Deseos impuros

domingo 20 de septiembre de 2020 | 6:30hs.
Deseos impuros
Deseos impuros

Sara I. Deym

Testigo:
Corro y el colectivo arranca, mis tacos altos resbalan en las piedras lisas, respiro agitada, lo dejo ir, igual iba a llegar tarde. Las arcadas hacen que me detenga, me apoyo sobre la balaustrada del puente, el olor no se aguanta, es mal lugar para respirar hondo. Me tapo la nariz y lo veo de perfil mirando al interior del túnel, está mojado hasta las rodillas. No puede ahogarse ahí, no es profundo. Miro alrededor, no hay policía cerca:

—¡Señor! ¡Oiga! ¡¿Qué hace?! —No reacciona, capaz es sordo. Hago señas con los brazos, es canoso ¿Cuántos años tendrá? Cuarenta, cincuenta. Achino los ojos, su mandíbula se mueve, murmura algo, está hablando con alguien. Retrocedo para ver si hay algo al otro lado del túnel, su calvicie me tapa un poco, solo está la luz de mediodía, no hay nadie.

—¡Oiga, señor! ¡Esa agua está suciaaa! —No escucha, se va a enfermar nomás. Suspiro, no es indigente, el pantalón verde musgo y la camisa están impecables. Todos están ocupados, una mujer está esperando en la parada, otro oficinista camina con auriculares, una viejita sale del edificio de enfrente con el carrito de compras ¿Soy la única que ve a este hombre? A lo mejor perdió algún perro o gato y lo está llamando, aunque si fuera así lo escucharía. Se le habrá caído un reloj, o teléfono del puente, pero el viejo no tantea el suelo con manos o piernas.  Está inmóvil, ahora camina hacia los bordes saliendo de la cloaca ¡Y yo acá perdiendo el tiempo!  

Jorge:
Sobresalía la nota arrugada y amarillenta en la boca del buzón de hierro, no se explicaba cómo resistió la humedad después de una semana de tormentas junto a las demás cartas empapadas. Recordaba la frase escrita: “Esos deseos se piden en el lugar más pestilente de la ciudad”. Convencido de que la persona que dejó ese mensaje era consciente de sus profundas y justificadas aspiraciones, confirmó por rumores del barrio que era cierto, el túnel de la cloaca cumplía los deseos impuros.

En las superficies del agua efervescente brotaban los deseos de Jorge, con toda su alma quería la muerte del hombre que sembró la desconfianza en su matrimonio. Decía lo mismo una y otra vez y dejaba que estas palabras se impregnaran del olor que surgía de las pastas efervescentes. Embriagado por la posibilidad de su cumplimiento no le importó el dolor de cabeza que le producía el túnel, tuvo en claro cómo sucedería: Mauro aseguraría la puerta trabada desde dentro, apartaría la silla más precaria de la cocina y la arrastraría al medio de la sala, se pararía sobre ella, ataría el cinturón al tirante de madera y saltaría.  

Escuchó el timbre y al abrir la puerta, la valija bordó de cuatro ruedas esperaba en el felpudo del pórtico. Bajó las escaleras hasta la vereda para llamar a quien pudiera pertenecer, no vio a nadie, revisó por si las dudas el buzón que encabezaba el poste, nada.

Era rígida y mediana, agrandó los ojos y miró por la ventana para verificar si algún vecino vigilaba y como no era así, la trajo dentro. Abrió el cierre, contenía miles de dólares empaquetados en billetes de cien. Sospechó que algo no andaba bien, no solía tener tanta suerte desde que había resultado ganador de una orden de compra en un sorteo hacía diez años. Cerró la valija, la trabó y la volvió a colocar en el felpudo del pórtico esperando que alguien pasara por ella. Culpó al vino blanco y suspiró, consideró que la soledad le producía delirios demasiado buenos para ser reales.

Jorge ignoraba que a cada muerte concedida llegaba un regalo que provocaba la propia.

Melisa:
Melisa se cepilló su melena chocolate y se hizo una cola ajustada, ladeó la cabeza. La idea se había plantado en su mente como una semilla de cizaña que carcomía a los trigos puros de pensamiento. Ella podría matarlo solamente deseándolo y eso le daba libertad, la hacía sonreír frente al espejo marcando sus ojeras y pómulos pecosos. Solo había que pedirlo frente a aquella cloaca rodeada de camalotes, ranas y basura,  y se cumpliría al pie de la letra. Cansada de los maltratos, de las descalificaciones, de la denigración como persona y como mujer, quiso tomar lo suyo sin pedir permiso. No era justo, tanto había invertido en aquella casa para que él se quedara con todo. Ella al fin era libre de las influencias del viejo, de viajar, de opinar, de vestir y ver a otros hombres. Ya no quería complacerlo como antes, le daba igual lo que pensase, era problema de él, pero Melisa aún necesitaba la parte económica de la vida que habían llevado juntos para empezar de cero. Se lo merecía por mantener vivo un matrimonio muerto por años y a pesar de su infidelidad con Mauro. ¿La cosa era de a dos no? se preguntó. Fuimos dejados los dos. Antes de la separación hablaban anestesiados, y por último la diferencia generacional entre ambos se convirtió en la excusa perfecta para dejar de hablar.

La vecina le había contado que Jorge actuaba raro, ya no hablaba con los recolectores de basura, ni pedía a su amigo Beto, el kiosquero, que le corte el pasto. Salía poco y de noche las cortinas beige mostraban destellos violetas y azules, señal de que prendía la televisión. Cuando la sobrina de Catalina vino de visita confirmó que Jorge había sido consumido totalmente por el alcohol o la locura, porque según dijo lo había visto en una cloaca cuando iba a una entrevista laboral. «Querida me da pena, creo que debería cuidarle alguien, anda con esa valija bordó todo el tiempo, a mí no me jode, seguro tiene alguna cosa de valor escondida», pensó Melisa recordando las palabras de su antigua vecina.

Se colocó la remera y el jogging, ató los cordones de las zapatillas confiando en la intuición de que Jorge era mezquino, y prefería estar muerto antes que otorgarle dinero o parte del mobiliario a pedido suyo. Daba las gracias por no haber prestado su cuerpo para un hijo producto del piquito ruidoso y vacío que se daban. Qué infeliz sería.

Melisa guardó en una bolsa las fotos, anillos, cartas, dibujos del pasado juntos con la ayuda de Mauro, la tiró desde el puente y vio como flotó en agua estancada. Rodearon el puente y se alejaron hasta dar con el pastizal y las botellas, las latas filosas chocaron entre sí por la ventisca seca.  Los horneros delataban el atardecer, bajaron del promontorio de barro y maleza, hundieron sus pantorrillas en aguas verdeazuladas repletas de camalotes, se tomaron las manos, cerraron los ojos, pronunciaron en voz alta y frente a frente la misma frase al unísono. Después abrieron los ojos esperanzados y sin contrición, sonrieron macabros.

Era la única oportunidad antes de que el resto de los familiares vinieran. Recordó que Jorge siempre guardaba un repuesto de la llave bajo la maseta, se apresuró a buscarla, si alguien preguntaba por qué estaba allí, ella diría que era la viuda, gimotearía falsamente con un pañuelo de tela mal doblado en su bolsillo.  Simularía guardar luto por el repentino descubrimiento, y se iría llorando con la valija bordó. La más difícil de engañar-si rompía su rutina- sería Catalina, quién vivía enfrente, aunque la amistad con la anciana había sido corta, Melisa sabía que a esa hora se bañaba, ocupaba las cremas para nutrir su piel, y después almorzaba.

Melisa entró a la casa, al lado de la biblioteca y desde el rincón Jorge yacía muerto con los ojos abiertos direccionados a la valija, la piel opaca e hinchada le recordó a un muñeco de porcelana que usaba en la infancia, tenía la boca entreabierta y desviada, daba la impresión de estar hablando, la copa media llena de vino blanco brilló por la luz del sol.

Cuando Melisa volvió al departamento, no pudo abrir la puerta, la manija se atoró, una sombra tambaleaba en el umbral. Llamó varias veces a Mauro, y como no escuchó nada, golpeó la puerta sin gritar para no llamar la atención hasta que no pudo contener la bronca, su respiración ardía. Finalmente el portero pegó una patada a la manija, Mauro colgaba lánguido de su propio cinturón. Entre el llanto Melisa no pudo buscar ni encontró después del funeral, a la valija.

Catalina:
Sabía que las gallinas y gatos degollados, y las velas redondas y rojas dentro del túnel de la cloaca servirían para lograrlo. Nadie vigilaba por la noche, los restos de todos se conectaban y fluían al ritmo de los deseos más profundos, y se materializaban en lo que no tenían, como la valija bordó llena de plata que solo existía en sus cabezas. Típico de miserable, es que tanto Jorge como Melisa eran gente mezquina, interesada, y eso había que aprovecharlo. Y a cada quién le toca su tentación ¿Tan rápido terminó la diversión? Vamos por el próximo malintencionado.

Relato inédito. La autora es parte del Comité de lectura provincial para la Feria Internacional del libro. Blog: //itatilescribe.blogspot.com