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El vaso

domingo 26 de abril de 2020 | 5:30hs.
El vaso

Por Elsa Leonor Pasteknik Ryndycz Escritora

El catre volvió a crujir cuando don Francisco se volteó de nuevo, acomodándose, como lo había hecho mil veces esa noche.
Con una luz clara la luna ilumina la habitación por la ventana que daba al monte dibujando formas desconocidas con los pocos muebles que contenía. Su mujer, doña Assunta, dormía sumida en un sueño pesado en otro catre junto al de él. De vez en cuando parecía quejarse y gemir.
Afuera los acostumbrados ruidos de todas las noches de verano llegaban a los oídos de don Francisco, que los iba interpretando uno a uno. Eran años de saber escucharlos, y le hablaban de los dramas que se desarrollan a pocos cientos de metros de su dormitorio.
Esas voces le decían cuando un zorro había sorprendido a un “tinambú” dormido; cuando el “suindá” había caído sobre un “aperia”; cuando el sollozo -igual que el de un niño - le indicaba que un venado estaba ya en las garras de un carnicero. Y de tanto en tanto un aullido, un grito, una carcajada que no se podía analizar. Todo con la música de fondo de las pequeñas chicharras, grillos y tucuras que atendían solamente el significado del sonido, sacado a sus élitros.
Pero en esa noche a don Francisco todo le parecía distinto, siniestro, oscuro, sin explicaciones válidas... y hasta el perfil de su mujer, que dormía a su lado, y con el que jugaban las sombras producidas por la luna, lo impresionaba.
Don Francisco había llegado a la Argentina desde su Toscana natal para trabajar como “golondrina” esperando “fare l’América”. Así hizo unos pesos en las cosechas de trigo en el Sur, luego los aumento en el Chaco recogiendo algodón, y allí un compañero de trabajo le habló de la fabulosa Misiones, de sus posibilidades, de que estaban dando suertes de chacras, bueyes, elementos de trabajo a quienes supieran emplear sus brazos y su voluntad. Llegó a Misiones y la tierra colorada, el verde de los bosques, su cielo, su aire lo apegó de tal forma que se juró no salir más de allí. Adquirió un lote de tierra en una de las nuevas colonias y llamó entonces a su joven esposa que había quedado en Italia. Levantaron su hogar y nacieron los hijos.
Hijos que crecieron al compás de la chacra y de sus modestos bienes. Y hasta la mañana de ese día que terminaba, se había considerado un hombre feliz.
Pero no eran esos recuerdos los que embargaban a don Francisco. Era algo terrible que el mismo horror lo hacía falto de razón, algo nuevo para quien como él, viejo “carbonaro” negador de Dios y de lo sobrenatural, sacaba de quicio. Pero había visto, sí, lo inexplicable, lo que estaba más allá de la humana naturaleza, de la comprensión del hombre. El, que tantas veces aconsejó a sus hijos que no creyeran en brujas, ni en encantamientos, ni en eso que...”los negros le dicen payé...”, estaba afiebrado por el horror y el asco... y el vaso... ese vaso a medio llenar y color café bailaba en su imaginación como burlándose de él... Podría olvidarlo algún día...?
No había salido el sol cuando fue a atar los caballos al carro. La mañana ya anunciaba un día caluroso con su tibieza y humedad. Los olores del corral se percibían fuertes; algunas gallinas ya andaban como perdidas escarbando entre las vacas y caballos que a su vez esperaban pacientes el momento que los soltaran al campo. La mujer le cebo el último mate, y con el mate la lista de “provistas” que tenía que traer a su regreso del pueblo. Se despidió de ella con un “¡Hasta luego!” contestado con un laconico “¡Va bene!” que quedó apagado por los ruidos del arranque de los caballos y del carro que enderezaron por la picada abierta entre el yerbal y el monte hasta salir al camino, otra picada roja que llevaba directamente al pueblo.
En la orilla de la villa estaba la “fonda” de Sequeira, un brasileño que se decía había escapado de su país debido a una venganza.
La vista de ella le recordó el gusto de la “grappa” y de la alegre compañía de Sequeira, siempre dicharachero, siempre con una broma a flor de labios y con una noticia para don Francisco, novedad bien recibida, ya que pasaba la semana aislado en los trabajos de la chacra. Enderezó los caballos para el lado del palenque de la “fonda”, trabó el carro, se bajó y los ató. Entró en el local.
La “fonda” era un ranchón, a dos aguas con una división en el medio, hecha de lonas de yerba pintadas con cal y estiradas entre maderas. Separaba este “biombo”, el negocio de la casa del patrón. Adornaban el salón unas pocas mesas y sillas, un viejo mostrador con tapa de estaño y contra la pared, al fondo, tres escalones de estantes con botellas de diversas bebidas, un queso duro y dos hormas de mortadela. Sequeira estaba detrás del mostrador limpiándolo con un trapo.
Se saludaron. Alegremente don Francisco, como de costumbre.
Muy serio y adusto, Sequeira.
-¡Hée ¡Qué pasa hombre...! ¿Está malo?
-A, don Francisco -contestó Sequeira- la mala suerte...la mala suerte...! ¡Las malditas mujeres...! ¡Mi hijo... el Miguel está enfermo y la médica dice que no tiene remedio...! ¡Que no tiene remedio, don Francisco! ¡Ese muchacho grande, fuerte, trabajador, inteligente...! ¡Con veinte años! ¡Me lo empayesaron dice la médica! ¡Claro! ¡El Inocente no sabía que la mujer lo andaba buscando y buscando y... ahora esto! ¡ Maldita asesina! Si se muere el Miguel... ¡Le juro que la mataré aunque tenga que pagar después!
-¡Vamos...! vamos, no se ponga así... no le haga caso a la médica... vea al doctor del pueblo que sabe mucho, hágalo curar por él y verá que se sana... No existen esos payés, amigo Sequeira... son imaginaciones nomás... no... yo recuerdo que también en mi tierra había algo de eso, mujeres que hacía de bruja... pero...
-Cállese hombre ¿Qué sabe usted? -lo interrumpió con violencia Sequeira- ¿Qué sabe usted? ¿Vio a mi hijo? ¿Qué no hay payé, dice? ¿Qué no lo empayesaron? ¿Qué lo curará el doctor? ¿Qué?
¡Venga acá... venga... venga...!
Y uniendo la acción de sus palabras el fondero salió de atrás del mostrador y sin decir más, con una violencia controlada, lo tomó a su interlocutor por el brazo y virtualmente empujándolo y tirando de el lo llevó hasta la segunda división del rancho adonde lo hizo entrar, una vez dentro, señaló y dijo:
- Vea ahora usted... vea...!
Don Francisco vio, vio lo que quedaba de aquel mozo, el Miguel que le decían, quien la última vez que lo saludo era un hombreton lleno de vida, de anchos hombros y brazos musculosos, alto, erguido, fuerte, sanguíneo. Lo que vio era una especie de esqueleto cubierto por una piel tirante y amarillenta, sudorosa. Se había transformado en una cosa tirada sobre el catre, apenas cubierto por unos calzoncillos más amarillos aun que su misma piel. Los ojos cerrados y la faz lívida le daban el aspecto de un finado. Pero el pecho flaco, mostrando costillas una a una se levantaba y bajaba rítmicamente haciéndole conocer que aquel resto de hombre alentaba aún. En la cabecera, a su lado, una mujer entrada en edad-la madre- sentada en una rústica silla de madera lo miraba estrujando un pañuelo sucio entre sus manos apoyadas en la falda. Un cajón que pudo ser de cerveza hacía de mesa de luz. Don Francisco se sintió invadido por un frío súbito.
-¡Dios!-atinó a decir- ¡En una semana se vino así!
-¿Vio? ¡Y la médica dice que está relleno de bichos, muchos más que los que tiró afuera! De bichos, si, como ésos...!
-¿Bichos? -comenzó a decir don Francisco-¿Cómo cuáles?
¿Cómo...?
La madre, sin decir nada, se agachó y sacó algo de abajo del catre. Algo que había estado fuera de la vista de don Francisco. Era un vaso grande, de esos que en los antiguos “boliches” se denominaban “potrillos” y que contenían un buen medio litro, y se lo enseñó mientras murmuraba en forma apenas audible:
...de éstos..., señor... éstos.
Sus ojos se dirigieron al vaso y lo notó muy oscuro. Se acercó; más, con el cuello estirado y el frío y el asco se convirtieron en náuseas: dentro del vaso a medio llenar se debatían unos enormes gusanos negros y peludos que pugnaban por salir de su cárcel de vidrio. Los ojos de don Francisco se agrandaron y dirigió la vista al enfermo mientras su razón se negaba, tenaz, a recibir la impresión de la realidad y exclamaba:
-No ¡Por Dios! ¡No! ¡Ustedes me quieren engañar...!!! ¡¡¡ No!!!
El enfermo lanzó en aquel momento una especie de ronquido, dio una sacudida... y algo comenzó a salir de una de sus fosas nasales... era una cabeza roja, con dos ojos protuberantes, rodeada de pelos negros, gruesa como un dedo que deformaba la nariz del enfermo al punto de hacerla monstruosa... era un principio de cuerpo peludo provisto de patas cortas pleno de vida que forcejeaba por abandonar el hueco de la nariz en un parto horroroso...
Allí fue donde la voluntad lo abandonó. Un grito, un alarido, en realidad, salió de su garganta como aventando toda su incredulidad forjada a través de una vida... ¡No! volvió a gritar y trató de salir corriendo de la habitación llevándose por delante una silla... había regresado muy tarde al rancho. El carro y los caballos llegaron antes, solos. Los hijos salieron a buscarlo pensando que se habría entonado con un exceso de copas en el pueblo. Cayó desvanecido junto a la “portera” del corral de donde lo recogieron. Estaba herido por las caídas de una loca fuga y por las espinas del monte.
Las ropas eran sólo jirones. No repetía otra cosa que...”...el vaso...
el vaso...” Lo acostaron y lo curaron. Horas después volvió en si.
Afuera, los acostumbrados ruidos de todas las noches de verano llegaban a los oídos de don Francisco que los interpretaba uno a uno... pero ahora todo le parecía distinto, siniestro, oscuro, sin explicaciones... y hasta el perfil de su mujer que dormía a su lado se le antojaba extraño. Pasteknik Ryndycz, es investigadora científica del Conicet. Epistemóloga.
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