El milagro

domingo 31 de mayo de 2020 | 2:30hs.
El milagro
El milagro

Elsa Leonor Pasteknik Ryndycz
Escritor

La mujer iba llorando despacito como solo saben llorar las mujeres muy sufridas. Su cara cetrina y aguda, aparentemente dirigiendo la vista al suelo, tenía como único ornato unas lágrimas grandes y cristalinas. Llevaba el pelo negro, casi una clina, atado en un rodete. Era de cuerpo flaco, correoso y de piernas también flacas, en las que se notaban nudos y músculos. Calzaba unas alpargatas rotas.
Salía del hospital. Llevaba entre sus brazos un bultito casi escondido. Un bulto hecho de trapos más o menos limpios, más o menos sucios, restos de lo que un día, más feliz, pudieron ser sábanas y colchas. Lo apretaba fuerte contra su pecho que apenas esbozaba senos. Y lloraba, lloraba en silencio mientras caminaba.
Había hecho muchos kilómetros a pie, para llegar al hospital donde, le dijeron, “había recursos”. No tenía dinero para el pasaje en el colectivo y camino. Su hombre se había ido a la tarefa” hacía casi un mes... ¡Y ni noticias! ¡Total!... ya volvería... Si, con un poco de maíz, poroto y mandioca bastaba... aunque no hubiera carne ni grasa... y a veces ni sal... y él ya volvería, sí, y se tomaría la plata gana da en caña... y así seguirían. ¡Total!... así había sido en el rancho de sus padres... y así sería en el de sus hijos... pero... así era la vida del pobre, Señor...
Sacó de nuevo el papel que empezaba a ser ocre. Era lo que ese doctor le dijo “receta”. ¿Cuántas veces lo leyó? Porque eso sí... ella sabía leer... y hasta en ocasiones, supo escribirle cartas para alguna vecina que le pidió... porque ella... ¿a quién le iba escribir? ¡Pero qué inteligentes eran los doctores! Mire que arriba dice bien clarito: “Hospital Rural de...” y abajo también estaba clarito: “¡Doctor”, pero lo que había escrito no se entendía nada... Seguro que eso era parte de la cura! ¡Qué rayas había hecho! ¡Claro! ¡Allí debía de decir que costaba quince pesos! ¡Quince pesos! ¿De dónde los sacaría? ¡Si no tenía ni para el pasaje del colectivo...!
El doctor la atendió muy bien primero. Lo revisó a su hijo... ¡el primero de ella! ¡Cómo lo quería! Y después de un rato de ponerle esos aparatos raros, le dijo:
-Vea: su hijo debe tomar estos antibióticos. - ¿Qué sería eso? - porque lo que tiene es sumamente grave. Si no los toma, no se salva. Lleve la receta. En el hospital no hay medicamentos, estamos haciendo economías... no recibimos nada desde hace meses... Le costará como quince pesos...
Le dio el papelito blanco.
Se fue para la farmacia. Le dijeron dónde quedaba. Cuando avistó aquel negocio tan lujoso, con vidrieras llenas de pinturas y perfumes, y con tanta gente bien vestida adentro, no se animó a entrar...
¡Mire cuánta guayna pueblera bien vestida y pintada! ¿Cómo iba a entrar así, toda rotosa? ¿No la echaron afuera? ¿Llamarían al agente? Su miedo y su timidez eran muy grandes... pero recordó: “...su hijo debe tomar... es grave... no se salva... Suspiro, hizo un supremo esfuerzo y entró. Era por su hijo que lo hacía... si no... ¡Ni nunca!
Esperó un rato al lado de un extraño aparato, como un reloj, donde de vez en cuando se subía alguna de las “guaynas” y daba un gritito y le decía a la otra: ¡Mirá! ¡Qué barbaridad! ¡He aumentado dos kilos! ¡Ya me dijo Ricardito que no coma tantos dulces...!
Sí -cavila la mujer- seguro comen “rapadura” nomás, para estar así de tan lindas... comen solamente dulce...
Cuando todos se fueron la moza que despachaba los remedios y cosméticos que se le antojaba, igual a esa muñeca que supo tener la hija del patrón cuando vino del pueblo-, le preguntó muy seria mirándola por debajo de unas pestañas largas y sedosas:
-Y usted ¿quiere algo?
-Yo... sí, señorita... quiero de esto... ¿ve? es para mí chico... ¿sabe? Es para mi gurí, que dice el doctor que no tiene salvación... si no toma... ¿sabe?
-Deme. A ver... hummm... ¡Bien! Son quince pesos...
-¿Quince pesos? ¡No tengo, señorita... no tengo...!
- ¿Y cómo quiere que le de los remedios, si no tiene la plata? ¿En qué país cree usted que está viviendo? ¡Hágame el favor! ¡Salga de acá y no me haga perder el tiempo... vamos!
-Señorita! ¡Por Dios! ¡Véalo a él... al angelito... se me muere si no tengo el recurso... Yo cuando vuelva el José, le juro que le vendré a pagar... sí...
- ¡Deje de molestar...! ¿Quiere? -y se dio vuelta airosamente y tomó rumbo a la trastienda.
Mientras caminaba, y antes de desaparecer tras una cortina, imitación terciopelo, dio vuelta la cabeza y sonriendo irónicamente le dijo: - ¿Por qué no prueba con el Cerro Monje? ¡A ustedes les suele dar resultado! Además... los milagros son más baratos que los antibióticos... ¿eh?
Salió. Casi comprendió lo que deben sentir los perros, cuando se los aparta del fogón con una patada o un lazaso. Y se fue de vuelta al hospital. A lo mejor ese doctor que parecía tan bueno tenía otro remedio... o le ponía de nuevo los aparatos al gurí y lo curaba... Esperó una vez más con su bulto entre los brazos. El ir y venir de la gente la marea.
Se veía perdida entre tanta gente que la empujaba, que la miraba o que simplemente la apartaba de su lado.
Salió al final el doctor esperado.
- ¡Sí! ¿Qué pasa? ¡Oh! ¡Usted otra vez!
- ¡Doctor! ¡No me quieren dar lo remedio! ¡Dicen que valen quince peso! Yo no tengo nada... ni un regalito...
- ¿Y usted qué cree que soy yo? ¿Alguna obra social? ¿Alguna obra de beneficencia? ¡Busque!
Hay miles como usted y en su misma situación... eso le debe enseñar que hay que trabajar para poder subvenir las necesidades diarias del hogar... que hay que ser responsable en la maternidad... no traer hijos al mundo porque si no más... Una enfermera joven había llegado en medio del discurso del doctor. 
El joven, carilindo, sacó pecho, engoló la voz. Luego extrajo un paquete de cigarrillos, sacó uno, lo puso despaciosamente en una larga boquilla y tomó una pose que había visto adoptar a un supuesto médico de una novela televisiva... ¡Qué bien que le quedaba! ¡Ya su mamá había advertido, cómo se parecía al artista, qué bien le quedaba esa pose! Se quedó mirando lejos mientras exhalaba una larga bocanada de humo delante de las dos mujeres que lo admiraban... ¡Si lo viera la mamá!
Luego paternal:
¡Vaya nomás, señora!
El hechizo quedó roto. ¿Qué le habría querido decir el doctor?
¡Tan lindo él... se ve que se lavaba bien todos los días... y se ponía perfume...! Que trabajara, le dijo... y ella trabajaba... claro... levantarse de madrugada, traer leña, ordeñar, sacar agua, ayudar a los peones cuando el patrón mandaba- en cualquier trabajo que fuera, porque les debían, ya que les dejaba usar el rancho como “pobladores”... cocinar su pobre comida... ella trabajaba... claro... pero eso no daba plata... daba más trabajo, nomás...
Se fue yendo. Y allí empezó a llorar. Caminó por las calles del pueblo con la cabeza baja y siempre llorando. El bultito que llevaba entre los brazos gimió suavemente.
Con los mismos trapos que lo envolvían se secó las gotas de transpiración y las lágrimas, y se sentó al costado de la ruta... ¿Qué iba a hacer ahora?
Pasaban los camiones cargados de yerba y con algún tarefero, para ayudar en la descarga. ¿Qué le había dicho aquella linda guayna de la farmacia? Si... que fuera al Cerro... ¿Cómo iba a ir al Cerro? ¡Había tanto camino!
Un camión venía subiendo trabajosamente el repecho. Un morocho, que unos años antes hubiera conducido una carreta o un carro de bueyes, hacía ahora de chofer. Vio la figura de aquella mujer sentada arriba de unas piedras y la reconoció al punto. ¡Si era la mujer del José! Y cuando pasó a su lado le grito:
¡Adiós, Petrona! ¡Tas pueblera!
La mujer reconoció al dueño de la voz. Le hizo señas de que parara. El siguió hasta el fin del repecho y allí, con ruidos de lata y fierro, frenó el camión y se tiró de la cabina.
- ¿Qué te pasa, Petrona? ¿Qué andas haciendo por acá?
- Mire, Ticho... ¡Tengo el gurí grave! Y lo dotore me dicen que se va a morir si no compro lo remedio... y cuesta mucha plata... no tengo... ¿vo sabé?
- ¿Cuánto cuesta tu remedio, Petrona?
-Como quince pesos... me dijo la que vendía...
- No puedo... no tengo tanto... dos, apenas nomá... si lo queré te lo doy... ¿eh?
-No me sirve eso... pero la guayna me dijo que vaya al Cerro... que allí se va a curá...
-Yo te llevo si queré... Voy para ese lado... pero tenés que ir arriba, porque está ocupada la cabina...
Subió junto con los dos peones, arriba, y anidó en un raído de yerba con su pichón. Esponjó las hojas y lo depositó allí tapándolo bien con los trapos, para que el sol no le diera en la cara. El Cerro Monje... ¡Claro! ¡Cómo no se le ocurrió antes! ¡Qué buena la muchacha! ¡Mire que aconsejar así! Allí encontraron la sanidad para su hijo... ¿Acaso no sabía ella, por las mentes de sus vecinas, de los milagros que pasaban en ese lugar? ¿Acaso ella no sabía toda la historia del monje que vivió tantos años en la peña viva e hizo brotar agua para los peregrinos y bendijo esa agua que ahora sanaba? La tradición decía que los que no encontraban agua no sanaban ni eran perdonados de sus faltas... y los que encontraban, en cambio, eran perdonados y se sanaban...
¿Qué pecado podía tener su gurí? ¡Si estaba recién bautizado! ¡Si era un angelito!
Llegaron a San Javier. Se tiró del camión y agradeció con un grito al chofer y empezó su vía crucis. La peña quedaba lejos para quien, no había comido en todo el día, ni había bebido una gota de agua. 
Pero no sentía sed, ni hambre, sentía sólo la urgencia de llegar al lugar bendito y pedir por la salud de su hijo que ya ni siquiera mamaba, porque había perdido fuerzas para succionar.
El sol hacía reverberar las piedras. El Uruguay, lentamente, llevaba sus aguas hacia un rumbo ignoto acariciando suavemente las orillas. Nada turbaba el paisaje verde, rojo y plata, que parecía inmovilizado. Ella caminaba.
¿Y si el santo no acepta? ¿Y si se me muere el gurí? ¿Y si...? Pero ella creía firmemente en la virtud del Cerro. Sabía que otros habían rogado antes que ella y que habían obtenido el bien pedido. Y allí iba ella ahora a rogar por su hijo, gracias al buen consejo de la muchacha aquella...
¡Tan linda y tan buena!
Y siguió subiendo... ya estaban junto a la peña, casi sin darse cuenta, junto al lugar donde debía manar el agua... ¡Pero estaba seca!
Un vahído acometió a la mujer, que cayó al suelo. Quedó exánime junto al hijo, por quien venía.
El paisaje seguía imperturbable como si fuera el primer día de la creación.
Despertó. Se sintió sorprendida por un suave roce -le pareció- en el cuello. Ya era casi de noche.
Tomó el objeto que le molestaba y se encontró con la manito de su hijo que la exploraba..., que sonreía... y vio que junto a su cabecita la pila se había llenado de agua... Pasteknik Ryndycz es investigadora científica del Conicet.  Epistemóloga