Caibaté 3. Después de la batalla

miércoles 13 de febrero de 2019 | 5:00hs.
Pamela Navarro

Por Rubén Emilio Tito García

Los cadáveres de hombres de torsos desnudos, esparcidos sobre el campo de espartillos secos en aquel febrero de 1756, reflejaba el acto inmoral de la desigual contienda. Todo concluyó en la hora en que el sol arroja sus rayos con mayor fiereza y vuelve locas a las víboras y alimañas de la siesta. Ningún pájaro aletea en desolado tramo, salvo negros carroñeros de mirada torva y pico curvado, que volando lúgubres sopesan el momento de posarse en las deshojadas ramas de los macilentos espinillos, prestos en atacar al cuerpo inmóvil. ¿Qué atrae más a estos comensales del aire que llegan al festín sin ser invitados?, ¿los muertos desparramados por doquier, o los pocos prisioneros amontonados, que junto a otros tantos heridos se desangran sin emitir quejidos ni ayes de dolor?
¿Dolor? Si desde el principio de los tiempos el guaraní que se considera valiente de caer herido en combate no manifiesta sufrimiento alguno, pues el dolor lo acerca a Ñande Yara, el sempiterno habitante de la Tierra sin Mal. Es lo que trasmitían los chamanes de generación en generación con la intención de infundir dureza al carácter de los jóvenes guerreros.
En tanto, Andonaegui, gobernador de Buenos Aires, dispuso que los prisioneros se hagan cargo de curar a los heridos y luego asuman la tarea de cruzarlos al otro lado del río. Debemos instar –dijo en arrepentimiento tardío- a que se unan con los suyos y vivan en paz, si es que alguna vez la vuelvan a encontrar. Bastante daño ya les hemos causado como para sumarles otro sufrimiento y evitar que los acarren a San Pablo, porque San Pablo significa esclavitud. 
Observaba con gesto azorado los vestigios humeantes que aún quedaban de los pueblos incendiados y la desolada campiña donde poco antes sobresalían las explotaciones agrícolas y ganaderas, inmensa obra creada por los hombres de la Nación Misionera en el medio de la nada. Tantos horrores vistos y las consecuentes miserias generadas del vil atropello lo hicieron exclamar con aire de culpa:
Deben estar totalmente locos los que ordenaron entregar todo esto a los portugueses. En verdad es una tremenda locura.
“Locura de horror y muerte que obligó a la relocalización de cuarenta mil misioneros allende el río Uruguay y a la defunción de miles de hermanos caídos durante el penoso peregrinaje del exilio y en los años de dura contienda”, escribía Ernesto Paiva, el acólito que salvara su vida y cayera prisionero, en la carta que dirigiera al Padre Provincial. Allí, contundente, agregaba:
“El Tratado de Permuta de Madrid debería llamarse de dolor y muerte. Muerte que se llevó a la tumba a tantos hombres y que dejó un tendal de viudas desamparadas y a miles de niños sin padres. Dolor al ver al contingente de exiliados deambular en silencio como parias abandonados a su suerte. Caminaban en silencio arrastrando sus penurias sin queja, sin lamentos, sin ayes. Nadie ha llorado ni llorará; ni los hombres ni los ancianos, ni las mujeres ni los niños, salvo el berrinche de algún amamantado. ¿Y abandonar a los heridos? Jamás. Ahí van con ellos; son hombres que perdieron uno, dos o más miembros; pobres hombres que jamás podrán hacer lo que antes hacían. Desvalidos vivirán el resto de sus días dependiendo de la atención y caridad de sus hermanos. ¿Adónde irán todos ellos? Un comité de recepción aloja a los heridos en los hospitales, a las mujeres y niños en las cabañas de viudas y solteras, a los hombres en las de solteros y en las cárceles, ¡que por fin tienen moradores! Estos son los que optaron por quedarse buscando amparo en los pueblos de occidente, construyendo a los apurones ranchos provisorios. Otros, en cambio, decidieron volver a la selva, abandonando definitivamente la vida urbana. Regresaban al viejo ambiente selvático y primitivo, como vivieron antes de la llegada de los Jesuitas.
¡Oh, Dios mío!, ¿es posible que tanta maldad haya caído sobre estos nobles seres que por propia voluntad supieron construir una envidiable sociedad? Sociedad que vanamente todo aspirante a gobernar en el mundo civilizado promete alcanzar, y que una vez en el poder, éste lo vuelve déspota, soberbio y lo insta a perpetuarse en el mismo porque asume que después de él vendrá el caos. ¿No es acaso esta vil hecatombe el resultado sanguinario de individuos empolvados que viven en regios palacios europeos? ¿Qué clase de reyes son que en lugar de enfrentarse en contiendas inútiles por poseer más tierras, no se dedican a mejorar la administración de los bienes generales y en bregar por el bienestar de sus súbditos que bastante mal andan, a pesar de las riquezas que les llueven? ¿Son ellos los representantes más conspicuos del iluminismo humanista? Entonces, mi querido Padre Superior, ¿cómo serán los otros que no son humanistas?
Como apreciaréis, todo aquí es un remolino de vivencias traumáticas que obligan a tomar decisiones. Por mi parte, he decidido por propia voluntad internarme en la selva y convivir con mis hermanos misioneros, como ya lo ha hecho el Padre Lucas Marton, con la idea de crear una sociedad basada en la anterior. El Padre Lucas se fue al monte con decenas de nativos a quienes inculcará la fe cristiana, pero respetará  la creencia religiosa del que quiera adoptar para sí. Estoy convencido de que todos los caminos sirven para llegar al cielo.
Verá usted, mi Señor, que en la novedosa Nación Misionera creada por Ruiz de Montoya y sus compañeros en la fe, que abruptamente se desvanece, siempre se han tenido buenos y prudentes gobernantes. Debido a ello, y comparativamente, me pregunto si los blancos alguna vez los supimos tener.
Y, en la actualidad, con vuestras vivencias en grandes ciudades, deberían preguntarles a los habitantes si están sabia y honradamente gobernados.
Para terminar, debo confesaros, que me voy al monte con el alma reconfortada al tener de ejemplo la valentía moral y ética del Padre Sebastián Gamarra, verdadero siervo y soldado de Cristo.
Murió en el frente de batalla defendiendo el ideal de la Nación Misionera y Guaraní, como solía repetir. Dejó atrás la fastuosidad de Roma y la aristocracia selecta de la vanidosa Lima, la ciudad donde nació, por venir a morir en su patria de adopción donde se sentía verdaderamente pleno de felicidad. Logró lo que el Padre Antonio Ruiz de Montoya, por obediencia, no pudo terminar sus días en Misiones. Él lo consiguió al pie del Cerro Caibaté, dejando en su partida el sublime mensaje de que la patria no es el lugar donde se nace, sino el lugar donde uno opta por vivir en paz y ser feliz”.
La paradoja de la historia señalará que miles de inmigrantes europeos, de la Europa devastada, encontraron desde 1880 en Misiones su lugar para vivir en paz. No como en la época de la socialista república misionera diseñada por los curas jesuitas, pero sí en comarcas de feliz redención.