La Ballena en la avenida Brown

domingo 06 de septiembre de 2020 | 2:30hs.
La Ballena en la avenida Brown
La Ballena en la avenida Brown

Raúl Novau

Si había una parte triste en la ciudad todos coincidían en señalar la pared opaca y alta que limita con la Avenida Brown. No era para menos ya que se trataba del cementerio, si bien algunos escasos admiradores tomaban nota de su compacta desnudez sin resquicios ni para una brizna de yuyo, coronada de torretes al modo de almenares donde –se suponía- se realizaba el intercambio gaseoso entre las bóvedas de nichos apilados y el aire ambiente. Una arquitectura plúmbea, decían los entendidos, sin árboles ni grama ni pájaros que adornaran la nada invisible y gris. La mayoría trataba de esquivarla caminado por la otra acera distrayéndose en los modestos jardines y portones de las módicas viviendas cuyos arrendamientos eran los más bajos de plaza habiendo una o dos que siempre portaban anuncios de alquiler.

El señor Estemba recorrió, mochila al hombro en un mediodía de bochorno, la resolana del solitario trayecto y el perímetro de los muros, se apostó en una esquina y sopesó las posibilidades hasta que la luna emergió rotunda y clara.

El local era pequeño. Se podía utilizar una estantería y el mostrador del antiguo locatario que se fue sin pagar, comentó la dueña. La suma del adelanto era irrisoria pero había que medir las experiencias de tantos negocios que se instalaron en la cuadra sin capacidad de progreso. El señor Estemba, con un dejo de resignación, abonó tres meses más la compra del mobiliario del otrora bar. Lo único que solicitó es que le permitiera colocar un cartel.

-¡Pero sí hombre! –contestó la dueña- Ponga un monumento si quiere... El viejo está enterrado enfrente... Para mí lo hizo a propósito al comprar aquí ¡Imagínese! ¡Frente al cementerio! ¡Con esta salita donde todos se funden!

Estemba convino en que era probable que se fundiera. Si pudiese dormiría allí. Era un hombre sin vicios, dijo, venido en tren desde el sur resuelto a aprovechar los años productivos de vida y hacer plata, lo que causó un encogimiento de hombros a la dueña.

El comercio abrió la única puerta una mañana de verano en que el norte embestía tozudo contra el paredón. Los ocasionales transeúntes se sorprendieron de que un nuevo bar se presentara a la vista, sencillo y sin estridencias. Salvo la enorme ballena descansando plácida sobre la fachada, recubierta de miles de lentejuelas blancas que se remozaba en un mar azul –el cartel era más grande que el propio bar- y una bocaza que mostraba los dientes blanquísimos y un chorro de espumas que se esparcía en un horizonte claro. Una alegre ballena blanca, decían.

El principio, como todos los principios, fue un esfuerzo para Estemba. Hubo desconfianza y hasta lo tildaron de extravagante. Abrir un local de bebidas donde se supone hay que sentarse para consumir, nada menos que frente a la pared de la Avenida Brown donde los únicos reyezuelos son los gusanos, era una insanía.

Sin embargo, al poco tiempo un rumor corrió y, dando crédito a las habladurías, algunos acertaron a concurrir disimulando un resquemor por temor al ridículo.

Sucedía cada tanto. Una luz blanca, imprecisa en sus contornos, trepaba desde los cimientos de la pared y progresaba a un ritmo lentísimo perdiéndose tras las torretas. Era un espectáculo que no se daba todos los días. Había que tener corazón y observar semejante encandilamiento. La noticia se propagó rápidamente. Había que ver la blancura de la amorfa luz, su aparición y posterior ascensión. Estemba predecía el día clave en que acontecería. Colocaba mensajes anunciando las probabilidades y los horarios y aconsejaba no propasarse con la luz ni tratar de asirla. Insinuó que quizás las almas de los muertos se unieran en un haz luminoso para llamar la atención.

Eso bastó para que desde barrios alejados se avinieran arracimados en camiones, colmaran la salita, se esparcieran por los alrededores y velones encendidos parpadeaban en la noche. Ancianas tocadas de negras mantillas oraban Aves Marías por las almas del purgatorio, madres jóvenes amamantaban críos moquientos y obreros de overoles bebían cervezas.

El tiempo que mediaban entre las apariciones era utilizado para conjeturar sobre la venida de la luz mala de los campos, la señal del próximo fin del mundo y la presencia de seres de otras galaxias.

Esto daba lugar a interminables rondas de aparecidos que saltaban en las mesitas, Pomberos de agudos silbidos y angelitos de lastimero llanto. Se tejían y deshacían argumentos puestos con fervor en discusiones hasta las murmuraciones sobre la víbora que mamó de la doncella dormida, el diablo de cola azul que hace aparecer objetos perdidos y el aliento a leche hervida del cancerbero de los sepulcros.

Estemba atendía solícito y parco. Se multiplicaba en las labores, respondía con monosílabos y guardaba dinero en los bolsillos del delantal. Contrató dos ayudantes ampliando sus actividades: una casilla con ofertas de postales, estampitas, cirios y flores. La Ballena resplandecía y su propietario contaba en los silencios de los amaneceres los billetes ganados. Los alquileres del entorno subieron a precios exorbitantes y las transacciones por ventas eran voluminosas. Solamente la dueña recibía en comparación migajas debido al contrato, lamentándose en la seguridad de la maldición del finado.

Dado el trato cordial de Estemba con las autoridades –a quienes conseguía ubicaciones preferenciales- se cortaba el tránsito durante las sesiones y exhibía además un permiso especial para la venta exclusiva a cien metros a la redonda.

Ese verano fue uno de los más calurosos. Las noches eran cálidas y las chicharras se aventuran en plena luna llena. La Avenida Brown frente a la Ballena había cambiado. Amanecía colmada de desperdicios, bebedores dormidos y perros curiosos. La pared recibía graffitis de tonos sagrados, coronas de magnolias y crisantemos, muletas, velas en argamasa derretida y trenzas de cabellos con esquelitas colgadas.

Al llegar abril la lluvia comenzó tipo garúa, al otro día siguió mansa y con globitos y la gente dijo que había agua para rato. A los quince días corridos de lluvia Estemba fumaba nervioso y maldecía el agua de los cielos.

La pared fue lavada de leyendas, el viento derrumbó los arcos de palmeras con papeles glasés y la lujosa casilla fue arrastrada por las correntadas y las láminas de vírgenes y santos colgaban de lejanos mangos.

Y un día de monotonía lluviosa en que adormiladas moscas recorrían el vacío local, Estemba desarmó las piezas de la gigantesca ballena de lentejuelas blancas. La dueña comprendió con regocijo que el inquilino se largaba al ver la humareda en la que se retorcía la ballena en la calle y que todo volvería a ser como antes.

Estemba se despidió una tormentosa noche con la mochila al hombro, rumbo al extranjero según murmuró, dejando un flamante billete de cien dólares sobre el mostrador.

El silencio se adueñó de la Avenida Brown. Los negocios inmobiliarios fracasaban y la dueña colocó de nuevo el cartelito de alquiler.

Aseó el local y entre los papeles que llevó a la basura figuraban anotaciones de Estemba sobre lunas llenas y nuevas, cuadrantes e incidencias de luz lunar con mediciones sobre un dibujo de una ballena.

Lo que nunca supo Estemba es que pasado el diluvio y en noches sin lunas brotaba la luz en la pared. Pero la gente no daba importancia al acontecimiento pues no estaba el bar.

El relato es parte de “Cuentos Animalarios”, (edición agotada) Ed. Misioneras, Posadas, 2002.