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La buscapanzas

domingo 31 de mayo de 2020 | 1:30hs.
La buscapanzas

Norma Varela de Pfeiffer  
Escritor

Cuando la Fanny apareció por la villa aquella siesta de verano, todos sabían a qué venía. 
Era una buscapanzas. 
Rubia teñida, ordinaria y gorda, tenía los labios pintados de rojo vivo y los gruesos dedos llenos de anillos baratos. Con una falsa sonrisa de simpatía en su rostro, oteaba disimuladamente el caserío en busca de presas. 
Caminaba lenta, resoplando y secándose el sudor, mientras esquivaba los hilos de agua maloliente que corrían por los accidentados senderos de tierra roja que cruzaban el barrio. 
Polvo y calor. Infernal tarde misionera. 
Las casillas de madera colgaban en el pedregal agarradas apenas por unos tacos de troncos gruesos. Debajo del piso de tablas, perros, gallinas, cachivaches de todo tipo y, a veces, con suerte, hasta un lechoncito “para las Navidades, ¡vio?”. Arriba: la sala; pomposa denominación para una pieza única donde se vivía, se cocinaba y se dormía. 
Un par de ventanas cuadradas, agujeros sin marcos ni vidrios, dejaban entrar la luz cuando se abrían, levantando una simple tapa, y se evitaba la lluvia y el frío, cerrándola. Era entonces cuando flotaba en el aire el humo de la cocina a leña y se metía en las ropas, en los cuadernos, en los cuerpos y todo quedaba impregnado por ese olor característico: olor a rancho. 
La pobreza tiene un olor tan penetrante que se detecta desde muy lejos y eso, justamente, era lo que buscaba la Fanny. 
En el boliche en el que entró, haciéndose la desentendida, a comprar un paquete de cigarrillos, se enteró que la Cintia, la hija menor de la Teresa, concubinada con el Ramón, el ex de la Mirta, que no trabajaba y que le pegaba a su mujer cuando se empedaba y que, según decía la gente, vaya uno a saber si era cierto, que había intentado abusar de la chica y que por eso la Teresa lo denunció y estuvo preso; pero después lo perdonó y volvió. Bueno, que la Cintia estaba quedando muy gorda y parecía que estaba embarazada, vaya uno a saber de quién... 
Averiguó que esta familia vivía cerca del arroyo, pegados a los Ramírez, frente a la canchita de fútbol, justo antes de llegar al montecito. 
Hacia allí fue la Fanny con los tacos finos de sus zapatos florecidos como margaritas de hule. Transpiraba a mares y maldecía las dificultades de su trabajo. 
Por fin llegó. Golpeó las manos y al ratito salió la Teresa con un mate en la mano, enderezando su cadera, ancha de silla y grasa. 
 - ¿Qué anda necesitando? -preguntó desconfiada. 
- Hola, querida- contestó la Fanny, zalamera. - Me dijeron que vos tenés un problemita y yo te estoy trayendo la solución. Es sobre tu hija Cintia. 
Y así comenzó un largo monólogo en el que la Fanny compadeció las penas que debían pasar los padres por culpa de los embarazos de sus hijas, guainas malcriadas. Una que tanto las cuida y te vienen con esas cosas, un gurí, una boca más, con lo difícil que es llevar algo a la olla, y los gastos, y ella es una nena, si apenas tiene catorce, y tu pareja qué va a decir, y yo podría conseguir una buena familia para el bebé, rica, tendría un buen futuro, sería una solución para todos... Y le ofreció unas bolsas de comida y una heladera casi nueva y una chimenea para la cocina, porque la que tenía casi se caía de picada, y todo lo que Cintia necesitara mientras estuviera embarazada, y después nosotros nos llevamos al bebé cuando nazca, y vos no tenés más ningún problema, y... 
-Y bueno... -dijo Teresa- También me podrían dar unos pesos porque tenemos tantas cuentas...  Y así quedó cerrado el acuerdo. 
A Cintia nadie le dijo nada. Veía, primero con asombro, luego con desconfianza, cómo la gorda de la boca roja venía cada tanto a la casa con bolsas llenas de provista y cómo la miraba por el rabillo del ojo mientras hablaba con su madre. 
Pescaba algunas palabras sueltas... bebé... cuánto falta... plata... y sentía frío aunque era pleno verano. Entonces apretaba fuerte los brazos contra la panza y le hablaba bajito a su hijo que crecía día a día y que ya había empezado a patear. 
Nueve meses. Hospital. 
-Es un varón, chiquito. La mamita está bien ¡qué guapa! 
Se le prendió a la teta apenas nació. Teresa se mostraba indiferente. 
- Vamos a casa. 
A los pocos días apareció la Fanny. Sonrisas, comentarios, preguntas: 
-Y, ¿el bebé? 
- Cintia, vení para acá. 
Silencio absoluto. 
La buscaron por todas partes. Notaron que faltaba el bolso con las cosas del bebé y algunas ropas de Cintia. Teresa sospechó lo peor. Los vecinos no han visto nada, cerrados en un extraño mutismo cómplice. 
La cara de la Fanny era un tizón encendido de rabia. 
-Vos sabías todo. Seguro que la ayudaste a escapar. Me las vas a pagar. Ya vas a ver. 
Días después, por razones aún no esclarecidas, la casilla de Teresa se incendió totalmente y no quedó nada en pie. 
Dicen que, justo esa tardecita, habían visto al Turco y al Ñato rondando por el barrio. Malos tipos. Cada vez que aparecían, seguro que ocurría alguna desgracia. Dicen que son los encargados de cobrar cuentas pendientes... Dicen tantas cosas... Vaya uno a saber... 
Recomendación Especial del jurado del Concurso Primo Beletti 2006. Norma Varela es autora de A través de mi cristal, En el fondo del jardín, Darme cuenta tips para la vida, entre otros títulos. 
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