El entierro

domingo 14 de junio de 2020 | 0:30hs.
El entierro
El entierro

Por Rodolfo Nicolás Capaccio Escritor

A medida que cava se va olvidando de que no debe hacer ruido. Eso era lo que se había propuesto, pero la ansiedad lo puede y ahora da las paladas con más ganas que cuando comenzó, y con un ruido que el silencio de la noche parece amplificar cada vez que el filo de la pala da en el borde de la piedra. El oro tiene que aparecer de un momento a otro.
Había llegado esa tarde al ponerse el sol, con la pala y un machete en una bolsa. Miró un poco alrededor para ver si no andaba alguien cerca y fue derecho hasta el primer peldaño de la escalera que da al antiguo patio interior de la misión. Allí se puso a remover la tierra, pero por las dudas dejó a mano el machete. Uno nunca sabe -se dijo- andando solo entre las ruinas…
El plan que se había propuesto era venir con el paraguayo, su compinche, pero como no apareció durante la tarde, como habían convenido, se vino solo hasta el predio de las antiguas ruinas y entró por un costado, sin que nadie lo viera.
Comenzó enterrando un poco la pala y quitando la tierra con cuidado, pero a medida que avanzaba se le fueron olvidando las previsiones. ¡El oro! ¡El oro!, estaba seguro, debía estar ahí, y él ahora, poco antes de amanecer, seguía cavando para hallarlo.

Todo había comenzado tiempo atrás, en un boliche de Santa Ana, cerca de la ruta, cuando se encontró con aquel paraguayo que mezclaba en su charla palabras del portugués y el guaraní. El tipo parecía saber de qué hablaba y él, a medida que el otro le contaba las aventuras que había tenido en las ruinas de San Miguel, en Brasil, y en las de Santa Rosa, en Paraguay, revivía lo que su padrastro le había hablado tantas veces acerca de aquellos entierros de oro y plata dejados por los jesuitas cuando se fueron.
-Hay mucho oro escondido ahí -solía decir su padrastro, refiriéndose a las ruinas locales- pero hay que saber buscarlo con paciencia. Yo fui a cavar muchas veces, pero en el lugar equivocado, y ahora que ya sé dónde lo puedo encontrar estoy demasiado aleyado para pasarme la noche doblando el lomo…
Su padrastro no era muy viejo, pero el trago lo había consumido y ahora no hacía más que pasarse el día en la puerta de la casa, sentado en una silla vieja mientras su madre iba y venía, changueando con la ropa que lavaba.
Él no le tenía lástima, porque recordaba bien, cuando chico, las palizas que ese hombre le había dado a su madre cuando regresaba borracho. Pero ahora hablaba seguido con él para sacarle más referencias del lugar donde decía haber excavado en las ruinas. Hasta le traía alguna cañita para que el otro largara dónde podía hallarse el entierro, y entre aquellos sitios que le mencionara estaba ése, al pie de la escalinata en el cual cavaba ahora sin tomarse un respiro y palpando, cada tanto en el bolsillo de atrás del pantalón, el bolsillo más seguro, aquella cadenita dorada con una medalla que le había pedido prestada a su madre. Era la recomendación hecha por el paraguayo, y pensaba que tal vez su padrastro había fracasado por no conocer ese sortilegio:
-Hay que ir a cavar con algo de oro, chamigo, porque el oro busca el oro, como la plata busca la plata… ¿O por qué creés vos que los ricos se hacen cada vez más ricos… ¿Y por qué? Porque ya tienen plata…
Él -según contaba- había estado cavando allá, del otro lado, muchas veces. Del otro lado en algunas ocasiones era en Brasil, donde había vivido mucho tiempo, y otras para el rumbo del Paraguay, donde estaba su pueblo natal.
-Três meses limpo me tiré por Santo Angelo con lo que me dieron por aquella taça de vinho que el cura usa en misa. La encontramos a o pé de un puntal de lapacho… pero nos corrieron os vigiladores y no pudimos volver…
Y seguía contándole historias de los que se habían alzado allá, con monedas de oro y algunos crucifijos y candelabros de plata enterrados al pie de los muros.
No, no era imposible hallarlos, pero era de balde ir a cavar a ciegas y perder el tiempo. Por eso, al ir con algo de oro encima, “el oro olfatea” dónde está el entierro.
-Él relumbra y te avisa, chamigo”…
Aquellas palabras le venían ahora a la memoria y por eso, cada vez que tomaba un respiro y miraba la oscuridad del monte en derredor, apretaba en la mano la cadenita dentro del bolsillo.
A propósito había elegido aquella noche cerrada, sin luna, y estaba seguro de que vería el relumbrón dorado en cuando una palada afortunada se lo descubriera, y ese era el motivo por el cual, más de una vez, al dar un golpe que sacaba chispas al rozar la piedra, su corazón latía más ligero.
En la escuela, hacía mucho, había oído otras historias que contaba el maestro, pero eran cosas que de lejos “olían a cuento”, como aquella del pueblo Emboré, un lugar donde los curas al irse habían amontonado sus tesoros para venir a rescatarlos luego. Un pueblo cerrado, metido en medio de la selva, sin puertas ni ventanas y que quienes lo había visto no podían luego precisar dónde estaba porque erraban el rumbo al regresar.
-Esos son cuentos pras crianzas -le decía su amigo- pero que alguna cosa de oro o de plata vamos sacar acá, eso es seguro…
Después de tomarse unas cañas comenzaban siempre a hablar del mismo tema. El paraguay trabajaba como peón en un yerbal cercano, y le había contagiado todo su entusiasmo, porque estaba deseoso de volver a su pueblo, y una vez allá, cavar en aquellas otras ruinas por las que hacía rato no andaba. “-Hay que zafar de la púa” –decía siempre, y en eso estaban los dos de acuerdo.
-Pero no te vayas todavía –le había insistido él- si acá también tenemos ruinas y podemos cavar grande entre los dos…

-Debajo de los escalones de esa escalera… -le había dicho su padrastro- Ahí yo sé que hay un pozo hondo que seguro lleva al entierro… Ahí estuve cavando la última vez, pero ese día andaban unos mirones, de afuera, y tuve que esconderme…
Su padrastro seguiría por largo tiempo allí, en la puerta, sentado y fumando en aquella silla desvencijada, pero él tenía ahora el dato preciso, así que le propuso al paraguayo un porcentaje de lo que encontraran que el otro aceptó, sin mucha discusión, porque ¡qué iba a discutir si andaba sólo con lo puesto! Ni machete tenía, y menos pala, así que sólo pretendía alzarse con algo, más ahora que había terminado la tarefa y debía rebuscárselas, de este lado, macheteando la capuera en alguna chacra, y con machete prestado.
-Pero no pierdo la esperanza, -le decía al tomarse el último trago de caña- Estoy seguro de que deste lao hay güenos entierros. “Y los que no encuentran es porque no saben buscar bien…”
Como él compartía esa idea, más ahora que tenía un dato preciso, su entusiasmo era grande. Y más optimista se sentía al salir del boliche cuando el paraguayo, ya entonado por la caña, repetía:
-Tudo va a podrecer abajo de la tierra chamigo, menos el oro, y el oro nos está esperando, quietito ahí...
Cuando vio que comenzaba a aclarar apuró las paladas. Ya no hacía falta que el oro relumbrara al aparecer en la oscuridad. Ahora podría verlo a simple vista en cuanto diera vuelta los terrones. Pero también él se había vuelto visible, y era posible que alguno apareciese por ahí y lo denunciara. Entonces se tomó un respiro. No había tomado ni un trago de agua en toda la noche y estaba extenuado. Se recostó para reponerse cerca de la tierra removida y entre unas matas que lo ocultaban.
Cuando despertó el sol estaba ya alto, y calculó que no estaba lejos de ser el mediodía. Entonces se incorporó, se sacudió la tierra de los pantalones y lo primero que tanteó fue su bolsillo trasero en busca de la cadenita con la medalla. No estaba. Tampoco el machete. La pala sí, allí cerca, tirada sobre la tierra roja.
Volvió pensando que su compinche, sin trabajar en busca del entierro, era el que había encontrado el oro.

Relato inédito. Capaccio es licenciado en Comunicación Social. En 1997 recibió el Premio Arandú por su novela Sumido en un verde temblor.