Clementina amasó pan

domingo 26 de julio de 2020 | 5:30hs.
Clementina amasó pan
Clementina amasó pan

Sergio Alvez

Escritor

Se saca, uno a uno, los cuatro anillos de su mano izquierda. Los apoya, en fila, sobre el marco de la ventana de madera que da al cerro. Esa enorme ventana se encuentra junto a la mesada. Así lo pensó Clementina hace 47 años cuando construyeron esta casa. Quería poder cocinar mirando el cerro. Respirar el aire del monte. Sabía que iba a pasar mucho tiempo allí. Cada anillo es regalo de un hijo: Darío, María José, Evaristo y Simona. Ya ninguno vive con ella. Se lava las manos sobre la bacha vacía. Apenas una pizca de jabón blanco. Se enjuaga largo rato. Se seca las manos con el delantal. Levanta la vista. Un remolino de nubes envuelve la punta del cerro. Los primeros lapachos comienzan a teñirse de violeta. Hay sol y el vaho vegetal, extasiado de rocío, se filtra por la ventana y perfuma la casa silenciosa. Al fin hunde sus manos en la montaña de harina derramada en la palangana. En unos minutos, la masa está lista.  Las manos de Clementina dibujan movimientos circulares sobre ese enjambre gris. La danza de sus manos es ordenada y sistemática, como si siguieran una coreografía. Usa dedos, palmas, codo y puño. Cada tanto, le a la masa una forma esférica, para luego arrojarla con ambas manos  y hacerla estallar contra la mesada de quebracho. Mientras amasa contempla el pastoreo manso de sus vacas. A veces pierde su mirada en un punto profundo del verdor que cubre al cerro. Y piensa, lejos. Y recuerda, todo.

Llegó a esta chacra recién casada con Erasmo Cubillas. Construyeron juntos, madera a madera. Nunca dejaron de agrandar la casa, el corral, el galpón de tabaco, el tajamar. Esto y lo otro. Mientras, los hijos nacían y crecían. Se plantaba. Se cosechaba. Todos los días el trabajo era duro y el esfuerzo grande. Cada día, Clementina se levantaba antes que el sol para amasar pan. Es lo único que nunca cambió hasta ahora. Los chicos comieron pan casero cada día de su vida. Ella misma hacía el fuego, con las leñas del monte que Erasmo juntaba cuando se iba a cazar. Cuando Clementina piensa en sus hijos, observa fijo los cuatro anillos como si los estuviera viendo a ellos, sentados en la galería, esperando con ansiedad la taza de leche con pan casero untado de palta.

Simona era distinta. A ella no le gustaba la leche y entonces Clementina le hacía mate cocido. Pero le agregaba leche a la masa del pan. Un día, Simona le contó a su madre algo que le había hecho su padre. Ese día, con la excusa de tener que mostrarle algo importante, Clementina condujo a Erasmo hacia el bañado, donde sin mediar una sola palabra, lo degolló como él le había enseñado -mucho tiempo atrás -se degüella a un chancho.

Clementina deja la masa levar. Es el momento de ir afuera y comenzar a hacer el fuego. El horno de barro está junto al gallinero. Ella misma levantó ese horno de barro. Dispone las leñas y enciende el trapo con kerosene. En ese mismo horno, quemó con ayuda de Darío,  los trozos diseccionados del cadáver. Los vecinos, acostumbrados a que de la chacra de los Cubillas sólo surgiera ese aroma irresistible a pan casero, se extrañaron por el olor que del horno salió aquella noche.

Fue necesario para Clementina, hablar mucho con sus hijes. Expuso la verdad y logró un pacto unánime. Desde entonces, en toda la colonia, ni siquiera el comisario duda ya, que Erasmo Cubillas abandonó su casa y su familia para ir tras un amorío en la República del Paraguay.

Ahora que el fuego crece pero la masa aún no levó lo suficiente, Clementina se recuesta y mece un rato en su sillón de mimbre. Enciende un charuto de los que armó el verano. El galpón de tabaco luce abandonado. Las enredaderas recubren sus viejos maderos, donde otrora se secaban cientos de kilos de tabaco burley. La gurizada ayudaba. Durante un buen tiempo ese fue el sustento principal de los Cubillas. Sólo un puñadito de plantas todavía crecen, silvestronas, en lo que queda de la chacra. Clementina cosecha sólo para fumo propio. Lo mismo con las vacas. Ya casi no se dedica. Cerdos ya hace años que no cría. El último terminó en la parrilla cuando la Simona se fue. Fue el asado de despedida. Vinieron todos. Ella fue la última en irse. Desde entonces, la Clementina vive sola y tranquila en esta chacra. Tiene tres nietos. Casi siempre para Semana Santa viene el Darío con su familia. Y para Navidad llegan los otros. Simona este año no sabe si podrá venir. Está en Singapur y su viaje sigue varios meses más. La última vez que la vio, ella le hizo una extraña pregunta.

—Mamá, ¿cómo lo mataste?

—Dí un tiro para él— le mintió Clementina.

Piensa Clementina, que con el tiempo, a veces, en ciertos asuntos la verdad se vuelve irrelevante. Con determinación, hasta el más sórdido recuerdo puede olvidarse. Con la pala, Clementina coloca la masa en el fondo del horno. Las brasas, naranjas, crujen ruidosas bajo los hierros. La portezuela se cierra. Pronto, la masa se hará pan. Un pan dorado y elevado, el más gustoso pan que pueda haber en toda la colonia. Clementina vuelve a su sillón. Comienza el mate. Desde el cerro proviene el chiflido del Yacutoro. También se oyen torcazas y boyeros. Clementina reconoce el sonido de cada ser vivo que circunda la zona. Lleva tiempo sin subir al cerro pero conoce sus rincones mejor que nadie. Nació y vivió allí en el cerro junto a madre y hermanas. Hasta que conoció a Erasmo. Sus pensamientos se pierden en esos años de guaina. Sorbe el mate con lentitud. Pasa el tiempo y el pan se dora. El perfume que sale del horno anuncia que es tiempo de sacarlo. Antes, cuando los chicos vendían su pan casero en las colonias, ese aroma informaba a los distantes  vecinos, que pronto les llevarían sus piezas calentitas. Esos pesitos ayudaban. Todo ayudaba. Nunca faltó nada, piensa ahora Clementina, mientras retira el pan y lo dispone en la bandeja. Ella ya no come su pan. Se cansó. Pero le gusta seguir preparándolo y cocinándolo cada día. Lleva el pan calentito al patio. Lo deja en el suelo. Enseguida se llena de pájaros.

Clementina vuelve a la cocina. Los cuatro anillos, uno a uno, vuelven a sus dedos.

Relato inédito. Alvez nació en Posadas. Es periodista y escritor. Publicaciones: “Urú con otros relatos”, libro de cuentos que fue llevado al lenguaje audiovisual y 2020 edita “Descubiertero”, libro de relatos.