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La trampa

domingo 18 de octubre de 2020 | 6:00hs.
La trampa

Al fondo del establecimiento, muy monte adentro, estaba la roña del obraje donde lo habían enviado a Adolfo. Ramón pensaba si no los habrían separado por cálculo. Aquí, el trabajo era sin horario, de domingo a domingo, sin abandonar la faena ni aun cuando llovía fuerte. Al principio cuando quiso averiguar, un tal Alegre le dijo bajando la voz:
-Aquí no se sabe, ch’amigo. Mientras se está en salú, se trabaja nomás, todo seguido; mientras no está oscuro se trabaja nomás…

Tenía la cabeza medio hundida entre los hombros como si constantemente estuviera temiendo un mal golpe. Era el encargado de acarrear hasta el barbacuá los raídos cuando se acercaban los carros llenos hasta el tope. Entonces hundía sus manos en los dos grandes ojos abiertos en los bultos, y emprendía una calculada carrerita para descargarse cuanto antes del terrible peso, mientras jadeaba penosamente. A veces, después de dejar un raído sentíase sacudido por terribles mareos. Pero como por ahí cerca siempre vigilaba el capataz, no podía entretenerse mucho en descansar. Esa vez aprovechó una pausa, después que había descargado el último carro de la mañana. Nadie espiaba por los alrededores, y entonces se detuvo junto a Moreyra, dejándose caer en el suelo, entre las verdes hojas desparramadas al azar. Se enjugaba el constante sudor con un gran pañuelo-pará.

-Esto es la esclavitú, propiamente. Pero si le contara… Yo estuve trabajando con Matiaúda, en el Puerto Paranambú. Queda allá, en la costa paraguaya. Ganábamos 25 pesos al mes. Después que entraba el sol, teníamos que seguir trabajando mucho rato. Y si nos retobábamos, nos volvía locos a gritos. Cuando queríamos largar porque estaba oscuro gritaba: “Mientras que jasechá ñandepó ñamba’apó vaëra”…(1)

Se miró pensativamente las manos como si guardara los recuerdos en sus palmas.

-Mal hombre era, sí, mal bicho…

Sobre el barbacuá, surgía agigantada la figura del viejo Sinforiano, erguido sobre su pedestal de yerba caliente. Mientras escuchaba no suspendía el trabajo. Siempre era así, metódico, obstinado, tranquilo.

-Yo estaba trabajando de jangadero. ¡Añamembuy! Allá me agarré esta puntada en los riñones que no me deja nunca. A veces había temporal, y ni podíamos movernos en l’agua ni manejar bien los rollizos. Era cosa de salir disparando. Pero el Matiaúda estaba en la orilla, con el chicote en la mano: “¡Eh, mientra oky na ñamanó mo’ai”. (2) Y así siempre.

Ramón ya se había acostumbrado a manejar diestramente la horquilla. Enlazó uno de los grandes atados de yerba, lanzándolo con certero impulso hasta el piso del barbacuá, donde el viejo Sinforiano lo esperaba para desparramarlo en seguida. Interrogó:

-¿Anduviste mucho por esos pagos?

El otro movió la cabeza.

-Un año y medio, o más. Después, me escapé. Ya no podía aguantar más. Crucé a la costa argentina y fui a parar a Puerto Segundo. Cuando ya m’iba internar n’el monte, m’encontraron un capataz y dos piones de allí. Resulta que de Paranambú habían mandado este mensaje: “Anoche se me fugaron dos. Si salen por esos rumbos, metanlén bala”.

Se quedó parado en la puerta del galpón, mirando hacia afuera. Desde el lugar, penumbroso en que se hallaba, Ramón veía destacarse contra la luz solar el cuerpo encogido de Alegre, como una enorme araña rosando en su tela, indiferente a los sucesos, cansado de ver desfilar ante su vista tantas cosas iguales, tantos horrores, tanta locura. Permanecía allí callado, enredándose en sus perdidos pensamientos.

-¿Y después?

El hombre tuvo un leve sobresalto, como si ahora lo molestara la curiosidad del huayno. Después se puso de espaldas a la luz:

-Me salvé a gatas. Yo no sabía que otro compañero se había huido al tiempo que yo. A él lo habían alcanzado la misma noche cuando estaba por tocar costa argentina a nado. Le pegaron tres balazos, y listo. Pero los que yo encontré eran buena gente. Me dejaron ir, y entonces seguí viaje. ¡Qué penurias, ch’amigo…! Pero si encima le contara todo lo que pasa aquí…

Ahora se interrumpió bruscamente. Había visto venir lejos a un capataz y un miedo súbito hizo nido en él. Hundió la cabeza más profundamente aún, como si fuera a zambullirse en la luz, y salió dando tropezones.

Ya nada turbaba el silencio del galpón, uno de esos silencios de las mañanas tropicales, que se imponen a todos los ruidos con su pesadez abrumadora. A veces, chisporroteaba un trozo de yerba, o se oían sus leves crujidos de protesta cuando el viejo Sinforiano movíase sobre las hojas, con sus agrietados pies desnudos. Pero esos mínimos ruidos contribuían a destacar más aún la mudez de las cosas y de los hombres. Ramón se sentía tentado de confidenciarse con el urú. Pero parecía imposible atravesar el silencio, y además el viejo Sinforiano gustaba trabajar reconcentrado, con una testarudez estoica, como si estuviera convencido de que si suspendía por un momento la tarea ya nunca más podría reanudarla. Con movimientos iguales y pausados, rítmicos, empuñaba la pala firmemente, distribuía los manojos verdes, vigilaba los que estaban suficientemente chamuscados y seguía moviéndose en el estrecho recinto semejante a un gato montés prisionero que palpara incesantemente las rejas de su cárcel, obstinándose en la posible huida. Después de contemplarlo unos momentos, Ramón dejó la horquilla y abriéndose la bragueta comenzó a mear tranquilo, indiferentemente, sobre la yerba que habría de ser quemada poco después. El líquido refulgía un insume sobre las hojas, y luego deslizábase por el corto tallo hasta filtrarse y desaparecer para mojar a las de abajo. Por la abertura que servía de puerta al galpón llegaba el resplandor del sol, y con él los mosquitos y un tábano grande y azulado. Se posó en el brazo de Ramón, que lo aplastó casi sin mirarlo, despanzurrándolo. Después, siguió orinando.
1) Mientras que veas tu mano trabajarás sin pausa
2) Mientras que llueva no nos moriremos
Fragmento del libro El Río Oscuro. Varela (1914/1984) investigó como periodista para el diario Crítica los explotados trabajadores de los yerbales del noreste argentino y del Paraguay.
La imagen es de la película Las aguas bajan turbia.

Alfredo Varela

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