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El novio

domingo 03 de mayo de 2020 | 5:30hs.
El novio

Marina Closs
Escritora


Cuando la novia arribó, el humo de la fiesta se había vuelto irrespirable.
–¿Quién es el novio? –gritaban los lacayos, con sus sonrisas cristalinas, borradas por un revoloteo de libélulas.
–¿Dónde está el visitador? –preguntaban otros, con el mismo gesto risueño, pero cínico.
La novia se quedó de pie junto a las costras rojas de las rosas. Junto a las serpientes admitidas. Se quedó bailando una melodía que entraba con la luz por las ventanas.
Le habían dado un pañuelo y una piel. Las serpientes se sentaban a su alrededor y conversaban.
Los ojos de los lacayos parecían estrellas gastadas por la sal del mar. La armonía era insensible, curvilínea, y la novia comenzó a pasearse entre los gestos y los invitados.
De las rosas rojas, que cabeceaban junto a la puerta de entrada, un canto se desprendió: no tenía palabras ni melodía, solo funcionaba para atraer a las moscas hasta sus cúpulas erectas. Cuando las moscas se ubicaban próximas, las rosas las envolvían en su saliva roja y se las tragaban enteras.
El resto de la fiesta bailaba y jugaba. Un hombre con la cruz tumbada sobre la espalda trataba de excavar un hoyo en el suelo. Pero las mujeres hermosas, con sus sogas de colores tenues, lo tenían atado a sus tobillos, incrustados con perlas. Las madrinas se perdían en nubarrones de humo blanco. Un gato en el umbral pronunciaba conjuros contra los ausentes.
–¡El novio! –recordó la novia, confundida; y comenzó a temer. No sabía a dónde mirar, no sabía cómo ocultarse.
La mamá se reía y pedía a la hija que fuera quitándose de a una las polleras. Hilos cortados con dedos invisibles, puños de duendes antiguos, pelusa engendrada en el pecho de un niño,  todo se cernía sobre ella.
Pero la hija prefería no empezar todavía; los lacayos la miraban con rabia y con gestos de ansiedad.
–¿Dónde está? –dijo la novia, en un suspiro, a las amigas.
Pero todas se cerraron en un círculo de hostilidad. No querían hablar, parecían de otra vida, haberse agujereado por debajo.
La mamá buscaba espacio para que la hija pudiese bailar tranquila, hasta que el novio apareciera. ¿Era un hombre? ¿Era un jarrón? ¿Un barco? ¿Un príncipe? 
La hija cerraba los ojos y lloraba de miedo. La fiesta había vuelto a su color natural, de brillo interrumpido por ráfagas de viento.
Cuando al fin lo divisó, sintió que el suelo se caía, adherido a sus pies. Intentó volverse ratón, golondrina, mosquito o libélula. Del traje de él, nada se sabía. Solo negro, con botones borrados. Un cuervo montado a su oreja, devorando un corazón. Y los ojos de un sótano en el que una glicina inolvidable se resquebrajaba.
Los demás bailarines abrieron nubes sobre sus sombreros, y ella dejó de ver al novio por un instante. Pero sabía que él iba buscándola a tientas de aquí para allá. Las amigas le darían datos, información, pondrían trampas en los rincones, para que la novia finalmente apareciera.
La mamá gritó con voz de oca: 
–¡Ella baila en el séptimo palacio, posada en una cornisa inalcanzable!
Pero la novia supo que el novio la degollaría apenas ella cayese en sus manos. Salió a gatas del vestido y encogió el cuerpo hasta ocultarlo por completo entre las que bailaban.
El novio respiró profundo y le tocó los ojos, el pecho, un párpado cerrado.
–No –dijo, extrañado por el brillo de la piel– Esto no es una mujer. Es un mueble, o un retrato. 
Ella giró por el suelo, intentando hacerse muy fina y escaparse. Iba contoneándose, dejándose pisar. Llegó a ver a lo lejos cómo el novio pactaba con la mamá, exhibiendo su corbata demacrada. 
–Tengo frío en los pies –dijo la novia, llorando. Pero el humo se había consumido, tarde o temprano, la mamá, las amigas o el novio gritarían, para que ella se mostrara. Entonces, buscó otra forma: se sentó y maulló. Nadie la reconocía.  Parecía un animal imaginario.
Por las ventanas, aún entraba el ruido de los pájaros de afuera, de los árboles soltando sus hojas: uno, dos, tres, sobre las trenzas de las doncellas. Ella quería dejar de existir, o bailar de prisa para salir volando a cualquier velocidad, dejar las cortinas con pechos de humo y los viejos almohadones anidados. 
Pero la mamá pidió silencio y levantó los brazos:
–Acomoden los humos en sus sacos, abotonen sus bolsillos: mi hija se ha perdido, y su novio ya la espera en el altar.
Entonces, las rodillas de los invitados comenzaron a crujir: querían moverse, pero aún no podían descubrir cómo. 
El novio movió una mano para indicar poder y domarla por medio del espanto. 
–¡No! –dijo la novia, y quiso morder su propio corazón. El gato la miraba fijo, como si, de un momento a otro, alguien fuese a pulverizarla.
El novio hizo un segundo intento de palpar el resto de los vestidos, para encontrarla a ella, y hacerle entrar en razón. Esta vez, se colocó burlonamente los guantes y dejó su cola negra a la vista. Finalmente la halló: la novia estaba tendida como una alfombra, sobre el piso, pero su desnudez relucía con elegancia. 
–No soy la que usted busca; soy un resto, una ceniza. No me mire, soy diminuta y aérea.
Sin embargo, el novio la miró con sus ojos de romper gaviotas. Y sacó un veneno pequeñísimo para darle de beber. Era de lágrimas de un animal de oro. Tenía un efecto inmediato: la descomposición. Luego él mismo se la comería, y la conduciría, con pasitos brutales, por un túnel de tierra.
–¡No! –gritó ella, pero la mamá se ofendía, y las amigas cruzaron los brazos y comenzaron a atarla con guirnaldas de arroz.
–Ya no podré columpiarme en el aire hasta que mi pelo crezca por encima de los pájaros. Ya no podré ocultarme en la laguna, para estar desnuda y silenciosa, besando a las piedras.
–Nadie te recordará –dijo una tía abuela: estaba llorando.
Pero el novio terrible, con sus colas de dragón, su lengua larga y mohosa, sus bolsillos de oro tieso, puso el veneno sobre los hombros, sobre un párpado, debajo de la boca. Y la abrazó.
Sus brazos olían como el trigo recién cortado y parecían de viento tibio. El pecho era un pequeño jardín florecido en el que ella podía hundirse tristemente, y cantando.El relato es parte del libro De La doncella aguja (Alción, 2012). La autora publicó además El Violín a vapor (2016)
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