El sombrero de Ivo

domingo 19 de abril de 2020 | 4:30hs.
El sombrero de Ivo
El sombrero de Ivo

Por Guido Encina Escritor

Encerrado en su habitación, un fiel hábito que lo mantenía el cien por ciento del día, creyó que ese lunes iba a ser un día distinto, único. En su mundo había todo lo que necesitaba: televisor, libros, computadoras, baño, una pequeña cocina y un placar que desparramaba ropa blanca. Se miraba al espejo al despertarse, llevaba los índices de sus manos a su boca y simulaba una sonrisa. Así arrancaba el día, desde ese momento, sus acciones se repetían una y otra vez.
Fernando Marcos odiaba su nombre. Desde muy pequeño, cuando empezó a tener conciencia se hizo llamar Ivo, identificación de un villano de su serie animada preferida. Raro, pero siempre empatizaba con los malos en la típica situación binaria. Sus padres respetaron su apodo y lo cumplieron hasta que una equilibrada relación se esfumó.
Hace cuatro años decidió tomar distancia con lo que llamamos realidad. Su cuarto era más que un dormitorio, era un hogar pequeño que estaba a una puerta de la conexión con su familia. Esa puerta era el límite. Hasta ahí llegaba la comida, alguna encomienda, un mensaje escrito, hasta ahí.
Ese domingo que cerró los ojos para descansar sabía, que posiblemente, sea el último de su rutina. Pura intuición.
La batería de su computadora estaba caducando, mientras escribía, e inmediatamente hizo una analogía con su vida. Reflexionó unos minutos, pero continuó con el tipeo. Tenía que terminar una entrega y estaba desconcentrado, inquieto.
Ivo trabajaba para una revista prestigiosa a nivel global, escribía crónicas de viaje. La empresa que lo había contratado aceptó su condición de ser simplemente un seudónimo y cobrar una suma importante por un artículo semanal. No había presenciado entrevistas, ni tampoco develó su identidad física. Los editores sabían que era un distinto para la escritura, tenía un don y no les importó conocerlo. Era un artista de las palabras a la hora de describir escenarios.
Se pasaba varias horas mirando videos por Youtube, leyendo experiencias de viajeros y observando detalladamente las imágenes de Google.
La temperatura de su mundo era siempre de 22 grados y cuando se cortaba la luz era lo único con lo que tenía que lidiar, porque para el resto estaban sus cuadernos de anotaciones y miles de postales. Cuando esto sucedía escuchaba que alguien se acercaba hasta el límite de la puerta y pensaba “siempre lo mismo”. Este motivo lo ponía nervioso y se preguntaba qué tan difícil era comprender la elección de vida de un sujeto que no tiene intenciones de relacionarse con nadie más que por su notebook o su celular.
“Estoy bien”, era el mensaje predeterminado que enviaba al grupo de Whatsapp que tenía con sus padres y su hermano menor. Lo hacía una vez por semana y, por lo general, antes de dormir. Este mecanismo de comunicación era el utilizado para preguntar alguna cuestión extrema, y hasta se enteró de la muerte de sus abuelos bajo esta modalidad. Obviamente, no respondió, ni pensó un segundo en participar de los rituales católicos pos mortem.
Ese lunes tenía un color distinto, empezaba a notarse la flamante primavera. Observó el patio por la ventana de su casa y notó que se respiraba otro aire. Cerró los ojos, como disfrutando de ese viento suave que acarició su mejilla, se dio cuenta que no llevaba remera y entró a buscar su chomba blanca de los lunes. Se vistió y pasó por el baño. Comió los frutos secos de todas las mañanas, hizo flexiones de brazos, abdominales, una sesión de barra y se duchó. Luego se sentó en un cómodo sillón en el que pasaba unas 15 horas diarias.
Había algo raro ese día. Había recibido un pedido de la empresa para que se presente a conocer las nuevas autoridades. Cerró los ojos y empezó a sentir como le latía el corazón. Tenía una mala sensación. Entendía que ni una pieza de su mundo podía moverse, entonces lo enervaba pensar en sentirse obligado a mentir sobre una enfermedad o a la renuncia.
Era un 10 en la escritura. Terminó el secundario con uno de los mejores promedios, odiaba las matemáticas, pero era destacado en todas las materias, inclusive en las actividades físicas. Tuvo novias en esa época, pero nunca pensó en algo más que viajar hasta la noche del accidente.
Cuatro años atrás, la habitación de su casa anterior se incendió y dejó un sello que le cubría la mitad de su rostro. “Un cortocircuito, una cortina y un joven durmiendo”, fue la síntesis de un parte policial.
Después de este episodio, Ivo y su familia se mudaron un poco más lejos de la ciudad. Desde ese entonces todo cambió. Sus sueños se fueron perdiendo poco a poco, sin embargo, tomó la decisión de no volver a contactarse con el mundo. Tenía su mundo y era suficiente. El rol de víctima utilizó en su beneficio para acondicionar el espacio que era exclusivo y sólo para él.
Contaba tiempo para la limpieza, pero ese día, mientras pensaba como encarar la situación de su empleo, decidió escuchar algo de música y relajar. Le dio play a su lista de Mile Davis y observó los libros de su biblioteca como buscando una respuesta que la encontró unas horas más tarde.
No solía estar pendiente del tiempo, aunque en su rutina cumplía con los parámetros que le marcaba el reloj y sus recordatorios.
Sonó una alarma mientras continuaba “colgado” mirando la nada. Se perturbó y corrió a su pequeña cocina para empezar a planificar su almuerzo. Y sonó otra alarma, esta vez la de una llamada a su teléfono. Pestañeó más que de costumbre, al ver que quien estaba del otro lado era su jefe de redacción. Por lo general, no había llamadas, todo era escrito. Le costaba hablar.
Deslizó el verde de su pantalla y escuchó un minuto a Dylan, el responsable del área para el que trabajaba. “Ok, voy”, afirmó con un nudo en la garganta y tiró suavemente el celular en su cama. Otra vez, dejó caer sus párpados y empezó a marearse. Tenía que resolver esta situación, quizás la más incómoda de su vida. Trataba de respirar profundo. Volvió a la cocina e inmediatamente se le cerró el estómago, se le secó la boca y sintió el punzadas en el pecho.
Su mundo se empezaba a desequilibrar. Apretó el puño derecho y se acariciaba con la mano izquierda como si tuviese un dolor en los nudillos, pero era su manera de atenuar los nervios.
En el armario había zapatos, zapatillas, ojotas, pantalones de todos los estilos, remeras, camisas y un sombrero panameño de paja toquilla. Todo era blanco. Para Ivo lo blanco representaba vida, su nueva vida y así lo entendieron sus padres que respondían sin preguntar a los pocos pedidos de su hijo mayor.
Por primera vez pensó en que iba a utilizar ese sombrero anhelado después de ver tantas fotos y postales de turistas que lucían esta prenda.
Bañarse le ayudaba a pensar, entonces volvió a la ducha. Cuando terminó observó la hora de su celular. Se puso una nueva meta: encontrar una respuesta en cinco minutos. Miró su sombrero y se levantó.
Su camisa estaba planchada, se puso las medias, utilizó el mismo calzoncillo, el pantalón que quedaba algo chico, pero no le importó tomó aire y se prendió el botón. Se paró frente al espejo y tomó su sombrero. Observó su rostro y con detalles las cicatrices del lado izquierdo que ocupaba casi la mitad de la cara. Dudó.
Era la hora. Volvió a respirar profundo y dio los primeros pasos para enfrentarse a los límites de la puerta. La abrió y pasó hasta llegar al living que se comunicaba con la entrada y salida de la casa. Sus padres lo vieron, se miraron y no emitieron sonido, no entendían que estaba pasando. En el fondo se alegraron, aunque la preocupación se apoderó de ellos en los minutos siguientes.
Después de más de cuatro años Fernando Marcos salió de su casa.
El malestar que sentía Ivo era permanente, pero pensaba en que esto era transitorio, y bajo ninguna circunstancia podía dejar de ir a la reunión con sus nuevos empleadores. Estaba convencido que era la única manera de defender su trabajo, el que lo hacía viajar por todo el planeta sin tener que moverse de su mundo, su habitación.
Hizo unas cuadras y notó que la transpiración era intensa. Se incomodó en algunos momentos ante la mirada extraña de los sujetos que atendían en ese rostro arrugado. Sólo pensaba en respirar y no agitarse.
Se detuvo en la esquina a unos metros de la empresa. Esperaba que terminen de cruzar los vehículos de la transitada avenida y se inquietó aún más. A su lado, un niño, que permanecía agarrado de la mano de su madre, lo miró, abrió grande los ojos y se asustó. Ivo lo percibió y se quedó inmovilizado. Tenía el paso para cruzar, se quedó quieto unos veinte segundos. Buscó fortaleza de algún lado, no lo encontró. Se sacó el sombrero, lo contempló como si fuera una respuesta y dio un paso atrás, se dio vuelta y emprendió el retorno con el sombrero en la mano.
Llegó a su casa. Sin decir una sola palabra, se cruzó frente al televisor encendido que tenía del otro lado sus padres y hermano que no atinaron a emitir un comentario o pregunta.
Volvió a su mundo. Cerró la puerta con llave, se paró frente al espejo, colocó el sombrero en su cabeza, sonrió, apagó su celular, volvió a sentarse frente a su computadora y escribió: Hay un sitio donde nunca volveré… Encina es periodista y reside en Posadas. Ha publicado sus relatos en distintos medios de la provincia.