El vestido de sus sueños

domingo 16 de agosto de 2020 | 6:30hs.
El vestido de sus sueños
El vestido de sus sueños

Marianella Marchak

Después de haber terminado la carta que esa noche leería, Lucía estaba pálida como la hoja de papel que hacía segundos rellenaba con la tinta de su lapicera Parker, un regalo de su abuela Delia el día que comenzó la universidad.

Seis y media de la mañana y sonaban los despertadores de ambos celulares. También le sonaba el reloj del hambre, hacía más de doce horas que no comía y ya era hora de desayunar. Se levantó de la cama, saltó el rollo de alfombra manchada que atravesaba el living, y se fue al baño. Pensó en que debería sacarlo de ahí porque interrumpía el paso, pero cuál era la diferencia entre moverlo ese día o al día siguiente.

El agua en la pava, tiró a la basura la yerba ennegrecida del mate del día anterior, y qué lástima haberla tirado. La yerba nueva arrinconada en el mate y de fondo el sonido de la pava casi hirviendo; ya era hora de sacarla. Un poquito de agua tibia en el huequito de yerba, la bombilla, el sorbo y así empezó la mañana… sin el pecado misionero de quemar la yerba con agua hirviendo.

Lucía lo sabía, es más, estaba segura. Era su día. Salió a las siete y cuarto, caminó dos cuadras hasta la parada de colectivos, en quince minutos llegaría el suyo.

Caminó a la parada de colectivos, cruzando Villa Blosset, pensando en cómo sería, qué sentiría… en eso recordó que, tal vez, no había cerrado la llave del gas. No le importó, lo hecho estaba hecho, y con un cachito de culpa se sentó a esperar el colectivo. Al subir eligió el lado de la ventanilla, recostó la cabeza en el vidrio húmedo, el típico, el que todo misionero conoce y la salida lenta del sol que era aromatizada por el perfume de quien tenía sentado al lado, que dicho sea de paso le recordaba a él, le pegaba directo a los ojos.

Sintió calma, la que hacía años no la inundaba y sonrió. La misma calma que, acunándola con el movimiento del colectivo cual mamá a un gurisito, hizo que se pasara y se bajó a tres cuadras. Cuando llegó a la florería, se anunció, y se disculpó al mismo tiempo, como “la que ayer cambió el pedido por completo”. La dueña sonrió y le dijo que, con tantos años en el rubro ya estaba acostumbrada, y después de escribir “pedido retirado” en su libreta, le deseó un hermoso día y, al mismo tiempo, le dio una tarjeta, de esas chiquititas que te dan en la esquina de San Lorenzo y Córdoba y terminan en el basurero, que atrás tenía anotado el número de teléfono del local.

Lucía se lo agradeció desde lo profundo de su corazón. Era un gran día para ella, era su día… entonces sacó un billete de mil pesos y dos yaguaretés para pagar; todo el pedido costaba mil ochocientos setenta y siete pesos. Salió de la florería a las ocho y cuarto, y según ella, pasaría por la facultad para que los profesores le asentaran en la libreta universitaria la nota de su último examen. Decidió hacerlo porque era la mejor manera de mantenerse tranquila porque, aunque no lo demostraba, estaba un poco nerviosa.

Estaba segura de que el bolsillo derecho de su campera estaba ocupado por ciento veintitrés pesos y quería, por un momento, gastárselos en un mate cocido con leche y dos medialunas de “Lo de Ana”, pero no lo hizo. Salió de la facultad, metió la mano en el bolsillo y sintió el agujerito en la tafeta. Lucía recordó que, la tarde del examen final de Toxicología, había atravesado la tela del bolsillo de nervios con sus propios dedos. Aunque lo aprobó, claro.

Caminó con la multitud circular de flores y por un momento se sintió muy observada, de repente vio un cartel, de esos que parecen un pizarrón, en la vereda del Bar Español. Con tiza blanca estaba escrito, “no sientas culpa, rompé la dieta y pasá a comerte nuestras medialunas”. Ella lo incorporó, aunque no pasó a comerse las medialunas porque hacía un mes que estaba a dieta.

Lucía tenía un loro, Javier, que cuando escuchaba el sonido de las llaves en la puerta de chapa mal pintada de su casa, sabía que era señal de que sus dueños habían llegado y se volvía loco. Ese día entró a la casa sin ruido alguno. Comió la media palta pasada que tenía en la heladera y se acostó a dormir. A las doce y veintinueve se despertó y la tele le contó lo que ella ya sabía, entonces sonrió y se alistó para su gran día. Cuando salió de la ducha lo vio, ahí estaba, esperándola sobre la cama, planchado y perfumado; ahí estaba el vestido de sus sueños.

Llegó al salón con las flores y con su vestido soñado. A saludar se acercó Dios y medio mundo, también gente que hacía años no veía y algunas a las que no conocía. Cuando lo vio a él, se le escapó una sonrisa entre la seriedad que simulaba su rostro, y hasta unas lágrimas, pero pensó en que, tal vez, no debía demostrar felicidad alguna ya que, Lucía, no quería que las sospechas de las autoridades y la familia hubieran apuntado a ella.

Relato inédito. Uno de las ganadores del concurso literario “Cuento Breve” organizado por la FCE de la Universidad Nacional de Misiones en 2019.