El Olimpo Criollo

domingo 18 de octubre de 2020 | 6:00hs.
El Olimpo Criollo
El Olimpo Criollo

Se cuenta que había un lugar llamado “El Olimpo Criollo” al que iban todos aquellos personajes argentinos que, habiendo hecho algún tipo de aporte trascendente por nuestro país, ahora gozaban de los beneficios de la inmortalidad.

En “El Olimpo Criollo” no había deidades como en el griego, sino simplemente un puñado de ilustres individuos que, con sus virtudes y defectos, habían pasado a mejor vida, luchando por su patria o a veces en el más injusto de los exilios. Eso sí, se había puesto como condición para ingresar que por lo menos llevaran muertos más de un siglo, atento a que algunos personajes de dudosa reputación se habían querido colar entre sus filas, esgrimiendo los más variados e insólitos argumentos.

El sitio estaba sujeto a estrictas normas que regulaban su funcionamiento, dado que en el pasado habían surgido ciertos entuertos originados generalmente entre algunas facciones antagónicas, por controversias ideológicas irresueltas. Superadas aquellas viejas antinomias, la armonía reinaba en el lugar gracias a un reglamento que fijaba severas normas de convivencia. Entre sus múltiples artículos, había uno que establecía para los moradores del lugar, la prohibición expresa de hablar de política, religión o de los logros que habían tenido durante su existencia como mortales. El castigo por infringir este precepto era el destierro y en consecuencia, el olvido. Pero tan espartano ordenamiento tenía una sola excepción: una vez al año, y por el voto de la mayoría de los próceres residentes, uno solo de ellos podía ser liberado transitoriamente para que pudiese volver a la tierra durante un día.

Como no era de extrañar, tan generoso permiso también tenía sus limitaciones. Durante esa jornada, el beneficiado podía recorrer solamente un lugar a su elección, estándole totalmente prohibido interactuar con los mortales, a los que solo podía observar sin poder dirigirles la palabra.

Llegó el día de la votación y durante varias horas se escucharon los más floridos discursos y encendidos argumentos. Con gestos grandilocuentes algunos expositores hicieron gala de una retórica impecable, hasta que prevaleció la moción que proponía al General Manuel Belgrano, atento al bicentenario de su fallecimiento. El prócer elegido, agradeció a sus congéneres por tan honrosa distinción y se dispuso de inmediato a planificar su visita a la tierra, la que estaba acordada, como era de esperarse, para el 20 de junio. Belgrano se fijó como meta buscar un lugar en el que estuviera reflejado el espíritu patriótico de su obra. Primero pensó en visitar las escuelas que se tendrían que haber construido a partir de su donación por las victorias en las batallas de Salta y Tucumán. Pero decidió no arriesgarse, tomando en cuenta los antecedentes de un Estado incumplidor, que todavía le adeudaba sueldos.

Después se le ocurrió visitar algunos de los lugares en los que había trabajado. Rápidamente se le vinieron a la memoria: el Consulado, el Cabildo y hasta la vieja casona donde se hizo el Congreso de Tucumán. Pero también descartó esa posibilidad porque imaginó que esos espacios hoy simplemente serían antiguos museos donde se atesoraba la memoria.

También tuvo el deseo de visitar el Convento de Santo Domingo, donde descansaban sus restos mortales. Pero inmediatamente le vino un sabor amargo a la boca, debido a la desidia oficial con la cual fue ignorado primero, y hasta ultrajado después.

Finalmente pensó que aquello por lo que más debería recordárselo era por la creación de la Bandera Nacional, que al final de cuentas era uno de los símbolos más importantes en toda nación que se precie de tal. Emocionado, evocó aquel 27 de febrero de 1812, cuando la izó por primera vez a orillas del Paraná e hizo jurar ante ella a su tropa. Entonces decidió ir hasta ese lugar, para constatar si todavía el espíritu de patriotismo que reinaba otrora entre los suyos, estaba intacto como en aquella fecha.

Con los primeros albores del día, Belgrano empezó su descenso a la tierra. Al llegar a Rosario, al sitio donde enarboló por primera vez la enseña nacional, se sorprendió con un gran monumento que se había emplazado a pocos metros de allí. Recorriéndolo, vio muchas plaquetas conmemorativas y descubrió a través de ellas, que se había inaugurado el 20 de junio de 1957. Esta impactante obra tenía un gran patio, interminables escaleras, magníficas esculturas y un fastuoso propileo donde siempre estaba encendida una llama votiva. Todo el conjunto estaba coronado por una torre infinita, desde cuya cúspide se podía ver el río y la ciudad. Recorriendo el interior del complejo escultórico, Belgrano se encontró con una sala donde había banderas de diferentes lugares de América y en la cual también halló muchas imágenes. Esto fue algo que llamó poderosamente su atención, ya en su época se usaban las pinturas para retratar a las personas o a las batallas y, a diferencia de aquellas, éstas eran tan reales que no podía salir de su asombro. Entre las muchas ilustraciones que había colgadas en diferentes cuadros, se detuvo en algunas en las que se veía a niños con uniforme blanco. Por los epígrafes que había en cada una, pudo interpretar que eran escolares haciendo la promesa de lealtad a la bandera, y que dicho acto se realizaba cada año para conmemorar el aniversario de su fallecimiento. Esto lo llenó de emoción porque pensó que el lugar, en pocas horas, estaría repleto de personas para presenciar tan importante acontecimiento. De esta manera, podría corroborar de primera mano, si el objetivo de su viaje había tenido sentido. Decidió esperar sentado en lo más alto del monumento, desde donde seguramente tendría una vista privilegiada. Las horas pasaban más rápido de lo que hubiera esperado y la ansiedad lo devoraba a cada instante. Encima, para su decepción, nadie aparecía ni por asomo en los alrededores. Belgrano aguardó pacientemente durante varias horas, hasta que el atardecer comenzó a dibujarse en el horizonte del Paraná. Repentinamente aquella algarabía inicial mudó en una especie de tristeza que lo invadió por completo. Faltaban pocos minutos para que el tiempo que le había sido otorgado finalizara y marcara así el inicio de su retorno a su eterna morada.

¿Acaso se había equivocado tan groseramente? ¿Sería posible que nadie se hubiera acordado de su máxima creación? ¿Ya no quedaba en su pueblo el espíritu patriótico que marcó su vida pasada? Mientras aquellas preguntas retóricas lo atormentaban, escuchó una voz fuerte que repetía a modo de letanía: “Se recomienda a la población en general, guardar el estricto acatamiento de las normas establecidas en el marco de la pandemia por el Covid-19, respetando el aislamiento social, preventivo y obligatorio”.

A medida que emprendía su retorno, observó sorprendido y ya a lo lejos, como algunas personas, a pesar de aquella advertencia, igual trabajaban ayudando a otras que lo necesitaban desde las profesiones, oficios y roles más diversos. Entonces comprendió, como si se tratase de una verdad revelada, el motivo de tanta ausencia.

Si bien no entendía la totalidad de lo que veía y escuchaba, pudo inferir que al igual que en el pasado, son las pequeñas acciones las que ayudan a construir la patria grande.

Al llegar al “Olimpo Criollo”, sus vecinos le preguntaron por la experiencia que había vivido, cuyo relato sí le estaba permitido compartir, a manera de excepción. El General se paró frente a todos y lacónicamente dijo: “Sólo puedo decirles que el espíritu de patriotismo no lo encontré en los grandes monumentos que homenajean nuestra memoria, o en los ritualismos simbólicos que realzan nuestras creaciones. Más bien lo hallé en los gestos cotidianos de aquellos hombres y mujeres que, con su labor, honran nuestro legado”.

Luego de aquellas palabras, conmovidos todos volvieron a sus rutinas, esperando la votación del próximo año.


El autor es realizador de documentales. Reside en la ciudad de Alem y desde hace un tiempo comenzó a incursionar en literatura. Recibió varios premios y menciones

Marcelo Horacio Dacher

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