexorablemente por la angustia de la culpa. Dejó de prepararse su única comida del día que realizaba al mediodía y se pasaba casi todas las horas de su acongojada existencia tumbado en la hamaca extendida en el fondo de la casa.
Hasta que una mañana no pudo más. Con toda determinación, luego de rumiar sus ideas largo rato en la cama luego de despertarse, se bañó, afeitó su barba de muchos días, adecentó sus únicas zapatillas con un lavado a fondo y se encaminó decididamente hasta la puerta de la clínica.
Al llegar, se sentó en un paredón bajo que hacía de banco en la entrada del edificio. De sobra sabía que el itinerario de Laura la llevaría, antes del mediodía, hasta ese lugar y ahí, pacientemente miraba hacia uno y otro lado de la calle esperando ver su inconfundible figura de brazos largos y fuertes empujando su carretilla.
Cuando la vio venir fue a su encuentro y ante el efusivo saludo de ella le dijo con firmeza:
-Laura, tenemos que hablar –y en esas palabras agotó toda su seguridad. Sin mirar a los ojos que inquisitoriamente se clavaban en su cara le dijo.
-Esta plata es tuya. Se te cayó días pasados acá, en este mismo lugar y yo me los guardé. Ahora vengo a devolvértelos.
Un incrédulo silencio los embargó a los dos.
Laura mecánicamente tomó el billete que una temblorosa mano le ofrecía y como hablando para sí misma alcanzó a pronunciar.
-¿Vos me los robaste?
Otro silencio implacable siguió a sus palabras.
Giró sobre su cuerpo a un lado y otro, como si quisiera encontrar al fondo de la calle una respuesta que calmara el torbellino de una ira que ascendía por su cuerpo como el trompo de un huracán.
Tomó la carretilla con ambas manos alzándola pero no dio un solo paso. La soltó bruscamente y acercándose a la pared la golpeó con inaudita rabia exclamando.
-¡Qué vida tan puta! ¿Por qué nos hace esto?
Ahogando un sollozo intentó marcharse pero sus pies no se movieron. Solo dio un paso hasta llegar al lado de José con el estrujado billete deshaciéndose en su mano y lo abrazó con toda su fuerza, justo en el momento en que un incontenible llanto acumulado en horas y horas de angustia estalló en la garganta de su amigo.

Esta obra pertenece al libro Cuentos Misioneros 4. Su autor vive en Puerto Iguazú, Misiones. Entre otros varios libros publicó “La Licorera”.