jueves 28 de marzo de 2024
Cielo claro 26.7ºc | Posadas

57

domingo 24 de mayo de 2020 | 1:30hs.
57

Javier Chemes 
Escritor

     Una de las formas preferidas de alegrar a su mujer era sacarla a pasear con los chicos en el bondi los domingos. Después del asado en casa de los suegros iba hasta la base y gracias a que el encargado los fines de semana era su cuñado, se subía a un 24, volvía a buscar a su familia y salían a pegar unas vueltas con el cartel de fuera de línea. Esto ocurría una vez al mes. Una vez al mes le tocaba franco los domingos y una vez cada dos meses un sábado. En general hacía turnos de doce por doce horas. Doce horas de trabajo por doce de franco. Algunas otras veces los pasaba a buscar a la tardecita, compraban unas chipas o unas facturas, según lo que quisieran los chicos, preparaban un mate y paseaban hasta tarde, hasta cerca de la medianoche. Hora en la que él dejaba su turno. Su mujer se contentaba con poco. Pero esto él no lo sabía; ni lo pensaba. Para él, el hecho de poder salir de ese modo con su familia era sólo una simplificación de su vida. Una libertad que se permitía casi sin pensarlo. Un momento de solaz con su familia. El resto del tiempo era otra cosa. Para él la vida no tenía más sentido que encima del colectivo y mirando para atrás, por los retrovisores, al pasaje. Eso era lo que entendía, por, digamos, estar en el mundo de las cosas cotidianas, integrarse a la mentada realidad. Una verdadera relación con un mundo colectivo. Un mundo en el que distingue a cada uno de los pasajeros que viajan con él. Siente una afinidad absoluta con ese mundo sobre ruedas que conoce como pocos y que experimenta todos los días como lo auténticamente real y verdadero. Y lo más curioso de su forma de ver y entender el mundo es que lo hace exclusivamente a través de sus espejos retrovisores. Él, siempre tranquilo, metido en esa especie de cápsula que nadie entiende y que algunos confunden, sube, enciende el motor, lo escucha bien, pero bien, ¿eh?, un rato largo… La mirada perdida, lejos, en alguna nube o en alguna rama de un árbol, las manos quietas, relajadas, los ojos límpidos, la cara apenas iluminada con una media sonrisa, o ni eso, menos que una sonrisa, una mueca, en todo caso, parpadeando apenas, masticando algún bocado de chipa o galleta anisada, de vestimenta limpia y almidonada, vuelve con la mirada al interior del vehículo recién plumereado y comienza lentamente a recorrer el recinto todavía vacío para detenerse en algún asiento y, quizá sí, recién, pensar que la mañana, o lo que los demás llaman jornada laboral, está por empezar, o mejor, ya empezó. Recordará quizás a su mujer ahí atrás, sentada, alcanzándole un mate, mirándose en el retrovisor de arriba y en el del costado derecho. Ella lo verá maniobrar entre automóviles y camiones, quizá, desde ese lugar no del todo mensurable del amor por su esposo, pero imaginable, dejará escapar un suspiro y verá que ahí, adelante, el hombre ese al que está unida, existe más allá de lo que ella misma piensa y siente de su presencia. Ahí, manejando y viendo hacia atrás por los retrovisores que parecen invadir el frente de lo que él, con cariño y ternura reservada a lo casi inaudible, llama su coche. Antes no sabía cómo hacerle entender que necesitaba verlo más a menudo. Pero él, tranquilo. Nada parecía conmoverlo. Claro que quería estar con ella pero no se preocupaba si pasaba un día o dos sin verla. A ella eso la ponía nerviosa, un poco, siempre. En fin… Ella al principio no entendía que él apareciera un rato a tomar unos mates a la tarde cuando terminaba, antes de ir a su casa a pegarse una ducha. Vivía cerca del Parque, en una pensión, atrás de la cancha. Desde su patiecito solía escuchar los gritos de la hinchada local cuando se convertía algún gol. A veces no duerme. No puede. Nunca supo por qué. La cosa es que no puede dormir y se levanta en medio de la noche y sale al patio a mirar el cielo, las estrellas. Obnubilado a esa altura de la madrugada y sin haber pegado el ojo por horas, suele sentarse en medio del patio a mirar las estrellas. A veces la boca se le va abriendo despacio, hasta quedar boquiabierto con la mirada perdida y una expresión medio estúpida por la posición. Calza la nuca en la silleta, esa que le habían regalado los suegros aquella vez que fueron todos a Brasil de vacaciones y despacio va girando la cabeza, lentamente, hasta ver todo el cielo, primero de izquierda a derecha y después de derecha a izquierda. Cuando era chico ya las contaba. Una vez, recuerda, contó dos millones setecientos treinta y cinco mil cuatrocientos veintisiete estrellas y más de noventa y cuatro estrellas fugaces; sí, en serio. Y veinticinco satélites. Tiene un sistema de lo más complejo, complejísimo, que sólo él entiende para ir registrando las cantidades parciales hasta llegar al resultado definitivo, digamos. Y sí, claro, lo difícil está en acertar a contar las cantidades con precisión. Pero él no le erra nunca; ni una vez que se recuerde, porque llegó a hacerlo con nosotros. Jamás le erró. Un espectáculo verlo contar estrellas. Ahí nomás, de un tirón contaba, qué se yo, ciento cincuenta o doscientas estrellas, pero de un tirón, ¿eh? Tremendo. Él siempre decía que era porque estaba entrenado con los retrovisores del colectivo. A veces nos encargaba que lleváramos la cuenta, la suma, para no perderse, y una noche estuvimos hasta el amanecer y esa vez contamos más de quince mil. Que esa facilidad, decía, la de contar estrellas, era por la costumbre de ver para atrás en el coche; de ver siempre casi simultáneamente a un lado y al otro, a izquierda y derecha y arriba, al fondo y ahí cerca de él, a los costados, a los primeros asientos, así medio hacia abajo, ¿no? Entrenado de tanto mirar para atrás por los retrovisores. Parece un pez. Siempre alerta a todo el pasaje; no se le escapaba nada. Sí, claro. Un lujo era viajar con él. Si subías temprano te invitaba unos mates riquísimos. A veces, chipa. Siempre de buen humor; buena onda, qué sé yo. La cosa es que al principio no entendía bien lo que le pasaba cuando miraba para atrás por los espejos retrovisores. Pensó que era un problema de visión, un problema “óctico”, como le dijo su cuñado. Pero él se alertó igual porque cuando miraba por los espejos hacia atrás, al principio, cuando recién empezó a acostumbrarse al hecho de hacer tantas cosas a la vez, conducir, ver el tránsito, acelerar, frenar, disminuir la velocidad, pero no demasiado, embragar, cambiar de marcha, volver a acelerar, cuidar de no atropellar al viejo que cruza a mitad de cuadra en diagonal como si tuviera quince cuando en realidad tiene como setenta y está cargado de bolsas de supermercado, cuidado el ciclista y ese peatón que fuma parado al borde de la esquina, en la cuneta, más precisamente, desacelerar y ver hacia delante, buscar, alcanzar con la vista la parada, seguir contando las monedas y separarlas según su denominación, las de un peso primeras a la izquierda y así siguiendo con las de cincuenta y las de veinticinco y las de diez, las más chicas, las de cinco centavos, son las más chicas y van al extremo derecho de los monederos verticales de níquel o chapa niquelada o cromada, y tomar algún mate que le alcanza alguien o el mismo inspector que nunca deja de hablarle y contarle las últimas novedades y todo esto sin dejar de mirar, alternativamente, para atrás, por encima de los primeros que viajan parados agarrados de su asiento o los que, cercanos todavía a su respaldo, de vez en cuando meten un bocadillo, es decir, un comentario, definitivamente ajeno a la conversación que sostienen entre el inspector y él, y todo esto sin desatender en ningún momento al pasaje y empezar a detener el coche porque ya llega a la parada y descienden, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, en fin, alrededor de diez pasajeros. Él los observa bajar cuidadosos a los precavidos, mirando hacia atrás por si viene una bicicleta que los pueda remontar en el aire y revolcarlos en el asfalto, y de un salto los más cancheros que creen que van a llegar más pronto o quién sabe qué pensarán esos que se atropellan por bajar lo más pronto posible cuando ya llegan tarde de todas maneras, él, empieza a saludar y cortar nuevos boletos y cobrar los pasajes y sin dejar de mirar hacia atrás en ningún, pero en ningún momento, mueve el pie izquierdo hacia delante y abajo, con cierta fuerza controlada por los gemelos de la pantorrilla, que en ocasiones, a la noche, al regresar a su casa, suelen dolerle, pisa el embrague a fondo y volviendo a acelerar con su otro pie, sin dejar de sonreír a la última persona que sube, con la mano derecha, en lo que parece un movimiento continuo que va del boletero a la mano del pasajero dejándole el pequeño papelito entre los dedos y de vuelta al monedero a dejar las monedas para volver con el cambio a la mano extraña que se extiende a su costado, pone primera, sonríe de nuevo y cierra la puerta con la mano izquierda, peinándose el flequillo que le cae sobre la frente colorada. ¿Contar estrellas? Un pasatiempo. Un, digamos, aperitivo que, a modo de distracción, se permite ciertas noches para relajarse mirando algo verdaderamente diferente a lo que ve durante todo el día. Increíble. Cuando la mujer quiere decirle algo importante, va hasta una parada, levanta la mano, lo detiene, sube, lo saluda con un beso muy ligero en la mejilla derecha y se sienta cerca, si es que hay lugar, o si no se queda parada, atrás, medio recostada contra el caño que es parte de la estructura que sostiene su asiento, y entre tímida y desconcertada por lo que tiene que hacer para hablar con él, entonces sí, mirándolo por el retrovisor que tiene enfrente, que los conecta como ningún otro, le dice lo que tiene que decir. Ella sabe desde hace tiempo que esto es así. Que para él, en todo caso, las cosas son así. No lo culpa, ese es su trabajo, el que los mantiene, aunque en su fuero más íntimo considera que lo enfermó. Eso piensa ella. Y bueno, hay que ponerse en su lugar también; el de ella, digo, porque no debe ser nada fácil tener un tipo al lado que viene a la noche y te mira como si estuviera viendo tele o, peor todavía, viendo llover en la tele a través de un vidrio empañado. Así se complica un poco, ¿no? Y bueno; ella viene pensando en irse, en dejarlo, viste… Hace un tiempo que sólo sube al cole para decirle que está cansada de esa situación de mierda. Los otros choferes le dicen que a ellos no les pasa eso. Que eso sólo le pasa a él. Y que es muy raro, le dicen. Que nunca habían visto ni oído nada por el estilo, le dicen. Poco a poco todo lo que lo conectaba con nosotros fue perdiendo importancia para él. Desilusionado, o descontento con su vida y su trabajo, o por qué no, también con su familia y lo que le requería permanentemente –más presencia, más compañía–, lo que registrábamos como su “forma de ser” se le fue escapando. Lento, pero seguro, como suele decirse, eso que habitualmente reconocíamos para mayor comodidad y por costumbre como su personalidad, empezó a desintegrarse delante de nuestros ojos que lo veían desde atrás; que continuaban mirándolo como todos los días, desde nuestros asientos, de mañana, de tarde o de noche. Su presencia ante nuestros ojos se volvía cada vez más incierta; más, cómo podríamos decir, desconocida, lejana. Sus ojos, antes alertas a todo el pasaje, desviaron su foco de atención, al principio débilmente y después con una evidencia y un desaire tajantes. Se volvió hosco, taciturno y seco. Sus ojos ya no destellaban con cada arranque de la unidad 57. Subía y encendía el motor sin pensar siquiera una vez en el estado de “su” coche. Nos encontrábamos como antes, pero ya sin el menor gusto por aquello que durante años fue vernos en los gestos conocidos, en los gustos de quienes viajábamos todos los días con él. Ya no volvió a ser lo que era. De un modo indolente y hasta con una sonrisa irónica en sus labios comenzó a frenar lejos de los cordones en las paradas y no detener del todo el movimiento del coche cuando los pasajeros descendíamos. De a poco le perdimos el respeto. Dejamos de invitarle mate y chipa –esto fue una prueba irrebatible de nuestro descontento, de nuestra desilusión por su cambio. Él seguía inmutable. Había sido un amigo. No el “chofer del colectivo” que te lleva y te trae todos los días; no, era como de la familia. Entonces empezamos a verlo así. Como un familiar que ya no era como antes; que de golpe se rayó. Así nos distanciamos. Lentamente lo fuimos perdiendo de vista también nosotros. Dejamos de mirarlo y él no volvió a hacerlo. Desaparecimos de su vida, lo que se dice, por completo. Una noche salió como otras noches a mirar el cielo. Pero esta vez encendió un cigarrillo. Jamás había fumado. Esa noche, que no alcanzó a contar ni siquiera mil estrellas, comenzó, lo que se dice, su debacle. Ante los ojos incrédulos de su mujer, con la vista clavada en lo profundo del cielo –vaya uno a saber a dónde miraba–, estuvo sin enderezar el cuello por espacio de horas; y nada. Cuando sus compañeros, que lo pasaron a buscar para el partidito de los viernes, como cada quince días, le preguntaron cuántas había contado, él respondió que estaba nublado y no recuerdo qué otras evasivas. Esa mentira caló hondo. Se fueron sin él a jugar. A la semana nos enteramos por el cuñado que había faltado al trabajo dos días seguidos y que cuando le comunicaron que le descontarían el dinero correspondiente del sueldo ni parpadeó. Subió al colectivo murmurando que ya sabían bien dónde meterse la plata que le iban a descontar. Ese día, además lo castigaron dándole una unidad vieja y sin tantos espejos. No notó la dimensión del castigo. No se dio cuenta de que sólo tenía tres retrovisores. Tanto había cambiado. Finalmente su mujer lo dejó. Al tiempo lo echaron del trabajo. En esos días, me acuerdo patente, me lo crucé en la calle, por supuesto no me reconoció, pero me despachó una mirada estrábica que hizo que me tropezara al subir la vereda. Una madrugada entró a la fiesta de cumpleaños de un vecino, se sentó en el medio del patio mirando hacia arriba, estuvo así como tres horas y después se fue y ya no supimos nada de él. Dicen que esa noche lo vieron irse con un botiquín de tres espejos bajo el brazo.

Chemes es docente en la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades.  Músico. Próxima publicación: novela corta “Ahora después”.
Te puede interesar
Ultimas noticias