El Poeta de Sumatría

domingo 02 de agosto de 2020 | 1:30hs.
El Poeta de Sumatría
El Poeta de Sumatría

Por Aníbal Silvero

El humilde poeta de las sierras de Sumatría murió enjuiciado y ahorcado por su propio pueblo. El día de su juicio fue largo para él, pero corto para la decisión del jurado. Y aunque su blanca frente se mantuvo incólume entre las acusaciones cruzadas de la plebe, el jurado no tuvo la más mínima consideración.

Muchas personas del pueblo lo declararon culpable de atentar contra el buen funcionamiento del sistema.

El carpintero fue uno de los primeros testigos en su contra: “Es cierto, afirmó, gesticulando todo lo que podía con sus brazos, lo he visto mirando el cielo horas y horas, suspirando por no sé que estrella azul, mi hijo trató de imitarlo y se me perdió toda una noche”

El comerciante dijo que le molestaba su aire de autosuficiencia, el cartero su parquedad al hablar, la vendedora de alhajas, su falta de valoración de las joyas, el intendente, el hecho haberle difamado irónicamente con un par de frases.

Pero uno de los más coléricos resultó ser García, el juntapapeles de la plaza. “Mi caso es el peor de todos, dijo, estoy cansado de que ensucie la plaza con bollitos de papeles, los tira por cualquier lado, como si esperase que alguien lea sus cosas, yo debo tomarme el trabajo de juntar una por una toda la basura que tira”. Como prueba, el juntapapeles mostró siete enormes bolsas con infinidad de arrugados papelitos, que había conservado como evidencia.

“Es meritorio que haya escrito tanto”, dijo el abogado, apresurado en su defensa, pero nadie le prestó atención.

Hubo más de diez testigos que declararon la inutilidad y condición molesta del poeta, y el abogado defensor nada pudo hacer para ser escuchado, la gente del pueblo estaba demasiado empacada en llevarlo a la horca a toda costa.

Pero las que tenían mayor voz y voto sin duda eran las tres musas: la de vestido negro, la de vestido rojo y la de vestido blanco.

Pasó a declarar la musa vestida de negro y dijo: “su mente se ha vuelto demasiado compleja, ya no puedo entenderlo”. Pasó a declarar la musa vestida de rojo y dijo: “No hay en él la menor muestra de fogosidad. A esta altura creo que carece de emociones”. Pasó a declarar la musa vestida de blanco y dijo: “Ya no tiene pureza de sentimiento, sólo veo morbosidad en sus versos”

El abogado defensor trató de decir algo, pero se dio cuenta que la opinión de las tres musas eran irrefutables, nadie como ellas tenían tanta potestad para desmerecer la obra del artista.

Cuando le tocó hablar al acusado, el murmullo del Tribunal se acalló inmediatamente, e imperó un absoluto silencio en el recinto. El poeta miró serenamente a los asistentes al juicio oral y público, se perdió por un instante con la mirada hacia al vacío, y luego dijo:



Voy por el mundo como por la sombra

en el andén desierto de la larga vida

vengo del mar del cielo de la amarga noche

voy a los brazos de nadie al infinito

vengo del sol de la autorrebeldía

como un fuego fatuo me apago en el crepúsculo

voy por la tierra como por el fango

mas en un rincón de infancia me sonríe la vida

heredé de la obscuridad el dolor y el desencanto

me habitan la emoción y la miseria

Estoy en la cima de la profundidad

y en lo más bajo de la cima

en fría cuerda tambalea mi destino

estoy en el camino del caracol que no se alcanza

en la distancia cíclica del tiempo en disyuntiva

me reconozco un grano de arena en multitud

mas quien dice unidad dice infinito

Sé que al borde de mi muerte estoy

más la muerte como tal no existe

Estaré en el viento en la atmósfera en el lago

en la sensación de vacío en la esperanza

me fundiré en la tierra como un firmamento

mi voz será continuidad en la neblina

El poeta se aprestaba a seguir hablando, pero el juez había enviado a dos enormes guardias a callarlo. El juez estaba cansado, quería ir a cenar a su casa y no pretendía perder mucho tiempo en escucharlo. De modo que apuró la resolución del jurado, quien lo encontró culpable de todas las acusaciones y lo condenó a la horca.

En un cruce de avenidas se montó una tarima donde lo colgaron, ante la indiferencia de la mayoría, la aprobación de algunos, y el espanto de unos pocos.

Fue enterrado a las afueras de la ciudad, por dos o tres amigos, quienes sólo cumplieron con su deseo en vida: ser sepultado en campo libre, donde siempre correteen los animales y cada estación se muestre en todo su esplendor.

Pero después del entierro las cosas no transcurrieron como muchos pensaban. El pueblo funcionaba bien, es cierto, pero faltaba algo. Los estratos sociales impuestos por el sistema eran impecables, cada persona sabía cuál era su lugar en la estructura y funcionaba de acuerdo a ello, pero eso parecía no conformar. El comerciante había perdido su ideal de independencia, el cartero jamás encontró a otra persona que se exprese como el ahorcado, la vendedora de alhajas extrañaba las hermosas frases que construía en torno a su figura. Las tres musas, por su parte, caminaban desencajadas de un lado a otro de la ciudad sin explicarse por qué o para qué lo hacían.

Pero García, el juntapapeles, fue el primero en sentir el golpe. Se encontraba todas las tardes con la plaza limpia, ya no tenía los papelillos del poeta en el piso de la plaza. Y por más que se alegraba de esa situación por un lado, por el otro sentía como un vacío en su profesión, que se tradujo en su actitud y en su rostro, y no tardó en ser notado por sus jefes. La Comuna hizo una reunión extraordinaria, viendo la no practicidad del juntapapeles, y decidieron despedirlo, no sin antes acordar una suma respetable que lo mantendría alimentado hasta el fin de sus días.

Pero García se sintió muy afectado por esto. Estuvo días y días encerrado en su casa, sin saber qué hacer, envuelto por una extraña sensación de incertidumbre. Miraba por las noches las bolsas de papeles de basura que había juntado y se sentía totalmente compungido.

Hasta que un día vaya a saber qué artilugio cósmico tocó su cerebro, y se fue a la plaza una tarde, con parte de la basura. Vestido nuevamente de juntapapeles, comenzó a tirar uno a uno y en diferentes lugares de la plaza los papelitos arrugados del difunto poeta, para luego, sistemáticamente, volver a juntarlos de nuevo. La gente del pueblo entendió que García había enloquecido, pero lo dejó ser, porque en el fondo todos buscaban algo diferente a la continuidad exacta de sus vidas, aunque nadie se animaba a decirlo.

Fue así como poco a poco los enamorados, jubilados, niños y madres que solían frecuentar el lugar, fueron acostumbrándose al ahora desquiciado juntapapeles. Y aunque al principio nadie se animaba, luego iban tomando del piso y leyendo los poemitas esparcidos por todo el perímetro del lugar. Muchas veces sucedía que después de haberlos leído no querían devolverlos más a García, y éste debía traer otros papelitos arrugados de algunas de las bolsas que guardaba en su casa.

Una de esas tardes en que García hacía una de sus taimadas actuaciones en la plaza, pasaron las tres musas por el lugar, y la fuerza del destino hizo que cayeran sobre ellas papelitos del fallecido poeta. La musa vestida de blanco recibió un romance, la musa vestida de rojo recibió un soneto, y la musa vestida de negro recibió un poema de verso libre.

Al leer sus respectivos poemas, que en un pasado no muy remoto fueron engendrados por causa de sus propias existencias, una tristeza indefinible ganó los corazones de las tres, y en sus mejillas comenzaron a correr lágrimas sin que pudiesen detenerlas, ya que cada poema se relacionaba con sus propias almas. Fue entonces que una extraña luz de comprensión se encendió en sus corazones. En un momento de encanto, un viento austral sopló de improviso y secó las lágrimas de las tres, como un invisible pañuelo etéreo.

García, por su parte, sólo se limitó a sonreír y siguió tirando bollitos de papel hacia todas direcciones.

Este relato forma parte del libro Cuentos sin Espacio del autor, editado en Tecnópolis por la Casa de la Moneda.

Tiene publicados además: Cuentos sin Fronteras y Cagliostro y el Museo de Piedras. Blog personal www.silvero.com.ar