El atardecer del chipero

domingo 26 de abril de 2020 | 4:30hs.
El atardecer del chipero
El atardecer del chipero

Por Marcelo Rodríguez Escritor

El colectivo venía bastante atrasado. Claro, era Jueves Santo. Las agujas del reloj que heredé de mi padre marcaban las 17:00 horas. En Semana Santa todos se movilizan para pasar las Pascuas junto a sus familiares. Es una celebración religiosa muy importante para quienes creemos en la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Estaba ansioso por llegar a mi pueblo después de 3 meses de ausencia. En Capital Federal cuidé a mi hermana luego de su operación. Un accidente laboral comprometió su vista y gracias al altísimo su evolución es favorable.
En la terminal de ómnibus me esperaba mi hermano mayor, para saludarme y entregarme una canasta.
—Hay 100 chipas —me dijo después de darme un afectuoso abrazo de reencuentro—, el abuelo decía, y doy fe, que el único día del año donde los chiperos del pueblo venden todo lo que elaboran es el Jueves Santo. “Es creer o reventar”. Buenas ventas hermanito y no rompas la estadística. Todavía te queda un par de horas de luz.
No había margen para el descanso, se vende muy bien en estas fechas porque la chipa es una comida tradicional y popular. Desde niño fui vendedor, mi madre nos hacía madrugar y junto a mis hermanos la ayudábamos a preparar. Son pocos los ingredientes para tan exquisito manjar: grasa, leche, queso, almidón, huevo y sal. Y por supuesto todo el amor de mi madre en el amasado.
Con la canasta del lado izquierdo inicié mi caminata y a pocos metros de la terminal me encontré con don Eustaquio Barchuk, un reconocido músico regional. Me compró dos y me dio un consejo.
—Ni se te ocurra vender chipa en Viernes Santo. Yo conocí un chipero allá en Corrientes que cometió ese sacrilegio y atravesando un potrero le mordió una yarará. “Es creer o reventar”.
“Menos mal que es jueves”, pensé, y con una sonrisa me despedí del músico y seguí mi recorrido reflexionando ese trágico relato. Al llegar a la plaza central me quedé afligido; no había más de 10 personas, y la tarde se iba haciendo de tardecita, y en mi cabeza resonaban las palabras de mi hermano mayor: “No rompas la estadística”.
Pero sentado en un antiguo cantero de piedra estaba “Conejo”, un anciano changarín que pasaba sus noches durmiendo debajo del mango lindante al monumento del General San Martín. Me llamó para comprarme una chipa con el dinero recaudado en limosnas. Él percibió mi agobio y me preguntó.
—¿Por qué estás angustiado amigo?
—No hay gente en la plaza —le contesté preocupado.
—¡Claro! Son las 18:10 horas. Hace 10 minutos entraron todos a la Misa de Jueves Santo, habrá lavatorio de pies. Todo el pueblo está allí —me respondió pausadamente mientras me señalaba la Parroquia.
—¡Tenés razón! —le dije con alivio.
—Esa Iglesia que ven tus ojos, San Francisco Javier —continuó explicando el linyera—, fue construida por los religiosos Jesuitas. En 1817 fue saqueada y quemada por los bandeirantes. Pero la fe pudo más y un Jueves Santo de 1857 fue inaugurada nuevamente por nuestra comunidad. Pedile al Santo Patrono lo que desees y él te lo va a conceder. “Es creer o reventar”.
Por supuesto que mi pedido fue “vender todas las chipas” y mientras me despedía de Conejo ingresaron, por la calle de la Iglesia, dos micros especiales con turistas que venían a conocer la histórica parroquia jesuítica. Me acerqué al contingente mientras descendían y vendí 42 chipas, y la fortuna me siguió acompañando porque a la salida de la Misa los feligreses me compraron otras 53. Sólo restaban vender 2. El pedido a San Francisco Javier había sido escuchado. Realmente estaba muy contento y sorprendido.
Después que saludó al último feligrés fuera de la parroquia el Padre Jorge, al verme con la canasta, me llamó y me compró las que restaban.
—Te las compro con todo el deseo de probarlas, pero nos las voy a comer —me dijo devolviéndome la bolsita—, el ayuno y la abstinencia son importantes en tiempos de Cuaresma y más aún en vísperas de Viernes Santo. Entregale esta ración a un mendigo, a un niño de la calle o algún anciano para que se alimente, como una acción de caridad. Y te bendigo en el nombre de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Luego de esta bendición, que me llenó de regocijo el alma, me fui en busca del mendigo, pero como Conejo ya había comido una chipa, procuré camino a mi hogar a un niño o un anciano para entregárselas tal como me pidió el Párroco.
Desde lejos la vi ingresar al cementerio a doña Federica Freudenberguer, caminando pausadamente y con una pronunciada cojera hacia la derecha, es una de las abuelas más queridas del geriátrico del pueblo. Con sus 80 años escribe cuentos infantiles y es un verdadero ejemplo para las nuevas generaciones. Es mi clienta desde hace más de 20 años. Seguramente fue a prenderle velas a algún familiar. Así que decidí entrar al cementerio para entregarle las 2 chipas. El crepúsculo lentamente abrazaba la noche así que apuré mis pasos. Al arribar la busqué entre los pasillos y junto a unas tumbas la hallé de rodillas quitando pasto en la penumbra.
—Doña Federica ¿Cómo está usted, trabajando todavía a esta hora? —la saludé con simpatía, ya que siempre me inspiró ternura la abuela.
—¡Sí mi hijo, qué le vamos a hacer! —me respondió mientras arrancaba los yuyos.
—Le dejo estas 2 chipas, obsequio del Padre Jorge.
—Bueno hijo, muchas gracias. Déjalas ahí sobre la lápida, después que me lave las manos las recojo.
—Bueno doña, no se demore mucho que ya se hizo de noche y en el geriátrico la estarán esperando seguramente.
Después de esas palabras retomé el sendero a mi casa ansioso por ver a mi madre. Al golpear la puerta, ella abrió y con un prolongado abrazo y lágrimas en los ojos me dio la bienvenida. Preparó un mate amargo y en el comedor le conté mis horas de improvisado enfermero en Buenos Aires cuidando a mi hermana. Confiaba que en las próximas semanas podrían darle el alta para regresar a Misiones. Mamá estaba venturosa. Me contó que en mi ausencia se había curado de las verrugas que flagelaban su pie derecho.
—Fui a lo de Don Mariño el curandero —dijo mientras cebaba mate—, me indicó que corte un pedazo de grasa de vaca, me lo pase en forma de cruz por las verrugas y que la entierre en el patio de casa rezando un Padre Nuestro. No vas a creer que se fueron secando las verrugas y en menos de una semana cayeron todas. “Es creer o reventar mi hijo”.
Después de los amargos, se puso a preparar un guiso de arroz para la cena y mi hermano se unió a la charla. En un clima hogareño distendido comencé a narrarles los por menores de la exitosa venta, orgulloso de no haber ‘quebrado la estadística” que tanto me recalcó mi hermano.
—De arranque le vendí dos a don Eustaquio el músico, una a Conejo el linyera, 42 a un contingente de turistas que oportunamente llegó a la plaza. Ahí también vendí 53 a la salida de la Misa y las últimas 2 chipas al Padre Jorge, pero como estaba de ayuno me pidió que le entregara a un pordiosero, a un niño de la calle o algún anciano. Volviendo para acá, en el cementerio la encontré y le entregué la bolsita a doña Federica.
Mi madre dejó de picar la cebollita de verdeo, con ojos en franco aumento, cejas fruncidas y voz exaltada preguntó.
— ¿Qué Federica hijo?
—Federica Freudenberguer, la abuela del geriátrico —le respondí
—¡Pero si doña Federica falleció hace un mes, no me asustes así por favor!
En ese momento se me erizó la piel y se formó en mi cuerpo una cordillera, se me aceleró el corazón a 200 pulsaciones por minuto y quedé petrificado, como si le hubiera mirado a la mismísima medusa griega. Me resistí a creer lo que estaba afirmando mi madre. Le pregunté a mi hermano si era cierto lo que acababa de escuchar y él también lo admitió.
—¡No puede ser mamá! Hace menos de una hora yo hablé con ella en el cementerio y le dejé dos chipas en una bolsita sobre una lápida porque ella tenía las manos sucias.
—¡No hijo, no pudo haber sido ella! —y mientras decía estas palabras se persignó haciendo la señal de la cruz tres veces.
Despavorido por el relato de mi madre, pero convencido de haberla visto y escuchado, le pedí a mi hermano que busque la linterna de cuatro elementos y me acompañe al cementerio. Temerosos llegamos al portal, le contamos lo sucedido a Don Mario, el sereno, él estaba más sorprendido que nosotros pero sin inconvenientes nos abrió el portón y nos acompañó por los oscuros pasillos. Con dos linternas fuimos avanzando metro a metro mientras los gritos de una lechuza tensaba la profunda noche y la cargaba de sobresalto e intriga. Al llegar al lugar donde había hablado con la anciana encontramos la bolsita sobre la lápida, y al alumbrarla el epitafio decía: “Q.E.P.D. Federica Jenell Freudenberguer. 1940 – 2020”. Y como dicen todos en mi pueblo “es creer o reventar”. El relato forma parte de “Cuentos con Esencia Misionera” libro de inminente publicación. El autor escribió además “Poemas con Esencia Misionera”