El tercer hombre

domingo 24 de marzo de 2019 | 5:30hs.
El tercer hombre
El tercer hombre
Por Gonzalo Peltzer gpeltzer@elterritorio.com.ar
Ramiro Tamayo era un boliviano de cara filosa y fiebre en los ojos. Algo le debía digerir la comida, que no su estómago. Un día murió de esa comezón. Me lo explicó llorando su mujer cuando recibió otra carta mía dirigida a su marido muerto y enterrado. Ramiro podía ser mi padre y lo había conocido por alguna recomendación familiar. Era un fabricante de candidatos. Un inventor de políticos, pero no de esos que venden humo. En su currículum tenía campañas en Wisconsin o Peoria, en Hermosillo y El Salvador. En Bahía y Santa Cruz de la Sierra. Había fabricado alcaldes, intendentes, gobernadores y prefectos. Nunca un presidente.
Cada vez que nos veíamos intentaba convencerme de dos cosas: las bondades de la proyección de Arno Peters y la teoría del Tercer Hombre. Peters es el inventor de una proyección plana y rectangular del globo terráqueo tan ajustada a las reales superficies, que los continentes parecen deudos del conde de Orgaz. La proyección de Mercator no se anda con sutilezas de tamaños y se adapta sin problemas al modelo documental, rectangular, de nuestros atlas, libros y periódicos: basta con saber que reproduce una esfera, aunque con distorsiones. Solo es proporcional a la tierra el globo terráqueo, pero es incómodo de llevar en la valija. A eso ya lo sabían los griegos, un califa de Bagdad de la época de Carlomagno y Cristóbal Colón antes de lo del huevo.
Lo del Tercer Hombre era mucho más interesante. Ramiro buscaba a su primer presidente en la Argentina. Un hombre -varón o mujer- que no fuera de la derecha ni de la izquierda ni del centro. No andaba atrás del oficialista ni del opositor ni del tránsfuga. Era todo lo contrario, pero al explicarlo se le salían los ojos del cráneo y no conseguía terminar las frases. El tercer hombre salvaría nuestra tierra de la tiranía del primero y el segundo. Es el que puede terminar con 200 ó 500 años de reparto injusto entre dos facciones distintas pero iguales. Solía hablarme de un hombre real, con nombre y apellido, pero todavía no me atrevo ni a recordarlo, por las dudas. La muerte voraz que llevaba adentro lo encontró antes a él en Buenos Aires.
Joaquín Piña tenía cara de tercer hombre y por eso alimentó mis esperanzas, pero pronto nos dimos cuenta de que no era ni tercero, ni segundo, ni cuarto, ni nada. Fue una estrella de la política que pasó fugaz para mostrarnos que se puede vencer a los más poderosos en alpargatas y camiseta, pero sobre todo demostró que la pureza y la humildad no son obstáculo para la política y aquí aclaro que él se empeñaba en llamarla Alta Política (lo pongo con mayúsculas en su honor). Su vocación no era el poder, ni de lejos, por eso su intención era desaparecer en cuanto terminara de dar la lección y fue lo que hizo. El problema es que nadie aprendió la lección...
Antes y después de Piña, cada vez que aparece un nuevo candidato en cualquier municipio, provincia o nación, me pregunto si no será el tercer hombre que anunciaba Ramiro Tamayo, pero tardo apenas dos días para encasillarlo donde los de siempre. En una época me entusiasmé con los candidatos venidos de las artes, del deporte, de la moda, del cine y hasta del periodismo, y soñaba con conocer por fin al Hombre. Lo imaginaba corriendo como Forrest Gump por la ruta 12, desde Iguazú a Buenos Aires, para terminar con la corrupción y los desencuentros de la Argentina. Alguien que limpiara el país de la mordida, la coima, el arreglo y los aprietes, pero sobre todo de lo más difícil: de la frustración por no hallar nuestro destino después de 200 o de 500 años de buscarlo. Sé que le estoy pidiendo demasiado, pero no pierdo las esperanzas. Dios quiera que Ramiro Tamayo se acuerde de nosotros y desde el Cielo nos ayude a encontrarlo.